Ingenieros del alma (30 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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—En opinión de Paustovski, Isaak Babel jugó con fuego al mantener relaciones amistosas con los máximos dirigentes del Partido. A su juicio, asumir riesgos era lo más peligroso que uno podía hacer en aquel entonces.

El escritor atribuía su propia salvación a su huida a los bosques de Meshora, donde se había escondido ocho meses seguidos por temor a represalias como autor de la biografía del mariscal Blucher, caído en desgracia.

En una carta dirigida a un sobrino de catorce años escribió: «Recuérdalo bien, chico, morir como un héroe es fácil, pero vivir como un héroe es muy difícil».

En el otoño de 1939, mientras Europa se encontraba bajo la amenaza de la guerra, el terror en la Unión Soviética se apaciguó. En ese mismo año, Valeria alentó a su esposo a escribir una pieza de teatro, soñando con brillar algún día en una obra creada por él. Aunque se le daban mejor las descripciones (de la naturaleza) que la intriga y el diálogo, Paustovski viró en redondo. Aprovechó el centenario de la muerte del escritor Lermontov para escribir una obra de teatro sobre su papel como militar en la pacificación de los rebeldes del Cáucaso.
Teniente Lermontov
recorría los teatros de provincias en el momento en que las Fuerzas Armadas de Hitler invadieron Bielorrusia y Ucrania.

Durante la caótica movilización que siguió a ese acto de hostilidad, Paustovski fue enviado como corresponsal de guerra al frente, cerca de Odessa. En una fotografía de aquella época se le ve tumbado tras una cortina de juncos, vestido con el uniforme de camuflaje, pluma y papel en ristre. Sus reportajes y relatos cortos («Noche bajo un tanque tiroteado») atestiguan la valentía y la invencibilidad de los defensores de la patria, a pesar de que, al poco tiempo, se vieran obligados a renunciar a toda Ucrania. Durante el repliegue, Paustovski y su familia fueron evacuados a Alma Ata gracias a su condición de «ciudadanos soviéticos de gran valor». De ese modo, el escritor pudo proseguir su labor de prosista lejos del alcance de la artillería alemana, dejándose llevar por el heroísmo y a veces también por la melancolía. Cientos de miles de lectores y sobre todo de lectoras se deleitaron con su relato «Nieve» (acerca del amor surgido entre una evacuada y un oficial de Marina herido).

A los dirigentes soviéticos no se les escapó la maestría con la que el autor Paustovski lograba levantarle la moral a todo el país. En mayo de 1945 le brindaron la honrosa oportunidad de pronunciar un discurso triunfal en Radio Moscú. Paustovski tituló su alocución «La mañana del triunfo». Con su habitual sencillez y afabilidad llamó la atención de los oyentes sobre los sonidos de la «naturaleza olvidada» que, por fin, se habían sobrepuesto de nuevo al ruido de las armas y al estruendo de las alarmas aéreas.

Era como si Paustovski se hubiera liberado dos veces: de los alemanes y de la amenaza del NKVD. El célebre autor comenzó a escribir la historia de su vida. El primer tomo de sus memorias
(Años lejanos,
dedicado a su infancia en la finca familiar del río Ros y sus primeros pasos en el instituto de enseñanza secundaria de Kiev) se publicó en 1946. Aunque el libro pasó sin problemas la prueba de la censura, la respuesta de la prensa fue demoledora.

—Es una lástima —decían las críticas—. Estamos ante un nuevo ejemplo de literatura apartidista.

La obra fue considerada apolítica y, por tanto, inútil. Se reprochaba al autor que las cavilaciones sin compromiso de un joven descendiente de cosacos sobre su profesor de latín no interesaban a nadie. ¿Dónde estaba el fallo? ¿Por qué esa súbita condena? Según Galia, el crítico de
Pravda
llegó a disculparse con Paustovski.

—Un día, Konstantin Georgievich se encontró con él en la calle —me relató—. Era un hombre bajito y delgaducho, siempre dispuesto a escurrir el bulto. Juraba y perjuraba que lo sentía, que
Años lejanos
le parecía un buen libro, pero que sus compañeros y él tenían la obligación de aplicar nuevos criterios de evaluación.

El caso era que, de la noche a la mañana (del 11 al 12 de agosto de 1946), las balizas del paisaje cultural soviético habían vuelto a ocupar sus antiguas posiciones. El inciso de la libertad creativa pertenecía definitivamente al pasado. En colaboración con algunos altos mandos, Stalin había puesto fin al estado de excepción vigente durante los años de la guerra.

La puesta en marcha de esa política endurecida fue confiada a Andrei Zhdanov, guardián de las bellas artes por orden del Politburó. Era el mismo ideólogo estricto que había sido enviado por Stalin al congreso de escritores soviéticos celebrado en 1934 para instruirlos sobre las obligaciones inherentes al realismo socialista. Pero el grado de observancia de aquella doctrina se había relajado.

Zhdanov afrontó su nuevo cometido con astucia. Para empezar, eligió a dos chivos expiatorios: el satírico Mijail Yoshenko, de Leningrado, y la poetisa Anna Ajmatova. «En nuestra literatura no hay nada más repulsivo que la moral predicada por Yoshenko», argumentó Zhdanov. «Sus escritos carecen de contenido ideológico, pecan de vulgaridad y tratan de desorientar a la juventud soviética». Se mostró aún menos respetuoso con Ajmatova, alegando que su poesía era deliberadamente pesimista y estetizante. «Es mitad puta, mitad monja», sentenció el inspector de Cultura.

El método con el que se pretendía volver a meter en vereda al gremio de escritores soviéticos era más sutil que en los años 1937—1939, pero no por eso menos eficaz. Todo escritor cuya obra fuera atacada por la crítica debía reconocer sus errores en un extenuante
mea culpa.
La autodenuncia pública pasó a ser un ritual de obligado cumplimiento, del que ni siquiera se libró el dogmático presidente de la Unión de Escritores Soviéticos, Alexandr Fadeiev. En 1945, su novela titulada
La joven guardia,
sobre los actos heroicos protagonizados por los niños de los pueblos ucranianos en la lucha contra la ocupación alemana, fue galardonada con el Premio Stalin, pero un año más tarde Zhdanov la echó por tierra con una crítica mordaz. A su juicio, el autor había cometido un error imperdonable al hacer actuar a su joven movimiento de resistencia de forma espontánea, y no bajo la influencia edificante de un líder comunista.

El camarada Fadeiev titubeó. Siempre había elogiado a Stalin, refiriéndose a él como «el poderoso genio de la clase obrera». Estaba convencido de que el Premio Stalin le había sido otorgado en recompensa por su lealtad. Pero aquel golpe lo hundió por completo durante cuarenta y ocho horas. Se retiró a Peredelkino, entregándose al
zapoi
, término ruso intraducible con el que se designa una huida de varios días en el delirio del vodka. Después se levantó a duras penas para hacer lo que se esperaba de él: se humilló a sí mismo en público y comenzó a reescribir
La joven guardia.
Durante muchos años de duro trabajo, empleados en la ampliación de algunos fragmentos y la inserción de cinco capítulos nuevos, fue objeto de burlas por parte de la comunidad de escritores, que se regodeaban en su desgracia.

Entre los habitantes de Peredelkino circulaba incluso un chiste:

—¿Pero qué demonios está haciendo Fadeiev?

—Oh, está trabajando en
La gruesa guardia.

Los ataques lanzados por Zhdanov no sólo servían para refrescar las ideas fundamentales del realismo socialista, sino que, además, se sustentaban en una base rabiosamente antioccidental. El ideólogo prohibió la publicación de las revistas
Zvezda y Leningrado
por considerar que la redacción idolatraba todo cuanto procedía del extranjero, «lo cual no puede tolerarse en el seno de la literatura soviética».

Stalin se enfrentó al hemisferio capitalista con energías renovadas, entre otras razones por el disgusto que le había causado el asunto de los «Ivan», los soldados que, tras perseguir al enemigo hasta Berlín y Budapest, habían regresado a casa lamentándose de su deplorable nivel de vida. Pregonaban que los checos y los húngaros, instalados en el capitalismo, vivían mejor que los camaradas soviéticos. Y por si alguien no creía sus historias, el botín acumulado en concepto de joyas, relojes, máquinas de coser, motocicletas y todo tipo de muebles constituía una prueba concluyente.

Stalin decidió que ya no se compararía con Pedro el Grande, famoso por haber abierto una «ventana a Europa» con la construcción de San Petersburgo. En adelante tomaría como ejemplo a Iván el Terrible, obsesionado por evitar que en su imperio penetrase cualquier influencia extranjera. En 1945, el lacayo literario Alexei Tolstoi, que había adaptado con anterioridad la biografía del zar Pedro al gusto de Stalin, terminaba una obra de teatro sobre la vida del temible Iván. Fue llevada de inmediato a la gran pantalla.

Había que ocupar a toda velocidad las posiciones de la Guerra Fría. En eso Andrei Zhdanov llevaba la voz cantante: todo lo que él decía se convertía automáticamente en versión oficial. Frente al «imperialismo reaccionario, antidemocrático y pro fascista de Estados Unidos», definía a la Unión Soviética como «infatigable defensora de la libertad y la independencia de todos los países, ajena por naturaleza a la agresión y la explotación».

Aunque Zhdanov falleció en 1948, el período que va de 1946 hasta la muerte de Stalin en 1953 lleva su nombre:
zhdanovshina.

En septiembre de 1945, antes incluso de que se instaurase ese «período tenebroso de siete años», la embajada británica en Moscú enviaba a Londres un memorando confidencial sobre la literatura soviética, en el que se podía leer: «Todo el espectro literario ruso se halla sumergido en un extraño ambiente de absoluta inmovilidad». El autor de ese informe codificado se había topado con un auténtico erial. Según le explicaron Anna Ajmatova y Boris Pasternak, los intelectuales de la vieja guardia todavía no habían despertado de la pesadilla de los años treinta. Vivían con cautela, siempre alertas. En otras palabras, pertenecían a la «clase de los atemorizados». Ambos literatos sostenían que todo escritor se veía obligado a sopesar dos elementos: hasta qué punto estoy dispuesto a satisfacer las exigencias impuestas por el Estado y cuánto espacio me queda para poner a salvo mi probidad personal.

El Ministerio de Asuntos Exteriores británico se encontró con un pronóstico nada alentador: «Existen pocos indicios manifiestos de que en la Unión Soviética esté a punto de brotar algo nuevo u original».

Gorki había fallecido y otros escritores de fuste como Pilniak, Babel y Mandelshtam habían sido liquidados. No quedaba ningún autor de categoría en quien apoyarse. Boris Pasternak, que en 1944 había obtenido de nuevo permiso para publicar un ciclo de poemas en
La Estrella Roja
, el periódico del Ejército, se refugió en sus trabajos de traducción. Shakespeare y Goethe daban para mucho tiempo. Otra alternativa segura eran los versos infantiles (en los que se especializó el habitante de Peredelkino, Chukovski) y las fábulas (la nueva ocupación del naturalista Mijail Privshin). También había escritores, entre ellos Yuri Olesha, de Odessa, que buscaron consuelo en el alcohol o que siguieron el ejemplo de Marina Tsvetaieva, la poetisa que se ahorcó en 1941.

Muchos vieron cómo se truncaba su talento por culpa de una interminable sucesión de maniobras subrepticias. Ése era el caso del denostado ingeniero escritor Andrei Platonov. Desde que en 1931 provocara el enojo de Stalin con un relato sobre la colectivización de la agricultura, sólo encontraba obstáculos por doquier. Como los pocos relatos que pasaban la censura no le permitían mantener a su familia, se había visto forzado a trabajar como crítico bajo el seudónimo F. Mens. Con todo, el conflicto bélico le ofreció nuevas oportunidades: entre 1942 y 1944 se publicaron tres antologías de reportajes de guerra elaborados por él. Como corresponsal logró ascender al rango de «oficial de servicios administrativos». Sin embargo, aquellos inesperados golpes de suerte no sirvieron para evitar más desgracias. Desde que, en 1938, el hijo de Platonov y su esposa Masha fuera condenado a diez años de trabajos forzados en un campo situado más allá del círculo polar, los padres habían hecho todo lo posible por conseguir su libertad. A ese fin, Platonov había hecho llegar a Stalin una petición de clemencia por mediación de su colega Mijail Sholojov, representante de la Unión de Escritores en el Soviet Supremo.

Hubo que esperar a los años noventa, época en la que se abrió el expediente de Platonov, para comprender la precisión con que el servicio secreto había vigilado sus pasos. Gracias a las investigaciones del NKVD era posible reconstruir el lugar y la hora exacta de sus encuentros con Sholojov. La Segunda Sección Política era la encargada de archivar los informes de las conversaciones telefónicas, así como las cartas acusatorias enviadas por informantes anónimos; por su parte, la Cuarta Sección Política había acometido un análisis crítico-literario de la obra de Platonov (en el que se aseguraba que, desde 1931, se registraba en sus textos «una intensificación de los sentimientos antisoviéticos»).

En 1940, gracias a la mediación de Sholojov, el hijo de Platonov fue trasladado a la cárcel de Butirka en Moscú. Al presentarse a la revisión de su causa, el «terrorista» menor de edad declaró:

—En su día hice declaraciones mentirosas y falsas, siguiendo el consejo del inspector que me interrogó (…), y las firmé porque él me amenazó con que, de no hacerlo, detendrían a mis padres.

La pena impuesta a Platon quedó reducida a la duración de la prisión provisional decretada con anterioridad. El 26 de octubre de 1940, debilitado por la malnutrición, recuperaba la libertad. Apenas tres años después moría como consecuencia de la tuberculosis contraída en los barracones del gulag.

—El poder soviético me ha arrebatado a mi único hijo —reveló Platonov a un informante de la Segunda Sección Política del NKVD—. Me siento vacío por dentro. Físicamente agotado. Como una mosca en verano, a la que se le han quitado hasta las ganas de zumbar.

Poco después, Platonov era retirado del frente en una camilla. Se había contagiado mientras cuidaba de su hijo.

—Tengo tuberculosis, segundo grado —confesó Platonov el 18 de mayo de 1945 a otro delator del NKVD—. Escupo sangre.

Dado que poseía el rango de oficial, fue despedido del Ejército con todos los honores para que pudiera ir a morir a su tierra natal. Pero Platonov no murió. Para estupor de Zhdanov y los suyos, el escritor no sólo continuó produciendo sino también publicando. En 1946 aparecía una nueva obra suya
(La familia Ivanov)
en una influyente revista literaria. En este relato el capitán Ivanov, que regresa de la guerra aturdido y desarraigado, se debate entre la placidez de la vida en familia y la embriagadora existencia junto a la cantinera Masha. En
La familia Ivanov,
Platonov analiza frase por frase la desesperación del soldado que teme no poder volver a asumir nunca más sus responsabilidades de padre y sostén de la familia. Al lector la situación le resultaba tan reconocible que lo dejaba sin aliento, ansioso por conocer el final explosivo pero pedagógicamente correcto: cuando va de camino a encontrarse con su amante, Ivanov salta del tren en marcha al ver en la lejanía a sus hijos correr tras él.

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