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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (24 page)

BOOK: Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española
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-Así lo haré, majestad, por el bien de España -responde el veterano militar.

Esta conversación telefónica secreta entre el rey Juan Carlos y el general Milans (revelada verbalmente al autor de este libro por el propio general Milans, en abril de 1990, cuando cumplía condena en la prisión militar de Alcalá de Henares a cuenta de los sucesos del 23-F) actuará como un bálsamo sobre la gravísima crisis militar desatada en el país cuatro días antes con motivo de la sorpresiva legalización por parte del Gobierno de Adolfo Suárez del Partido Comunista de España; pero no la desactivará por completo, ya que algunos de sus flecos colearán todavía algunas jornadas más.

El jueves 14 de abril transcurre sin novedad importante digna de mención, aunque con el mismo clima de incertidumbre y desasosiego de jornadas anteriores. La nota del Consejo Superior del Ejército ha transcendido íntegra a la opinión pública y a los medios de comunicación. El Gobierno acusa un fuerte impacto, pero reacciona rápido. Gutiérrez Mellado, con autoridad y firmeza, llama al orden al ministro Álvarez-Arenas (milagrosamente restablecido de su repentina enfermedad) y al jefe del Estado Mayor del Ejército, general Vega Rodríguez. El panfleto involucionista es desautorizado; se retiran los ejemplares que circulan por el Ministerio del Ejército y se anulan los envíos previstos a las regiones militares, vía cadena de mando, aunque por caminos extraoficiales llegarán cientos de copias. Nadie parece saber de dónde ha salido el maldito escrito; el ministro niega haberlo firmado; el general Vega dice que él no ordenó su redacción. Se buscan responsables. El general Álvarez Zalba y sus dos colaboradores, tenientes coroneles Quintero (famoso después por su conocido informe sobre el golpe de Estado turco del 12 de septiembre de 1980, que inspirará aquí peligrosas aventuras involucionistas) y Ponce de León son fulminantemente cesados y trasladados a otros destinos.

La rápida contraofensiva de Suárez y de su fiel vicepresidente para Asuntos de la Defensa, Manuel Gutiérrez Mellado, tiene éxito. Los capitanes generales pillados en «fuera de juego» (en principio, la nota del Consejo Superior fue redactada exclusivamente para uso interno), miran para otro lado. La falta de un líder de confianza les paraliza por completo. La inoperancia del ministro y del jefe del Estado Mayor les desconcierta. A media tarde lo peor parece haber pasado y el plante militar se desinfla como un globo. Subsiste todavía el malestar en las unidades operativas de Madrid, pero por lo que respecta al Ministerio, Estado Mayor y capitanías generales, el movimiento de reacción ante la medida tomada por el Gobierno se ha detenido en seco.

El peligro, sin embargo, no ha remitido del todo, aunque si se produce alguna acción violenta por parte de alguna unidad operativa ya no tendrá el respaldo explícito de la cúpula militar, de los «príncipes de la milicia», que han optado por esperar mejor ocasión. Continúan, no obstante, las presiones sobre Milans del Bosch para que actúe sin contemplaciones. Pero con la secreta recomendación de que «no se mueva», realizada el día anterior por el rey Juan Carlos, es ya muy poco probable que lo haga y que uno solo de los doscientos carros de combate que manda (y que llevan bastantes días con sus motores casi al rojo vivo) inicie su siniestra cabalgada hacia los centros neurálgicos de la capital de España.

Esa noche, la del 14 al 15 de abril de 1977, llegará por fin la calma y la serenidad a un país preocupado y expectante, pero también al pequeño grupo de militares demócratas que en el ojo del huracán castrense llevamos más de cien horas trabajando en el Estado Mayor del Ejército (desde el Sábado Santo, 9 de abril) peleando con el destino, tratando de que éste abandone la senda del despropósito, de la fuerza bruta y la involución política y se introduzca decidido en el esperanzado camino de la tolerancia y la libertad. Desde nuestros modestos puestos de asesores, de planificadores, de auxiliares de los más poderosos generales del EME, hemos hecho todo lo posible para que fuera así. Hemos tratado de reducir la tensión inicial existente en ese supremo centro de poder militar, exponiendo con toda crudeza a nuestros superiores jerárquicos que cualquier intervención del Ejército en esos momentos, fuera de la legalidad vigente o contra ella, nos podría introducir otra vez a los españoles en el túnel del tiempo de una nueva dictadura sin salida y tal vez en el camino sin retorno de una nueva guerra civil. Hemos recalcado con ahínco que las circunstancias socio-políticas del país no eran ni siquiera parecidas a las de 1936: no había fascismos en los países mas importantes de Europa que pudieran apoyar un nuevo salto en el vacío del Ejército español. Es más, en el Viejo Continente se caminaba, sin prisas, pero sin pausas, hacia una unión continental bajo los parámetros indiscutibles de la democracia política…

Seguramente, nuestro modesto trabajo no había sido determinante para el final feliz del dramático pulso Fuerzas Armadas-Gobierno que acababa de terminar, pero algo habría contribuido a ello. Echando mano una vez más del consabido tópico castrense, no nos cabía la menor duda a ninguno de nosotros de que habíamos cumplido con nuestro deber.

La tragedia no llegó a estallar, como todos los españoles sabemos, ni en el famoso Sábado Santo «rojo» de aquel azaroso 1977, ni en los terribles días que le sucedieron. No obstante, seguiría larvada en el difícil camino de la transición política española. Los generales franquistas no se atrevieron a dar el paso al frente en esta ocasión, pero no por ello arriaron sus nostálgicas banderas ni enfundaron sus viejas espadas. Simplemente decidieron esperar mejor ocasión o tomarse tiempo para templar sus indecisos espíritus de cara a un nuevo pulso al Estado. De todas formas, Adolfo Suárez había sido ya sentenciado para siempre, pues se había convertido, con su «traición», en el enemigo número uno del Ejército español. Había despreciado valores tan caros a sus miembros como la unidad de la patria, el honor, la Bandera o el respeto a la palabra dada…

Había lanzado una terrible afrenta a aquellos que ganaron una sangrienta «cruzada» contra el comunismo internacional. Su suerte, evidentemente, estaba echada. Se salvará del peligro esta vez y hasta conseguirá abundantes éxitos políticos en el futuro en su lucha por convertir España en una democracia real y avanzada, pero un todavía lejano día de enero de 1981, abandonado políticamente por todos, incluso por el rey, que ofrecerá en bandeja su cabeza política ante el temor de un golpe de Estado, caerá abatido por los que ahora le amenazan en la sombra.

***

Después de leer todo lo que acabo de exponer en relación con la traumática legalización del Partido Comunista de España en abril de 1977, y en especial sobre la mediación del rey ante el general Milans del Bosch, a buen seguro que cualquier ciudadano español se mostraría tajante si se le preguntara en relación con esa actuación
in extremis
del jefe del Estado: «¡Muy bien! ¡
Chapeau
por el rey, que salvó a los españoles de lo que pudo ser un nuevo golpe militar! ¡Gloria al monarca que, a pesar de los militares franquistas, trajo la democracia a este país!»

Sin embargo, me van a permitir, tanto este ciudadano elegido al azar como el resto de los lectores, que como historiador militar estudioso del tema analice someramente la actuación del rey Juan Carlos en este peligroso evento del Sábado Santo «rojo» de 1977; aún a costa de rebajar sustancialmente la admiración que tal proceder pudo (e, incluso, puede) despertar en muchos de sus súbditos de buena fe. Los hechos históricos en general, y los militares en particular, nunca son sencillos de valorar e interpretar porque concurren en ellos (como por otra parte en otros avatares de la vida personal o colectiva) bastantes circunstancias objetivas susceptibles de ser estudiadas y tenidas en cuenta por los expertos; pero también hay una serie de decisiones personales e intereses particulares que muchas veces los desvirtúan y degradan. Y algo de esto último fue sin duda lo que ocurrió en el caso concreto de la legalización de los comunistas españoles de cara a que pudieran presentarse en las elecciones generales del 15 de junio de ese mismo año de 1977.

Veamos: El martes de Pascua, 12 de abril de 1977, se produce y se difunde una nota institucional del Consejo Superior del Ejército (máximo órgano de mando de esa Institución) claramente intervencionista, por no decir golpista, en contra de una decisión soberana del Gobierno legítimo de la nación. Ante esa clara acción subversiva del Ejército el rey Juan Carlos, como jefe Supremo de las Fuerzas Armadas y en aquellas fechas con todos los poderes del Estado en sus manos, debió actuar de inmediato contra los componentes del citado Consejo reuniendo de urgencia a la JUJEM (Junta de Jefes de Estado Mayor), al presidente del Gobierno, al vicepresidente para Asuntos de la Defensa y a los ministros competentes, es decir, a la junta de Defensa Nacional, al objeto de tomar las medidas disciplinarias necesarias y urgentes que restablecieran la autoridad gubernamental.

En lugar de esta actuación real, que hubiera sido valiente, acertada y acorde con los reglamentos militares, el rey, seguramente por bisoñez, miedo o indecisión, calla, otorga, deja hacer a los generales franquistas, y sólo actúa (el miércoles de Pascua, por la mañana) cuando la situación está a punto de írsele de las manos y el general Milans del Bosch presto a sacar sus tanques a la calle. Y además actúa, como a partir de entonces veremos muchas veces en el futuro, subterráneamente, entre bastidores, en plan amiguete, pidiéndole por favor a su subordinado y amigo que no haga nada («Jaime, no te muevas») fuera de los canales de mando reglamentarios, que deseche cualquier tentación golpista en plan de favor personal, y deje al Gobierno cumplir con su deber.

En esta ocasión, la mediación secreta y el peloteo con sus generales monárquicos le saldría bien a Juan Carlos I y la sangre (de civiles, por supuesto) no llegaría al río, pero esto no quiere decir (aquí habría que meter de nuevo el manido tópico ese de que el fin y los medios) que la actuación del monarca español fuera la correcta, la conveniente y, mucho menos aún, la sensata en una situación tan grave como aquella que vivimos.

Sin paños calientes, Juan Carlos I tendría que haber actuado por derecho, con arreglo a las leyes militares y civiles, haciendo valer su suprema autoridad sobre los generales franquistas en apoyo del Gobierno legítimo de la nación. Y lo más grave de todo esto es que, como veremos más adelante a lo largo del presente trabajo, el monarca, visto lo bien que le salió su mediación personal encubierta ante el general Milans en este caso de la legalización del PCE, tomaría ya esta actitud como norma de trabajo para el futuro, acostumbrándose a ejercer (con los militares, pero también con los políticos de cualquier signo) como un poder subterráneo, errático, en la sombra, superior a todos los demás, por encima de las leyes, y siempre atento exclusivamente a sus intereses personales y familiares; actuando como un dictador en la sombra, vamos. Es lo que de verdad ha sido durante los treinta años largos de su reinado, dejando al margen o pasando por encima de sus escasas prerrogativas constitucionales. Como en febrero de 1981, cuando autorizó a sus fieles generales monárquicos (entre los que nuevamente se encontraba el inevitable Milans) a planificar una enrevesada maniobra político-militar que salvara su corona (y su cabeza) de las iras de los rencorosos militares franquistas que, tachándolo de traidor a Franco, preparaban un golpe de Estado de los de verdad para echarlo abruptamente del trono.

Así que de
chapeau
y loas al rey «salvador de la democracia» las justas, señores, por no decir ninguna. Los españoles hemos tenido todos estos años en la cúspide del Estado lo que nos hemos merecido, lo que nos dieron y no nos atrevimos a rechazar porque las circunstancias socio-políticas tras la muerte del dictador eran muy difíciles y todo el mundo quería libertad y derechos civiles; y, además, los partidos políticos hasta entonces en la clandestinidad ansiaban, digámoslo con toda crudeza, «tocar poder». Pero de eso a aplaudir permanentemente con las orejas porque Dios (más bien Franco) ha tenido a bien regalamos un rey maravilloso que nos ha traído la libertad y la democracia y ha impedido que nos peleemos nuevamente entre nosotros, hay un enorme trecho.

Este hombre, Juan Carlos de Borbón, el sucesor de Franco a título de rey, impulsó una transición política consensuada con determinados jerarcas del anterior Régimen y vigilada en todo momento por el nostálgico Ejército franquista (con el que negoció y trapicheo continuamente), cediendo generosamente una parcela de libertad a sus nuevos súbditos y tejiendo una democracia meramente formal y blindada ante cualquier aventura verdaderamente democrática, porque convenía a sus intereses, a su corona, a la pervivencia de una institución monárquica sin imperio colonial donde recuperar sus «glorias» pasadas, trasnochada, extemporánea, ridícula, ilegítima y que muy pocas personas querían a excepción del dictador que la «instauró» porque sencillamente le salió de la entrepierna.

El primogénito del conde de Barcelona lo hizo no dudando en cometer abundantes tropelías personales, políticas y familiares para lograr esos fines y, de paso, su completa inmunidad constitucional. La cosa parece que le ha funcionado bien hasta el presente, pero que no se confíe y se relaje en demasía con la apasionante tarea de cazar osos borrachos en la Rusia del antiguo espía Putin. No hace falta nada más que darse una vuelta por cualquiera de las numerosas manifestaciones políticas y sociales que los partidos con representación parlamentaria convocan casi a diario en Madrid para que cualquier observador imparcial se dé cuenta de que algo está cambiando a toda prisa en este país, así como que cada vez son menos los ciudadanos que están dispuestos a seguir creyendo en el cambalache político montado por los dirigentes franquistas en los años '70 y, por supuesto, en la llamada modélica transición puesta en marcha después por sus sucesores.

***

Y sigamos con el recordatorio histórico de los momentos más difíciles de los primeros años del reinado de Juan Carlos I y de la peculiar forma que eligió éste para neutralizarlos. Si peligroso fue el devenir de los acontecimientos castrenses en la muy tensa Semana Santa de 1977 de cara a la salud del delicado proceso de democratización de la vida política española emprendido en noviembre de 1975, tras la muerte de Franco, no menos inquietante iba a resultar, sólo dos meses después, la histórica jornada en la que por primera vez en varias décadas iban a celebrarse en nuestro país unas elecciones democráticas. Porque a lo largo de aquella trascendental jornada electoral (más bien de la larga noche que la siguió) la transición española vivió uno de sus peores momentos, uno de sus más preocupantes puntos de inflexión o «no retorno», unas horas realmente cruciales en su «ser o no ser» por culpa de los más poderosos «tribunos» del núcleo más duro del Ejército español que, sin autorización alguna del Gobierno legítimo de la nación, permanecieron horas y horas reunidos en «cónclave» secreto en la sede del Cuartel General del Ejército en Madrid, dispuestos a saltar con todas sus fuerzas y todos sus medios sobre la naciente libertad de los ciudadanos españoles si éstos, en el uso de su libre albedrío político, decidían que tenía que ser la izquierda de este país (socialistas y comunistas) los que debían gobernarles en el futuro inmediato.

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