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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (20 page)

BOOK: Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española
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Me estoy refiriendo concretamente al no demasiado conocido por los españoles extraño viaje de Juan Carlos, ya jefe del Estado en funciones, a la capital del Sahara Español (El Aaium), justo al día siguiente de asumir el cargo y sin encomendarse a nadie ni a nada; para, según él y su pequeño séquito, «levantar la moral» de las tropas españolas de guarnición en aquél territorio.

Que enfrentaban, es cierto, una preocupante situación estratégica, táctica, logística, política y de todo orden al venírseles encima la maquiavélica «invasión pacífica» diseñada por Hassan II de Marruecos.

Los hechos, para los que no los conozcan, se sucedieron así: En la mañana del 1° de noviembre, durante el despacho de Juan Carlos con sus más inmediatos colaboradores militares, alguien plantea la difícil situación política y militar que se vive en el Sahara y al príncipe, revestido ya, como acabamos de decir, con la púrpura suprema del Estado, se le ocurre la peregrina idea (enseguida asumida con vehemencia por casi todo su equipo, con la excepción de Mondéjar) de presentarse por sorpresa en El Aaium para saludar a las tropas españolas destacadas allí y elevar su moral. Alfonso Armada contacta enseguida con el presidente Arias que, impactado como está por las últimas noticias sobre el caudillo, no se entera de nada y opta por presentarse en La Zarzuela acompañado del ministro del Ejército (Coloma) y del jefe del Alto Estado Mayor (Vallespín). A Arias Navarro, en principio, no le gusta para nada la idea y trata de disuadir al príncipe de que realice un viaje tan arriesgado y sin ninguna finalidad clara. En esta imposible misión es apoyado por el general Vallespín, pero no por el ministro del Ejército que se suma eufórico a la escapada sahariana. Hasta la princesa Sofía, que es llamada con urgencia al improvisado «cónclave», acaba poniéndose del lado de su esposo en la aventura sahariana.

Resulta evidente que a
Juanito
, tras la asunción interina de la jefatura del Estado, le había salido de pronto a la superficie la vena de general de guardarropía que llevaba dentro y que quería ir a ver a sus tropas en pie de guerra (en realidad, unos 6.000 legionarios, nómadas y soldados de reemplazo dotados con material escaso y anticuado, apenas nada para hacer frente a los 120.000 efectivos del Ejército marroquí) contra viento y marea. La decisión se toma allí mismo y el viaje se inicia al día siguiente, 2 de noviembre de 1975, utilizando dos aviones Mystère del Ejército del Aire que reciben escolta de algunos cazas con base en Morón (Sevilla) y Gando (Gran Canaria).

La improvisada legación llega pues por sorpresa a El Aaium y en el primer acto oficial, una parada castrense en el acuartelamiento del Tercio, el príncipe les espeta a los militares allí congregados que España no les va a abandonar y que cumplirá sus compromisos con los saharauis utilizando todos los medios necesarios, sin importar sacrificio alguno. No menciona expresamente la palabra «guerra» pero la cosa parece quedar muy clara para los miembros de las Fuerzas Armadas allí presentes: «España no claudicará ante el órdago de Hassan II y no permitirá la violación de su frontera norte por parte de la llamada “Marcha Verde” o las Fuerzas Armadas alauies.»

Juan Carlos, totalmente lego en estrategia, en táctica y en orgánica militar y seguramente arrastrado por el ambiente que, después de la mencionada recepción oficial, reina en el lujoso Casino de Oficiales de El Aaium (donde asiste a una larga y bien regada copa de vino español), se va de la lengua en todos los sentidos y les dice a los generales, jefes y oficiales allí reunidos que, como jefe supremo de las FAS, está con ellos, que pueden confiar en él y que en cuanto suene el primer tiro, él estará en primera línea al frente de las fuerzas.

La euforia que estas palabras (y la visita en general, que apenas dura unas diez horas) desata en las unidades saharianas en particular y en el Ejército español en general, en unos momentos especialmente dramáticos y de moral dubitativa, es enorme y traspasa las fronteras. Hassan II llama de inmediato al príncipe nada más aterrizar éste en Madrid y cínicamente le felicita por su valiente gesto, a la vez que amenaza al Gobierno español con la guerra total si uno sólo de sus súbditos es abatido por el Ejército español en el Sahara.

La situación se agrava por momentos y el presidente Arias, en privado, no se recata en echar toda la culpa al «niñato» Juan Carlos, que ha metido la pata hasta el corvejón en su aventura viajera de gobernante bisoño. En el Ejército español, por el contrario (el que esto escribe es, en aquellos momentos, jefe de operaciones en el Estado Mayor de una Brigada de Intervención Inmediata) la excursión dominguera de su general en jefe eleva hasta la estratosfera la moral imperial y el deseo de lucha de unos profesionales alicaídos, mal pagados, mal equipados, dotados del mismo material anticuado con el que acabaron la Guerra Civil (a excepción de unos pocos carros de combate y camiones cedidos en 1953 por el Ejército americano y que no podrían usar en una hipotética contienda con Marruecos), pero que ven en el joven heredero del dictador la reencarnación de su invencible caudillo. Se empieza a hablar con apasionamiento en los cuarteles de ir a la guerra, de darle una lección al moro, de defender con uñas y dientes, hasta la muerte si es preciso, el desértico territorio que Franco elevó en su día a la categoría de provincia española.

La mayoría no saben, excepto los que prestamos servicio en Secciones de Inteligencia o Estados Mayores, que el Ejército español, en su conjunto, no dispone de munición para poder aguantar más de un día de combate en el Sahara y que apenas tiene barcos y aviones para abastecer a las tropas que allí están, y no digamos ya para las que habría que transportar con toda urgencia desde la península en caso de guerra total con nuestro vecino del sur.

El hechizo castrense, el subidón de moralina del Ejército de Franco, se vendrá abajo con estrépito escasos días después de la visita de Juan Carlos, cuando el Gobierno Arias, atrapado entre la agonía del dictador, las amenazas marroquíes y los apresurados informes del Alto Estado Mayor, desaconsejando totalmente la guerra con Hassan II, aún a costa de abandonar vergonzantemente la totalidad del territorio en litigio, envía presuroso a Rabat al ex ministro secretario general del Movimiento José Solís Ruiz (llamado «la sonrisa del Régimen») para pedir árnica y solicitar una urgente conferencia bilateral con el reino alauí, a celebrar en Madrid y con un único punto en el orden del día: la paralización de la Marcha Verde y el futuro del Sahara Español. Conferencia que se celebrará escasos días después y que finalizará con el famoso Pacto de Madrid, en virtud del cual España entregará, sin contrapartida alguna, a excepción de una paz vergonzante, toda la parte norte del vasto territorio que controla (el más rico, con las minas de fosfatos a cielo abierto más importantes del mundo) a Marruecos; cediendo la parte sur (la más pobre y despoblada) a Mauritania; país este último que, ante la imposibilidad material de controlar la parte recibida, acabará renunciando a ella en beneficio de su ambicioso vecino del norte.

La estupefacción que semejante Pacto (realizado con nocturnidad y alevosía) produce en el Ejército español, que había empezado ya a movilizar a sus mejores unidades operativas, las denominadas de «intervención inmediata», con vistas a la guerra total con Marruecos, es de antología. Se culpa de inmediato al Gobierno de entreguismo y traición, pero también de estúpido, frívolo, indocumentado y figurón a su nuevo comandante en jefe, el príncipe de España, Juan Carlos, quien, según el clamor de las salas de banderas, ha cedido a las presiones de los políticos y ha abandonado a las tropas destacadas en el Sahara. Mal empieza, desde luego, su andadura como jefe Supremo de las Fuerzas Armadas el general Borbón, heredero de Franco y jefe del Estado en funciones ante la reacción del Gobierno de su odiado Arias. El Pacto que éste se ha sacado de la manga, para contrarrestar las amenazas de guerra de Hassan II, y la crítica acerba de los militares, provoca que
Juanito
desaparezca de la escena política durante varios días sin decir esta boca es mía. Jamás le perdonará ya el Ejército (todavía franquista hasta la médula) el ridículo sufrido ante el sátrapa alauí y el humillante abandono de 300.000 kilómetros cuadrados de suelo patrio ante una nación, como la marroquí, que ya nos había tendido a los españoles en el pasado emboscadas políticas y militares sin cuento, siempre saldadas en su absoluto beneficio.

Pero dejemos, por el momento, la primera y estrafalaria aventura castrense del príncipe Juan Carlos, que despertará, como acabamos de ver, abundantes rechazos en las FAS y enturbiará aún más su relación futura con muchos generales franquistas (a pesar del testamento del dictador), y sigamos con los últimos momentos del moribundo caudillo. El día 3 de noviembre de 1975, Franco es operado de urgencia en un antiguo botiquín del complejo de El Pardo adonde es llevado en circunstancias lamentables ante la oposición de su yerno, el marqués de Villaverde, a trasladarlo al hospital La Paz de Madrid. Y escasos días después, el 7 de noviembre, es operado de nuevo a vida o muerte en ese centro sanitario e ingresado en la UVI, de donde ya no saldrá con vida. Muere el 15 de noviembre, a las diez de la noche, aunque la noticia de su desaparición se dará, por razones obvias, bastantes horas después.

Con el cadáver de Franco todavía caliente y expuesto a la veneración popular en un inmenso salón del Palacio Real de Madrid, el 22 de noviembre de 1975 será proclamado rey de España (de la España todavía franquista) el entonces príncipe y general de Brigada del Ejército español Juan Carlos de Borbón y Borbón. La llamada por el autócrata «instauración monárquica» se llevará a cabo, pues, como él mismo había diseñado y como el heredero había perseguido contra viento y marea. Se llevó a cabo en el hemiciclo del Palacio del Congreso de los Diputados, en la Carrera de San Jerónimo de la capital de España, soberbiamente engalanado para la ocasión, con la presencia del Gobierno en pleno, todos los procuradores y senadores franquistas y con abundantes invitados de postín (entre ellos la propia hija de Franco, la duquesa de Villaverde) se celebra la imponente ceremonia de juramento del nuevo rey ante el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Agustín Rodríguez de Valcárcel:

Juro por Dios y sobre los Santos Evangelios, cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los Principios que informan el Movimiento Nacional.

Es un nuevo y solemne compromiso del asustado y nervioso príncipe ante todos los españoles que será contestado a grito pelado, en una sobreactuación manifiesta, por el presidente de las Cortes:

Si así lo hacéis que Dios os lo premie y si no, que os lo demande.

Las palabras del falangista Valcárcel resuenan como un trallazo en los oídos de los cientos de procuradores presentes en la ceremonia, pero también, al hilo de lo acontecido después, en los del joven general que impecablemente vestido de uniforme de gala acaba de jurar en falso. ¡Que Dios os lo demande! Treinta y dos años después todavía debe andar por ahí el Sumo Hacedor buscando la forma y manera de hacer pagar al desahogado príncipe (hoy ya envejecido y caduco rey de España) aquel alevoso perjurio del 22 de noviembre de 1975 que, por otra parte, muchos demócratas españoles debemos valorar en su justa medida ya que gracias a él recibimos el inconmensurable regalo de algunas libertades y derechos (casi todos parciales) por parte de su nueva y graciosa Majestad borbónica.

Y es que el pueblo español, que después de casi 40 años de feroz dictadura militar veía por fin la posibilidad de disfrutar de alguna de las mieles democráticas, tan abundantes en los países de su entorno europeo, enseguida le quitaría importancia a ese pequeño e intrascendente pasaje de la ceremonia de la proclamación en el que el nuevo mandamás con corona, ante un falangista de postín, se permitió tomar a chacota al mismo Dios, a sus Santos Evangelios, a los cientos de circunspectos procuradores y senadores franquistas presentes en el acto, a todos los ciudadanos españoles que veían el evento a través de la televisión, y hasta… a la madre que parió al otrora jefe de centuria, Rodríguez de Valcárcel. Le han perdonado tamaño desliz en beneficio de la convivencia pacífica entre españoles (históricamente bastante difícil de conseguir y todavía mucho más de mantener), la democracia en general, y la llamada «modélica transición española» en particular. Con lo que le ha debido resultar muy difícil hasta el momento al buen Dios pedirle las oportunas responsabilidades personales al «todoterreno»
Juanito
, en relación con lo jurado antes de ceñirse la corona de sus antepasados. Quizá se las pida en el más allá, cuando muera, pero tampoco es seguro que esto ocurra.

Por todo ello creo que si los historiadores amantes de la verdad y sin pelos en la lengua, no le pedimos con nuestros escritos estas responsabilidades y otras muchas (son incontables las pifias políticas, sociales, personales, familiares… cometidas en su ya largo reinado por este último Borbón de la nefasta saga del débil Carlos IV, el felón Fernando VII, la libertina Isabel II o el «rompebragas» Alfonso XIII… que llevaron a este país a la miseria, el analfabetismo, el atraso y el enfrentamiento por los siglos de los siglos) se nos va a ir éste también al pudridero de El Escorial de rositas, indemne, exultante, provocador, crecido… dispuesto a ocupar en los libros de texto el digno puesto que algunas personas de buena fe en este país creen, en su ingenuidad, que le corresponde.

Y por ahí, algunos no estamos dispuesto a pasar. Lo que ocurrió en España a lo largo de los últimos treinta años en relación con el reinado de Juan Carlos I se va a saber con pelos y señales.

Porque todo lo que se hace desde el poder (y más si es un poder no democrático, no elegido por el pueblo, como es el caso) antes o después, se sabe. Y en este caso, aunque parezca increíble, lo vamos a saber con la ayuda de las propias Fuerzas Armadas, pues tanto en la dictadura de Franco como en la pequeña y artera «dictablanda» de su sucesor, han sido precisamente los servicios secretos militares los que, ejerciendo la noble misión de notarios de la Historia, han guardado bajo siete llaves los hechos más oscuros y las traiciones más deleznables correspondientes a tan singular «salvador de la patria», así como sus más recónditas debilidades personales.

***

Enterrado el día 23 de noviembre de 1975 el cadáver de Franco en el Valle de los Caídos, la faraónica obra mortuoria de su Régimen, y celebrada cuatro días después la solemne ceremonia religiosa de su coronación en la iglesia de los jerónimos de Madrid, comienza el largo reinado de Juan Carlos I, una época harto engañosa y equívoca de la historia de España en la que conceptos tan nobles, bellos y asumibles como transición política, democracia, libertad, Constitución, soberanía del pueblo, prosperidad económica, solidaridad social… taparan otros tan absolutamente rechazables como corrupción generalizada, nepotismo, oligarquía política, censura mediática, pelotazos financieros, terrorismo de Estado y envilecimiento general de las instituciones más representativas. Es lo que ha llevado a este país, a pesar del indiscutible salto en su riqueza (propiciado en gran parte, no conviene olvidarlo, por su entrada en la Comunidad Europea y la consiguiente ayuda de la misma en fondos de cohesión y desarrollo) a la preocupante situación que ahora padece, a fínales de la primera década del siglo XXI, con una fuerte crisis en su entramado político, social e institucional, agotamiento del consenso tan trabajosamente conseguido en la transición, malos augurios en el terreno económico e impotencia de los poderes públicos para resolver el gravísimo problema del terrorismo.

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