Ingenieros del alma (11 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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Los azulejos de color verde mar eran los restos de un baño turco, me contó.

—Y al otro lado del pasillo estaba antes el tiro al blanco.

¿Era normal que los hoteles tuvieran una galería de tiro?

—Sí. La caza es para nosotros un deporte popular. Cuando nos instalamos aquí para trabajar, las dianas colgaban todavía en la pared.

Nikolai me enseñó por el resquicio de una puerta el vestíbulo del hotel todo apuntalado, al que no se podía acceder ante el riesgo de derrumbamiento. Frente al ascensor había un puesto de guardia del tamaño de una cabina telefónica, desde donde un agente del KGB había vigilado a los clientes del hotel hasta el amargo final de la Unión.

En la segunda planta había un restaurante, además de una sala de baile anexa con una capacidad para doscientos invitados. El carpintero añadió que no sabría decir si se comía bien en el restaurante.

—Yo no comí aquí nunca —aclaró a modo de disculpa—. Éste era el lugar de encuentro de las elites.

Como profesional sí conocía las peculiaridades del mirador cuadrangular, que era la prolongación del hueco del ascensor. La planta superior, que ya me había llamado la atención fuera, en la plaza, consistía en un cubo de vidrio sostenido por un fino armazón. Nikolai me habló con admiración de un «atrio» donde en su día hubo butacas y macetas con plantas.

—Entonces era el punto más elevado de la Colina de los Osos.

Desde este palco de honor, comprendí, uno podía dominar todo el escenario, como un general: el lago Onega, con las flotantes partidas de madera encalladas en las orillas, y a lo lejos la imponente entrada del canal Belomor junto a la aldea de Povenets. La idea era que Stalin, de pie tras la pared de cristal, pudiera contemplar con unos prismáticos de cobre las siete esclusas sucesivas de la «escalera de Povenets» antes de emprender la travesía a bordo de una motonave.

—Pero Stalin no pisó jamás este hotel —añadió Nikolai—. En cierta ocasión hizo una breve parada en la Colina de los Osos y enseguida reanudó su viaje.

¿Percibía un cierto disgusto en su voz? Le di las gracias por la información y a modo de despedida le pregunté si habían cambiado mucho las cosas en la Colina de los Osos desde la caída del comunismo.

El carpintero asintió con entusiasmo.

—¡Ya lo creo! Aquí no se ha vuelto a construir nada desde hace diez años.

Mientras me dirigía al canal pasé por delante de lo que supuse que era la Asociación de Cazadores Colina de los Osos, puesto que en una caseta de madera colgaba el mismo cuadro pintado a mano (de unos hombres en verde) que en la estación. Fuera había estacionado un jeep Commander. Tras cruzar la puerta del club, me adentré en un maravilloso cosmorama: de todas las paredes pendían cuernos de alce y encima de unos pequeños maderos, con o sin corteza, se extendía un conjunto de animales: patos, comadrejas y faisanes. En medio de esta colección de trofeos, dos cazadores arrimados a una estufa de leña celebraban la apertura de la temporada de caza.

Me ofrecieron una taza de té con un chorrito de aguardiente, y aunque lo que más me interesaba eran las historias sobre Belomor, acabamos hablando de la menguante población de animales salvajes, la precisión de la escopeta de dos cañones y la magra compensación estatal (nada más que 410 rublos) que se concedía por cada lobo cazado.

—Hoy en día ya no nos pagan ni un rublo —se lamentó el guarda de caza local. Se llamaba Alexandr y vestía un chaleco militar, adornado con una fila de cartuchos ahí donde los veteranos exhiben sus medallas.

Su compañero, Pavel, un criador de animales de peletería, lucía una dentadura de oro.

—Como no hay dinero, por cada lobo que matamos nos conceden una licencia de caza para un alce.

Mis anfitriones me mostraron un álbum de fotos con sangrientas imágenes. En todas ellas posaba un cazador-con-presa, unas veces orgullosamente erguido con una bota sobre la cabeza destrozada de un jabalí, otras levantando un vaso de vodka junto a un oso muerto.

—No somos de Greenpeace —observó Alexandr.

De repente pensé que, al desaparecer el Estado soviético, los habitantes de la Colina de los Osos habían vivido un retroceso en el tiempo de un par de siglos, un retorno a la época de los cazadores y recolectores. Me acordé de las
babushkas
en el andén sosteniendo en alto sus cestas con pescado y sus recipientes llenos de frutas del bosque cogidas por ellas mismas.

Le pregunté a los hombres si practicaban la caza por deporte o por las pieles y la carne.

—Las brochetas de carne de oso aumentan la potencia masculina —dijo Pavel enseñando sus dientes de oro—. Eso dice mi mujer, y ella sabe de qué va la cosa.

El guarda de caza no se rió.

—Hasta hace poco dependíamos de la Academia de Ciencias —dijo masajeándose la frente con las yemas de los dedos—. Todos teníamos trabajo, como Pavel en la sovjós de Martas. La caza era una actividad adicional. Enviábamos a Moscú un informe anual completo en el que incluíamos los anillos de las aves con los que se investigan las migraciones…

Quise interrumpirle, pero Alexandr levantó una mano, aún no había acabado de hablar.

—Anteriormente dependíamos de GosPlan, el Servicio de Planificación Central. Como todo el mundo, cada temporada teníamos que entregar la cuota acordada de aves y caza —me miró y me preguntó si sabía que la caza formaba parte del Plan Quinquenal—. ¡Qué creía usted! Stalin ordenó explotar los recursos naturales en el círculo polar y ello requería la construcción del canal Belomor y la prolongación de la vía férrea hasta Murmansk. En Vorkuta, más hacia el este, abundaba el lignito y en Norilsk había níquel y oro. Pero a Stalin le faltaba mano de obra y por eso empleó a los supuestos enemigos del pueblo. Aunque, claro está, a éstos hay que alimentarlos si no quieres que la palmen.

Alexandr explicó que el plan cinegético establecía la liquidación anual de medio millón de aves.

—¡Barnaclas carinegras! —exclamé.

—¡Sí, eso es! —el guarda de caza señaló un ejemplar que había sobre el alféizar de la ventana—. Vienen de Holanda, ¿verdad?

Examiné el pecho de plumón negro y los ojos aún más negros y brillantes del animal, mientras me venían a la memoria fragmentos de
Belomor.
«Karelia era todavía la tierra de los pájaros sin miedo». Recordé que el primer viaje de Stalin tuvo lugar bajo «los graznidos de aves migratorias…» y que los guardas del campo eran «entusiastas cazadores de gansos».

¿Se realizó la caza de gansos a tan gran escala que mermó drásticamente su población?

—¿Qué creía usted? Los gulag dependían en buena parte de eso. Cuando fallaba el abastecimiento de los campos, los guardas organizaban brigadas de caza.

Sugerí que difícilmente podían entregarles escopetas a los prisioneros.

—¿Escopetas? En los territorios por encima del círculo polar no se necesita más arma que un bastón. Esos gansos que pasan el invierno en su país están de muda aquí en verano, después de empollar. Pierden sus plumas remeras, lo que les impide volar durante unas tres semanas. Los cazadores congregan a los gansos y los matan a porrazos. Luego los salan y así se conservan durante meses.

Le comenté el asunto del enigma ornitológico de los años treinta, cuando de un año para otro las barnaclas carinegras no regresaron al mar de Frisia.

Pavel, el criador de animales de peletería, no entendía adónde quería llegar yo.

—Los gansos son unas aves tontas —dijo—. Siembras un campo con avena, le colocas un señuelo y, ¡hala!, todos se posan ahí al mismo tiempo. Dos veces al año, tanto a la ida como a la vuelta, caen en la misma trampa.

¿Cazaba él barnaclas carinegras?

Pavel encendió un cigarrillo de la marca Piotr I.

—¿Es eso un problema?

¿De modo que la población de estas aves se había restablecido?

—Se recuperó en los años sesenta —dijo Alexandr, el guarda de caza—. Lógico, si se tiene en cuenta que en esa época se cerraron los últimos campos de trabajo en el círculo polar.

Aquella tarde Pavel me condujo en su todoterreno a Povenets. Abrí la ventanilla para dejar paso a los olores del otoño. NUESTRA POLÍTICA ES LA POLITICA MUNDIAL / V. I. LENIN, se leía en un viejo cartel frente al ayuntamiento. Mis pensamientos aún estaban con el ave de vientre negro que había visto en el local de los cazadores: con su número en descenso, las barnaclas carinegras fueron las primeras en contar la historia aún desconocida del Gulag; por aquel entonces fueron un indicador excepcional. Pero nadie fue capaz de captar su mensaje.

No muy lejos de Povenets el paisaje se abría. Los campos se extendían, salpicados de cantos rodados. Pavel explicó que, a ambos lados del canal de navegación —en franjas de un par de kilómetros de anchura—, el bosque había sido talado para la construcción de las esclusas. Pasamos con el coche por delante de una pequeña oficina de ladrillo del Consejo de Administración del canal Belomor y un jardincillo municipal con un reloj de hierro fundido en recuerdo de la Segunda Guerra Mundial.

El cazador vivía con su mujer y su hija junto a la Esclusa número 2. Su huerto, adornado con coles rojas y blancas dispuestas en pequeños arriates formados con neumáticos de tractor, se extendía hacia arriba por la orilla del canal. Natasha, la hija de Pavel, de diecisiete años, nos acompañó hasta el puente, que era donde mejor podía admirarse la escalera de esclusas (siete diferencias de nivel consecutivas de quince metros). Vista desde arriba, el agua aparecía turbia; en la superficie flotaba un montón de desperdicios. Natasha insistió en que no era basura, sino turba desprendida de las orillas.

—En serio, este verano aún me bañé aquí.

Yo había tenido la esperanza de conocer a algún superviviente de la construcción del canal, pero Pavel me devolvió a la realidad.

—Povenets se despobló durante la Segunda Guerra Mundial —me explicó—. El canal fue el frente de batalla. Los finlandeses estaban apostados aquí, en el lado oeste, donde está nuestra casa; el Ejército Rojo se atrincheró al otro lado.

A finales de los años cuarenta, el pueblo saqueado fue colonizado de nuevo, no por los habitantes originales, sino por jóvenes comunistas que acudieron a montar un sovjós de Martas. Los padres de Pavel, fanáticos miembros del Komsomol, fueron en su día los primeros criadores de animales de peletería. Por eso, nadie de por aquí podía recordar a los soldados del canal, y menos aún la visita relámpago de Stalin o la expedición en barco de la brigada de escritores de Gorki.

—El sovjós se privatizó en 1993 y dos años después fue declarado en quiebra —dijo Pavel—. Ya no hay mercado para la piel.

Estábamos a punto de marcharnos cuando a lo lejos se abrió la compuerta de una esclusa. Un buque de carga surcaba un agua turbia formando pequeñas olas delante de la proa; una señal se puso roja, sonó un timbre, y el firme sobre el que nos encontrábamos empezó, con barandilla y todo, a girar hasta unos noventa grados. El
STK-102,
procedente de San Petersburgo, cargado de aluminio, se adentró abarloado en la cámara de la esclusa y una puerta de metal le abrió el paso automáticamente. Centímetro a centímetro, el barco emprendió el descenso del penúltimo escalón de la escalera de Povenets.

De noche, en casa, en la cocina tapizada con listones de madera, Natasha me contó que en cierta ocasión, durante una excursión organizada por el instituto, había encontrado una cuchara de metal en un sitio próximo a la quinta esclusa. Me mostró el cubierto abollado.

—Mira —dijo—. Lleva grabadas unas iniciales y unos nombres.

Inclinados bajo la luz de la lámpara leímos: P. M. I. Debajo había una S, seguida por algo ilegible. Y a continuación un nombre, «Marozov» según Pavel, aunque su hija no estaba de acuerdo. («¿Dónde ves tu la "z"? Es más bien Maronov»).

Natasha había mostrado su hallazgo a su profesor de historia. Éste hizo pasar el objeto por toda la clase y explicó a sus alumnos que «seguramente fue utilizado por al menos tres prisioneros». Natasha se preguntaba ahora quiénes serían Maronov y los otros dos hombres. ¿Compartieron la cuchara o la usaron sucesivamente? ¿Y qué habría sido de ellos?

—Qué preguntas más absurdas —opinó su padre—. Uno puede pasarse la vida entera haciéndose este tipo de preguntas sin hallar jamás la respuesta.

Al término de su agotador turno de trabajo, Máximo Gorki dirigió un discurso a los soldados del canal. «Se está acercando el año, el mes, el día en que los campos de reeducación dejarán de ser necesarios». Gorki elogió el triunfo «sobre la naturaleza y sobre sí mismos de miles de individuos heterogéneos».

De los 126.000 enemigos del pueblo, 12.484 fueron puestos en libertad inmediatamente después de haber concluido las obras del canal Belomor. A otros 59.516 se les concedió una reducción de la condena. Éstos, junto con el resto de supervivientes, fueron obligados a trabajar en el trazado del canal de 128 kilómetros de longitud que, en un plazo de tres años, debía comunicar Moscú con el Volga.

—Os habéis transformado en nuevas personas. Os felicito —dijo Gorki—. Y felicito a nuestro sabio Partido y a su dirigente, el hombre de hierro, el camarada Stalin.

El discurso final de Gorki figuraba como epílogo en el libro
Belomor,
seguido de un retrato suyo. El escritor del pueblo viste en esta foto una chaqueta de obrero, el cuello de la camisa arrugado. Tiene aspecto fatigado. Al menos ésa es la impresión que me transmite con su bigote de puntas caídas, el ceño fruncido, los húmedos ojos de perro. Su oreja izquierda está ligeramente separada, como si escuchara con atención.

—Habéis despertado el entusiasmo de más de cien escritores —les aseguró Stalin a los soldados del canal—. Esto es de suma importancia. De ahora en adelante, la literatura, alentada por un nuevo fervor, alcanzará la altura de vuestras obras más importantes.

Botánico en el desierto

Paustovski aborrecía Krasnovodsk y el desierto de Karakum que se extendía al fondo. Puede que fuera debido al clima («ese aire cargado y espeso como la glicerina») o que influyera en ello su estado de ánimo. Visto desde el mar, el puerto, detrás del cual se alzaban unas rocas dentadas de crestas negras, se le antojaba «las fauces de una Asia calcinada». Poco que ver con la imagen que otros tenían del lugar como bello anfiteatro esculpido por la naturaleza.

En los muelles desiertos, el escritor no halló nada que le pareciera agradable. «Todo estaba tan paralizado por el calor que parecía imposible que las olas rompiesen; uno se preguntaba de dónde sacaba el agua de mar la fuerza suficiente para arrojarse con todo su peso sobre la cálida orilla y luego, exhausta, volver a retirarse entre susurros».

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