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Authors: David Safier

Tags: #Humor

Jesús me quiere (21 page)

BOOK: Jesús me quiere
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—¿Puedo hacerte una propuesta? —preguntó finalmente.

Lo miré sorprendida, mi ira se evaporó de verdad.

—Muéstrame que esa gente corriente y moliente, como tú la llamas, tiene potencial para el bien y va a aprovecharlo.

Hmm… Muy amable por proponerlo. Pero ¿cómo iba a mostrarle a Jesús que las personas podían aprovechar su potencial? ¿Tenía que convocar una pequeña asamblea plenaria en el Ayuntamiento de Malente y decir «Eh, gente, controlaos y dejad de cometer adulterio constantemente y fraude fiscal y yo, de vosotros, también dejaría de exclamar “me cago en Dios” tan a menudo»?

Así pues, suspiré otra vez.

—¿Puedo hacerte otra propuesta? —preguntó Jesús.

Asentí.

—Enséñame de la mano de una sola persona que la humanidad tiene potencial para el bien.

Me estaba dando muchísimas facilidades, casi daba la impresión de que quería a toda costa que lo convenciera. Como si realmente tuviera dudas de que el Juicio Final fuera una buena idea.

Así pues, tenía que presentarle a una persona como prueba, eso estaba bien, a lo mejor podía conseguirlo. Pero ¿a qué persona escogía? ¿A Kata? Más bien no, seguro que pasaría la mayor parte del tiempo explicándole a Jesús que Dios tenía que demostrar primero que tenía potencial para el bien. ¿A mi padre, quizás? Bueno, de momento, estaba más o menos tan predispuesto a hablar conmigo como el Papa con los fabricantes de condones. Mi madre tampoco era buena idea, ya que estaba —eso me había dicho— liada con el pastor Gabriel, el colega de Jesús, porque necesitaba consuelo. ¿Quizás Swetlana? Seguro que estaba muy agradecida de que Jesús hubiera curado a su hija. ¿Quizás tan agradecida que incluso renunciaría a chuparle la sangre a mi padre y, de ese modo, yo podría mostrarle a Jesús que ella tenía potencial para el bien? ¿Podía arriesgarme con Swetlana? ¿Endosarle el destino del mundo a una mujer a la que había llamado «lagarta de vodka»?

En ese momento vi mi rostro indeciso reflejado en el agua y me vinieron dos pensamientos a la cabeza: por qué mi pelo siempre estaba hecho una porquería y qué ocurriría si yo fuese esa persona.

No era mala idea; al fin y al cabo, no había una persona más corriente y moliente que yo en muchas leguas a la redonda.

Me volví hacia Jesús y le expliqué que yo misma sería la prueba. Le describí largo y tendido que cumplía la mayoría de los diez mandamientos y que hasta el día siguiente por la tarde conseguiría cumplir el resto: honraría a mis padres y no desearía nada de los demás. Jesús escuchó mi rollo hasta el final con paciencia y luego comentó muy tranquilo:

—Los diez mandamientos no bastan para vivir con rectitud.

¡Joder, en lo referente a Dios, no había nada fácil!

—¿Y qué más hay que cumplir? —pregunté—. Y espero que ahora no me digas que tengo que cortarle la mano a toda mujer que agarre a un hombre por las partes vergonzosas en una pelea.

Jesús sonrió.

—¿Has leído el Deuteronomio?

Me consideraba mejor conocedora de la Biblia de lo que realmente era.

—No te preocupes —dijo Jesús—, hay muchos preceptos en la Biblia que no hace falta seguir. Sólo hay que vivir en el espíritu de Dios.

—Y eso, traducido, ¿qué significa?

—Todo lo que tienes que saber sobre cómo vivir con rectitud lo anuncié en mi sermón de la montaña.

El sermón de la montaña. Oh, oh; nunca había oído hablar de él, claro. Lo habíamos tratado en las clases de confirmación con Gabriel, pero yo, por culpa de mis hondas penas de amor, me pasaba el rato garabateando dibujos en los que mi ex novio sufría el azote de las diez plagas con todas las de la ley (sobre todo me gustaba que lo devoraran las langostas). Si alguien me hubiera preguntado después de qué iba el sermón de la montaña, no habría podido contestar aunque mi vida hubiera dependido de ello o, como ahora era el caso, la existencia del mundo.

—Conoces el contenido del sermón de la montaña, ¿no? —preguntó Jesús con suavidad.

Sonreí débilmente.

—¿No lo conoces?

Sonreí aún más débilmente.

—Creía que conocías la Biblia —dijo Jesús, ahora con marcada severidad.

—Frdddl.

Admitir ante Jesús que no conoces la Biblia es igual de desagradable que confesarle a tu padre que tomas la píldora, y que de eso hace ya dos años, aunque sólo tengas dieciséis. Pero decidí confesárselo valerosamente.

—Tie… tienes razón. No tengo ni idea de lo que dijiste.

Antes de que la mandíbula se le desencajara por la decepción, me apresuré a explicarme.

—Pero tú espera; hasta mañana por la tarde viviré conforme a esos preceptos, y entonces verás que la gente tiene la fuerza y la capacidad de crear un mundo mejor.

Jesús me sonrió ligeramente abstraído, ¿estaría un poco impresionado por mi discurso entusiasta?

¿O por mí?

—¿Pasa algo? —pregunté cautelosa.

Se crispó, y noté que se controlaba.

—Estoy de acuerdo con tu propuesta —declaró, esforzándose ligeramente porque su voz sonara firme.

—Bien —repliqué, pero no sabía si realmente estaba bien. Esperaba tanto no haberme llenado demasiado la boca. De puro miedo, estuve a punto de rogar a Dios, pero en el último instante recordé que, en aquel momento, Dios y yo no perseguíamos los mismos objetivos.

Jesús y yo nos quedamos callados uno frente a otro. Me habría encantado salir esa noche con él, igual que el día antes, pero ya no era posible, habían pasado demasiadas cosas. Imposible volver a ver nunca más en él al Joshua salsero.

* * *

Me despedí de él con el corazón encogido y me dio la impresión de que a él tampoco le resultaba fácil separarse de mí. Al llegar a casa, sentí un gran alivio porque mi padre no había colgado una foto mía en la puerta, acompañada por el texto «Yo me quedo fuera».

Entré en casa, vi que la niña dormía en el sofá de la sala de estar y oí ruiditos de sexo en el dormitorio de mi padre. Por un instante deseé que el Juicio Final comenzara de inmediato.

Encontré a Kata, que salía del baño. Antes de que pudiera saludarla, oí gemir a mi padre, un poco como un caballo salvaje.

—Ven a mi cuarto, allí no se oye al semental —se ofreció.

—Entonces será un lugar maravilloso —contesté, y desaparecí con ella en el refugio del silencio.

Pero Kata no parecía tenerlas todas consigo.

—¿Te pasa algo? —le pregunté.

—Tengo… miedo.

¿Mi hermana admitía que tenía miedo? Por lo visto, el mundo empezaba a girar al revés.

—¿De qué? —pregunté.

—Ya… ya no me duele nada.

—Bueno…, no tienes un tumor.

—Sí, lo tengo.

Eso me sentó como una patada.

—Pero no me duele nada, es como si hubiera desaparecido. Y estoy cagada de miedo.

—¿Porque tienes la esperanza de que haya desaparecido y no quieres llevarte una decepción?

—No, porque pronto moriré.

Con la aparición del tumor, cinco años atrás, en los ojos de Kata siempre podías leer coraje para luchar; ahora, sólo puro miedo. Y eso me dio miedo.

—Yo… no quiero… —dijo en voz baja, sin pronunciar la palabra «morir».

La abracé. Y ella se dejó hacer.

Acudieron a mi mente muchas preguntas: ¿Cuándo habían encontrado los médicos el tumor? ¿Por qué Jesús no lo había visto? ¿Quizás todo eran imaginaciones de Kata? Pero ¿por qué iba a hacerlo? Y ¿por qué Kata había dibujado la tira cómica que acababa de descubrir en el suelo?

¿Por qué aparecía Satanás en los dibujos de Kata? ¿Y por qué lo consideraba superior? ¿Le daba miedo ir al infierno? Ella no creía en la vida después de la muerte, ¿no? ¿Tenía que explicarle que sí existía? ¿O sólo conseguiría apenarla aún más, teniendo en cuenta que era una candidata muy recomendable para la condenación eterna?

Antes de que pudiera abrir la boca, noté una lágrima en la mejilla. Kata estaba llorando. Era la primera vez que veía llorar a Kata de adulta. Casi se me partió el corazón. La estreché con más fuerza y decidí no agobiarla con la locura que me rodeaba. De repente, ella era la pequeña y yo la mayor que la protegía.

Capítulo 41

Cuando Kata se durmió, me fui a mi habitación. Saber que mi hermana volvía a estar enferma, me dejó planchada, pero no había que llorar: yo tenía enchufe y confiaba en que Jesús podría curarla. Aunque antes tendría que convencerlo de que la humanidad —también Kata, claro— merecía otra oportunidad. Así pues, cada vez había más cosas en juego.

Saqué la Biblia del bolso, me tumbé en la cama y, mientras buscaba el sermón de la montaña —a aquella Biblia le faltaba un buen índice—, me detuve en otros pasajes y me enteré, por ejemplo, de que Saba era algo más que una marca y del pecado que había cometido exactamente Onán (en esa Biblia había más sexo y crímenes que en la tele). Cuando por fin encontré el sermón en el Evangelio de Mateo, estaba tan agitada que me puse a hacer
zapping
un rato: me daban demasiado miedo los requisitos que se me exigirían. En uno de los canales vi una horterada de Florian Silbereisen, y aún me dio más miedo. Así pues, apagué el televisor y leí las palabras de Jesús. El sermón era una especie de «lo mejor de sus enseñanzas», entre las que se incluía la preciosa parábola de los pájaros y las inquietudes que me explicó en nuestra primera cita (daba la impresión de que hacía una eternidad). Dividí sus enseñanzas en las siguientes categorías: 1. puedo aplicarlas sin problema; 2. no será fácil aplicarlas; 3. será difícil; 4. será rematadamente difícil; 5. ¡ay, madre!

Las categorías 1 y 2 quedaron bastante vacías. Podía cumplir sin problema la exigencia de no hacer juramentos. Lo de guardarse de los falsos profetas también me pareció factible y, naturalmente, yo no arrojaba mis perlas a los cerdos, aunque deduje que de nuevo se trataba de una parábola que no acababa de entender.

Más difícil resultaba lo de vivir sin inquietudes por la comida y el dinero. Yo era endiabladamente buena en crearme preocupaciones; si eso hubiera sido una disciplina olímpica, seguramente me habría llevado la medalla de plata, superada sólo muy de cerca por Woody Allen. Tampoco había que acumular tesoros y, por desgracia, no se hacían excepciones con créditos, iPods o cedés de Norah Jones. Pero todo eso no era nada comparado con lo que Jesús te exigía en el terreno interpersonal: si alguien te había hecho algo malo, tenías que darle más cosas. O, como Jesús lo expresaba: «al que quiera litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también el manto». Seguro que ese precepto encontraría mucha aceptación en las delegaciones de Hacienda.

Sin embargo, dudé de que yo pudiera ser tan generosa. Y lo de poner la otra mejilla tampoco era para mí: no me iba el masoquismo. Igual de problemático era el tema de «No juzguéis y no seréis juzgados». Eso mismo me había echado en cara Swetlana y yo tenía ganas de ajusticiarla. La parábola de Jesús («¿Cómo osas decirle a tu hermano: “Deja que te quite la paja del ojo, teniendo una viga en el tuyo”?») no me sirvió de mucho. Aunque sabía que en la viga de mi ojo aparecía grabada la palabra «Sven», o sea, que yo era tan culpable como Swetlana, estaba demasiado furiosa con ella.

Finalmente, en la categoría «¡ay, madre!» entraba la exigencia de Jesús de amar sinceramente a tus enemigos. Aparte de Swetlana, yo no tenía enemigos. ¿Cómo iba a amar yo a esa mujer? ¿Sinceramente? ¿No hipócritamente? ¿Dependía el destino del mundo de que lo consiguiera?

En aquel momento sonó el móvil; era Michi, que estaba nerviosísimo y quería saber de una vez la fecha exacta del fin del mundo. Cuando se lo expliqué, se alteró aún más y, cuando le conté lo que había acordado con Jesús y que algunas cosas seguramente dependían de que yo lograra querer a Swetlana antes del día siguiente, se limitó a gemir:

—Estamos perdidos… —Tragó saliva y luego afirmó—:… y Franko Potente morirá virgen.

—Lo siento por Franko —lo compadecí.

—Yo, todavía más —suspiró Michi.

Por solidaridad, yo suspiré con él. Eso lo animó y empezó a hacer insinuaciones.

—¿Tú crees…?

—¿Qué?

—Bueno… —dudó un poco antes de decir quedamente—:… tú y Franko podríais…

—¡NO!

—Vale —se apresuró a contestar.

Casi me supo mal haberlo rechazado tan bruscamente. Pero no estaba enamorada de él, y el sexo sin amor solía depararme tanto regocijo como depilarme las piernas.

—Entonces… entonces, por mi viejo y buen amigo Franko, espero que consigas convencer a Jesús —murmuró Michi, y colgó.

Solté un hondo suspiro y retomé la lectura del sermón de la montaña. ¡No podía ser que Jesús hubiera establecido un montón de instrucciones sin indicar cómo podía aplicarlas el común de los mortales!

Ojeé un poco y, en Mateo, 7: 12, debajo del epígrafe «La ley de la caridad», vi lo siguiente: «Cuanto quisiereis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselo vosotros a ellos».

Bien, eso era de cajón y recordaba un poco los carteles de los aseos públicos: «Por favor, deje el lavabo como le gustaría encontrarlo». Siempre que leía un cartel de ésos, pensaba irritada: «¿Acaso soy decoradora?».

Pero, ahora, que por primera vez en mi vida reflexionaba de verdad en las palabras de Jesús, llegué a una conclusión: ¡quizás ése era precisamente el camino! Si era amable con Swetlana, a lo mejor ella también sería amable conmigo y cambiaría. Y entonces podría quererla sinceramente. Vale, no era un escenario demasiado realista, pero estaba permitido soñar, ¿no?

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