Ingenieros del alma (25 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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La susodicha «confesión» data del primer día de interrogatorio, el 2 de noviembre de 1937, y se conserva en una carpeta azul que lleva por título: «Caso 14488. Boris Andreievich PilniakVogau». Se da la coincidencia —casualidades de la historia— de que, justo esa misma semana, se cierran dos gulag en el norte (Belomor y Solovki). La población residual, unas 11.000 almas, de las cuales no quedan expedientes personales sino tan sólo una lista de nombres, desaparece desnuda y con un tiro en la nuca en unos fosos poco profundos en los bosques de Karelia.

Pilniak termina su alegato con las siguientes palabras: «Si todo se queda en un mero escarmiento, o dicho de otro modo, si sigo con vida, mi arresto será para mí una prodigiosa lección; me servirá para vivir con honradez durante el resto de mis días».

Pero las cosas no son tan fáciles. En los interrogatorios posteriores exigen que Pilniak especifique la naturaleza de sus actividades subversivas así como el grado de implicación de otros miembros del gremio de literatos. En el ardor de su confesión, el escritor alude a sus «obras trotskistas». Aduce como ejemplo el relato «Tse-Che-O», escrito en 1928 en colaboración con Andrei Platonov. Pilniak admite que el texto reviste carácter sedicioso, debido a la sugerencia de sus dos autores de que «la locomotora del socialismo no alcanzará la terminal "Socialismo" porque los frenos de la burocracia acabarán fundiendo las ruedas».

El juicio sobre el caso 14488 se celebra el 20 de abril de 1938. La sesión dura de las 17.45 a las 18.00 horas.

—¿Se declara usted culpable? —pregunta el juez Ulrich.

—Sí, plenamente —contesta Pilniak.

—¿Desea el acusado pronunciar una última palabra?

—Sí, mi cautiverio me ha cambiado. Hasta cierto punto me he convertido en otra persona. Quiero vivir y trabajar. Me gustaría tener delante una hoja de papel para escribir sobre ella algo útil en beneficio del pueblo soviético.

Pero el juez Ulrich no cede (no lo ha hecho jamás) y condena a Boris Vogau Pilniak, escritor, a la «última pena». Con un par de martillazos enérgicos declara la sentencia «irrevocable» y ordena su «inmediata ejecución».

Tal y como se desprende de la hoja de cargos debidamente cumplimentada que se conserva en la carpeta azul, el teniente Shevelev, del NKVD, ejecuta al escritor a la mañana siguiente.

Acto seguido, GlavLit pone manos a la obra. Pilniak tiene en su haber unos cuantos libros: desde
El año desnudo,
una novela sobre la Revolución, de 1920, hasta publicaciones más recientes como
Escucha la marcha de la historia y ¡El futuro es del socialismo, el futuro es de
la Unión Soviética
, el futuro es nuestro!
De Vladivostok a Murmansk, todos estos ejemplares han de ser retirados de las bibliotecas para su inmediata destrucción. Con
El Volga desemboca en el mar Caspio,
por entonces ya traducido, la biblioteca de temática hidráulica dirigida por Gorki pierde otro volumen, pero no hay nada que hacer.

LitFond se encarga de los últimos detalles: en 1938 asigna la dacha de Pilniak a un escritor de talento más leal.

A diferencia de GlavLit, que no comerciaba con bienes ni servicios, LitFond logró sobrevivir a la Unión Soviética optando con la debida antelación por una política orientada al mercado. Svetlana Semionova y su esposo aún pudieron acogerse al sistema de adjudicación subvencionado cuando en 1993 entraron a vivir en la planta baja de la casa.

—Si llegamos dos años más tarde, LitFond nos aplica sus nuevas tarifas comerciales —me explicó Svetlana—. Y ésas no se las puede permitir un escritor ruso.

Quise saber si alguna vez, al pasear por el jardín, se había preguntado dónde habría estado escondida la cajita de Pilniak. Si jamás había sentido la necesidad de empezar a cavar por donde fuera, con la esperanza de hallar otros tesoros artísticos abandonados.

—¡No, qué va! —exclamó Svetlana entre risas mientras reajustaba su boina—. No me atrevería.

—¿No se atrevería? —pregunté—. Pero si el jardín es suyo.

No era todo tan simple. La inquilina de la dacha de Pilniak aclaró que, si bien la parcela pertenecía en su integridad a la casa, ella no tenía ningún derecho sobre el terreno.

—Venga conmigo, le voy a enseñar algo —me dijo. Bordeamos un seto de helechos reales y pasamos por delante de un árbol con un columpio y una mesa de picnic medio oculta.

—¿Ha visto los nuevos
kottidzhi
un poco más adelante? —me preguntó como si tal cosa.

—Sí —contesté—. Me recuerdan los barcos de crucero: son grandes y feos.

—Y lujosos —completó ella—. ¿Sabe lo que cuesta hoy en día un terreno edificable de cien metros cuadrados en Peredelkino? ¡Catorce mil dólares!

Svetlana se detuvo ante un rincón recién desbrozado del jardín, donde la tierra aparecía surcada por huellas de neumáticos. Por todas partes se veían restos cobrizos de helechos aplastados. La apisonadora había tirado la valla y, debajo de un trozo de plástico agrícola, esperaban los primeros materiales de construcción.

—LitFond —observó Svetlana con resignación—. No tenemos ni idea de lo que van a construir aquí, pero mi marido y yo hemos decidido no preguntar nada y, por supuesto, de nuestra boca no saldrá ninguna queja.

—¿Pero por qué no? —pregunté, ingenuamente.

Svetlana se quedó mirando las huellas hundidas en el fango en busca de las palabras adecuadas.

—A Pilniak lo asesinaron porque estorbaba a los dirigentes soviéticos —puntualizó—, pero ahora te matan por mucho menos.

De los cuarenta escritores con los que Stalin brindó en octubre de 1932 en la suntuosa mansión de Gorki, once no sobrevivirían a las depuraciones. Uno de ellos era Georgi Nikiforov, el escritor que osó proponer que por una vez no bebieran a la salud del camarada Stalin.

Durante los años 1937-1939, el idílico ambiente de Peredelkino se vio perturbado en siete ocasiones por la llegada de una brigada de investigación criminal del NKVD. En el firmamento soviético ni siquiera había un hueco para el polaco Bruno Yasienski, expulsado de Francia por sus agitadoras actividades comunistas y acogido con gran entusiasmo en un primer momento. El hecho de que fuera el único extranjero en haber sido premiado con una dacha en la colonia de escritores no causó impresión alguna en el servicio secreto. Una vez ejecutado su autor, la novela
El hombre muda de piel
(acerca de la construcción de canales de irrigación a lo largo del río Amu Daria) fue tachada de obra subversiva y suprimida antes de cumplirse el cuarto aniversario de su publicación.

Poco a poco, la biblioteca hidráulica de Gorki iba menguando. El último volumen en incorporarse, un libro sobre la construcción del canal entre Moscú y el Volga
(Del crimen al trabajo),
también fue eliminado, al mismo tiempo que su autor (Leopold Averbach). La advertencia lanzada por Andrei Platonov en
Las esclusas de Epifano,
según la cual las obras hidráulicas de gran envergadura invitan a un terror de gran envergadura, se cumplió. El que Platonov no poseyese una dacha de LitFond (ni siquiera era miembro de la Unión de Escritores Soviéticos) no significaba que el NKVD se olvidara de él. En mayo de 1938, unos hombres uniformados revolvieron su apartamento. Sin embargo, no se lo llevaron a él, sino a su hijo Platon, de quince años, al que acusaron de ser uno de los dirigentes de una organización terrorista juvenil (en el registro domiciliario se había descubierto una escopeta de aire comprimido). Tuvo que comparecer ante el juez y fue condenado a diez años de trabajos forzados en las minas de níquel de Norilsk. Aunque su padre Andrei envió una carta desesperada al NKVD («la escopeta de aire comprimido confiscada me pertenece a mí, no a mi hijo»), nadie se mostraba sensible a esa clase de argumentos.

¿Y Paustovski?

En vida de Gorki, Paustovski se creía a salvo. A pesar del miedo que le había asaltado a raíz de la fallida adaptación cinematográfica de
Kara Bogaz,
aún se atrevió a hacer campaña en contra de la censura en 1936: «El escritor ha de escribir para poder vivir, del mismo modo que el hombre de a pie ha de comer. Pero a los escritores nos colocan en una disyuntiva peligrosa: o bien escribimos lo que esperan de nosotros, o bien escribimos para el cajón de nuestro escritorio». Mientras que en la primera mitad de 1936 todavía se incluían frases como ésas en
Nuestros logros,
la revista de Gorki, en las antologías y ediciones conmemorativas posteriores de la obra de Paustovski ya no aparecen.

El final de
Historia de una vida
constituye un claro ejemplo del súbito endurecimiento del clima político. Las memorias en seis tomos de Paustovski se cortan bruscamente en 1935. En un último encuentro con Gorki, ambos autores hablan de botánica y de la diferencia entre escribir y poetizar. A la hora de la despedida se produce una escena de tintes casi religiosos: «[Gorki] posó su enorme mano sobre mi hombro, apretándolo con suavidad. ¡Ánimo y adelante! Siga viviendo como vive ahora». Por entonces, Paustovski tenía cuarenta y tres años y todavía le quedaban treinta y tres de vida. Aun así, jamás puso por escrito sus recuerdos de 1936 y los años siguientes. Ni siquiera en un diario destinado al «cajón de su escritorio».

Tras la muerte de Gorki, Paustovski anda con pies de plomo. En una carta privada al estonio Genrij Eichler, redactor de la editorial La Joven Guardia, de finales de 1937, escribe: «Aunque en mi vida profesional me va de maravilla, estoy deprimido». Lo que más le preocupa es la campaña difamatoria contra Pasternak. Acusan a su compañero de que sus poemas están imbuidos de «formalismo» e «ininteligibilidad». «Se conoce que en este país los canallas gozan de toda confianza», concluye Paustovski su carta.

Eichler no contesta: alguien lo ha denunciado como espía de Hitler, acusándolo de ser un alemán que se hace pasar por estonio, con lo que es desterrado a un campo penitenciario en la llamada estepa del hambre de Kazajstán.

Paustovski debió de llevarse un buen susto. Ese mismo año ya había sucedido algo similar. Después de que su colega Sergei Budantsev le pidiera una contribución para un libro sobre hidráulica titulado
El país de las grandes vías fluviales,
Paustovski le mandó una nota diciendo que sería para él un placer escribir un capítulo del libro, pero que el plazo de entrega le suponía un problema, por lo que le preguntaba si aún estaría a tiempo caso de entregar su texto en abril de 1937.

Otra carta sin respuesta: Budantsev fue desterrado a la península de Chukotka, en el estrecho de Bering.

Con la detención de Boris Shumyatski, el ministro de Asuntos Cinematográficos que relegó al olvido las bobinas de
Kara Bogaz/Las fauces negras,
el terror da aún un paso más hacia Paustovski.

Dadas las circunstancias, no se atreve a rechazar encargos procedentes de instancias oficiales. Actúa en conciencia y se pone a escribir un libro sobre el mariscal Blucher, con el que el Ejército Rojo pretende rendir homenaje a uno de sus héroes vivos más destacados. Recién empezado el libro, Blucher aparece en todos los periódicos: el
Pravda
del 11 de junio de 1937 informa de que, en un proceso celebrado ante el Tribunal Militar, el mariscal ha sentenciado a muerte a siete compañeros mariscales y generales. ¿Haría bien Paustovski en incorporar esta actuación a su esbozo biográfico? Y, en caso afirmativo, ¿debería citarla como la enésima hazaña de Blucher o sería preferible mencionarla sólo de pasada?

En este caso, a Paustovski le tranquiliza pensar que GlavLit revisará el texto antes de su publicación. Al fin y al cabo, la editorial, Polit-Izdat, tiene fama de ser muy estricta. El artista consigue que su libro supere, intacto, todos los escollos, así que en la primavera de 1938 el mariscal Blucher puede ser honrado con una biografía seria, redactada por un escritor de reconocido prestigio. Sin embargo, medio año más tarde,
Pravda
comunica que el propio Blucher ha sido a su vez desenmascarado como espía. Los amigos de Paustovski, preocupados, lo avisan tan pronto como se enteran de la noticia:

—¡Ahora vendrán también a por ti!

Junto con su esposa Valeria, con la que había contraído matrimonio en 1937, Paustovski sale a toda prisa de Moscú, dispuesto a esperar a que las aguas vuelvan a su cauce en los remotos bosques de Meshora. GlavLit inicia una batida contra la biografía de Blucher, que no puede convertirse bajo ningún concepto en una apología en memoria del comandante del Ejército. Pero, por suerte para Paustovski, a nadie se le ocurre detener al biógrafo.

En 1939 el terror se va atenuando (las últimas víctimas son aquellos individuos que, ajuicio de Stalin, han puesto demasiado empeño en las depuraciones).

Con todo, GlavLit no afloja las riendas. Según una nueva directiva de 1939 se vigilará incluso a las palomas mensajeras (y a sus dueños).

Ha llegado a nuestros días un informe interno sobre los logros conseguidos por GlavLit en los años 1938-1939. En él se puede leer que, durante aquel período, el órgano central de censura retiró 7.806 obras «políticamente perjudiciales» de 1.860 escritores diferentes. Otros 4.512 títulos fueron reciclados, al ser considerados «de ningún valor para el lector soviético». En total fueron destruidos 24.138.799 ejemplares.

Raab-Rabochi

Amansoltan Saparova me reconoció enseguida. Gracias a Dios, porque era como si a mí me hubiera fallado la memoria al volver a reunirme con ella. ¿De veras tenía el cabello tan largo? ¿No usaba gafas? También eché en falta el vestido años cincuenta que luciera en el congreso sobre la sal celebrado en Moscú.

Enfundada en un traje que le llegaba hasta los tobillos, me abrió la cancela del jardín. Su cabellera negra como el azabache no estaba atrapada en una redecilla, aunque tampoco la llevaba suelta sin más, sino entrelazada con mechas de pelo artificial. La encontré más joven que el año anterior y allí, en su casa de Ashjabad, me recibió con más efusión que aquella otra vez en el Hotel Universidad.

Amansoltan vivía en una «casa finlandesa», una de las viviendas de madera con que fue reconstruida de urgencia la capital de Turkmenistán después del terremoto de 1948. En Ashjabad predominaban las construcciones de baja altura, por temor a nuevos temblores. Las casas finlandesas se componían de una única planta, pero, en contrapartida, se elevaban sobre unas parcelas de gran tamaño. El jardín de Amansoltan era un pequeño edén: en torno al pozo crecía una gran variedad de árboles frutales. Me fijé en que había una higuera, un seto de plantas jóvenes pertenecientes a la familia de los cítricos y unas parras que trepaban por la antena parabólica. Por lo demás, me llamó la atención un arbusto sin hojas, engalanado con bolas de Navidad de color naranja.

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