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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (37 page)

BOOK: Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española
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Quinto.
La respuesta del monarca a la pretensión de Armada de acudir a palacio a darle explicaciones sobre el asunto Tejero es asimismo sorprendente, sobre todo en una primera lectura; aunque a poco que reflexionemos sobre ella resulta muy clarificadora. A esa hora de la tarde del 23 de febrero de 1981 (18:40) nada ha trascendido todavía al país sobre la presunta responsabilidad del antiguo secretario general de la Casa Real, marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de División, señor Armada y Comyn, en los hechos que contra la legalidad democrática han empezado a desarrollarse, primero en Madrid y luego en Valencia. El general Armada sigue siendo, en esos duros momentos, un hombre de plena confianza regia, que goza de un gran predicamento profesional y personal en amplios sectores políticos y militares. Además, ha sido trasladado por el monarca a Madrid (a la Segunda jefatura del Estado Mayor del Ejército) para, según determinados medios de comunicación y bastantes expertos y comentaristas militares, tenerlo cerca de él, el Borbón, en unos momentos especialmente delicados de la vida nacional, ya que es proverbial la amistad y la consideración entre ambos.

Entonces, si nada ha trascendido a la opinión pública a esa hora de la tarde del 23-F sobre presuntas responsabilidades de Armada en los hechos que empezaron a desarrollarse en el Congreso a las 18:23 horas y si, como siempre ha sido aceptado por la práctica totalidad de analistas e investigadores de ese funesto evento (La Zarzuela y el tribunal militar de Campamento, incluidos), el rey no sabía nada de las andanzas político-militares de su subordinado y amigo ¿por qué no lo recibe en palacio como lo había venido haciendo en las semanas y meses anteriores? No existía ninguna razón objetiva para no hacerlo, puesto que la figura de Armada seguía siendo, en aquellos momentos, de elevado nivel, de gran prestigio, de reconocida solvencia, de profunda lealtad a la Corona… y podía ser, además, de gran ayuda para su señor, el rey Juan Carlos, de cara a resolver el arduo problema nacional que se había suscitado con la entrada de Tejero en el Congreso de los Diputados y la posterior salida de los tanques de Milans en Valencia.

Sin embargo, el soberano no le autoriza a personarse en La Zarzuela y le cuelga
de facto
, con su negativa, el sambenito de persona
non grata
en palacio. Esta extraña decisión de don Juan Carlos de abandonar a su antiguo subordinado y amigo, con el que llevaba meses despachando casi a diario, y del que se decía (en casi todos los medios de comunicación y mentideros de Madrid) que era el elegido del monarca para ser presidente de un hipotético Gobierno de concentración/salvación nacional si las cosas seguían poniéndose feas en este país (la famosa «Solución Armada»), sólo puede comprenderse desde el conocimiento del monarca de la responsabilidad de Armada en los hechos que se estaban sucediendo en Madrid y Valencia, y también de su ferviente deseo de dejar a la Corona al abrigo de cualquier sospecha.

Pero es que, además, esta sorprendente reacción del rey Juan Carlos negándole el pan y la sal al, hasta entonces, fiel colaborador, presenta una segunda lectura tan interesante como la anterior. Si el monarca, como acabo de apuntar en el párrafo anterior, sí sabía de la responsabilidad del general en los hechos, la decisión de no recibirle y dejarle al margen de los acontecimientos (el rey se encierra con Sabino después de un episodio personal de desfonde, depresión y nerviosismo del que es testigo su propia esposa y sus allegados) no es precisamente brillante y apropiada para la pronta resolución de la crisis desatada por Tejero… si es que en La Zarzuela se quería en esos momentos que el secuestro del Gobierno de la nación y los señores diputados quedara resuelto cuanto antes, que esa es otra cuestión sobre la que volveremos enseguida.

Y digo que no fue ni brillante ni apropiada pues si el rey (como acabo de plantear) sabía de la autoridad de Armada sobre los golpistas, lo procedente para la pronta resolución de la crisis hubiera sido utilizar esa autoridad o liderazgo para, desde La Zarzuela, ordenar a Tejero a través de Armada, su inmediata salida del Congreso; orden que el teniente coronel de la Guardia Civil habría obedecido de inmediato si hubiera procedido de palacio. No se olvide que tanto los guardias civiles de Tejero como los soldados de la División Acorazada que ocuparon Prado del Rey, lo mismo que los tanquistas de Milans, iban dando vivas al rey, y sus oficiales, el propio Tejero (nada más llegar al Congreso, manifestó públicamente que él estaba a las órdenes del rey y del capitán general de Valencia) y el general Milans del Bosch dijeron desde el principio que estaban a las órdenes del monarca por el bien de España. La cosa se hubiera resuelto en cuestión de minutos si Juan Carlos hubiera llamado a Armada a La Zarzuela y le hubiera pedido que desde allí (bien directamente o a través de Milans, que era el jefe operativo) ordenara la salida de Tejero del Congreso y el regreso de los efectivos de la División Acorazada Brunete a sus cuarteles. Igual que hizo luego personalmente con el capitán general de Valencia, Milans del Bosch, para que retirara sus carros de combate y el decreto por el que asumía todos los poderes en la III Región Militar. Sin embargo, curiosamente, el Borbón nunca le pidió a Alfonso Armada que diera orden a su subordinado Tejero de abandonar la sede de la soberanía nacional, que tenía ocupada, dejando libres a los señores diputados y miembros del Gobierno que se encontraban en su interior. Cuestión de prioridades, sin duda.

Entonces, ¿por qué el rey ningunea a Armada y permite que el secuestro del Congreso se alargue innecesariamente y amenace con extenderse y pudrirse?

Pues lo hizo porque en La Zarzuela se trabajaba ya con otros parámetros. El peligro real para la Corona no estaba en los «golpistas» del Congreso, ni tampoco en los de Valencia, cuyos dirigentes obedecerían ciegamente (como así fue en el caso de la ciudad del Turia, cuando el soberano le dio la taxativa orden a Milans) cualquier indicación del rey. El auténtico peligro para la Corona y, por ende, para el sistema democrático español (pero este último en una segunda prioridad para el gabinete de crisis dirigido por Sabino Fernández Campo) lo representaba el golpe duro, a la turca, que, en fase de preparación desde septiembre de 1980, podía desencadenarse en cualquier momento. Me refiero al que siempre había sido, desde que los servicios secretos militares alertaron sobre el mismo a Armada y al rey, la razón última de tanta entrevista entre éstos, del lanzamiento de la «Solución» político-militar que llevaba el nombre del primero de ellos, de las «negociaciones» de su titular con Milans para atraerlo a la misma, del aparcamiento definitivo de la primera «Solución Armada» (la pacífica y pseudoconstitucional) debido a la negativa de los capitanes generales a aceptarla en su inicial planteamiento, y de la planificación y desencadenamiento de la segunda «Solución Armada» («Soluci6n Milans», más bien). Ésta contemplaba ya el asalto de Tejero al Congreso como un revulsivo nacional (con vacío de poder incluido) que propiciara el desmantelamiento traumático del golpe duro de mayo y la asunción de sus dos más altos dirigentes a la cúspide del Gobierno y de las Fuerzas Armadas.

A eso (a desmontar el golpe duro de los capitanes generales franquistas: Merry Gordon, Campano, De la Torre, Elícegui, Martínez Posse…) se dedicarían con prioridad absoluta el rey y su flamante gabinete de crisis, liderado por don Sabino. De ahí saldría ese espantoso vacío de poder constitucional de siete horas que puso al país al borde de un ataque de nervios. Lo del Congreso no es que no preocupara (repito que, si se hubiera querido, se podría haber resuelto en cuestión de minutos con una simple llamada del monarca, igual que ocurrió en Valencia) es que venía incluso muy bien a fin de crear las condiciones idóneas para resolver, de una vez por todas, el grave problema que de verdad amenazaba a la Corona y a la democracia: el golpe franquista en preparación que, todavía sin cerrar y con sus generales cogidos en falso, debía ser neutralizado aprovechando los poderes extraordinarios adquiridos por el monarca (inconstitucionales en principio) al permanecer secuestrados el Gobierno legítimo de la nación y todos los diputados.

En efecto, el rey, en esas dramáticas horas (desde las 18:23 hasta las 01:10) ejercerá de presidente
de facto
de un Gobierno inexistente de subsecretarios y secretarios de Estado, liderado en teoría por Francisco Laína, con todos los poderes en su mano. Sin decretar estado de excepción o de sitio alguno (decisión que debía haber recaído en el Gobierno, por muy provisional que fuera), don Juan Carlos, aprovechándose del secuestro del Gobierno constitucional de la nación que él podía haber resuelto de inmediato si hubiera querido a través de Armada o Milans, mueve todos los hilos del poder (JUJEM, servicios secretos, Gobierno provisional… etc.) para lograr, tras unas dramáticas negociaciones, lo que a él le interesa sobremanera: que los capitanes generales del golpe duro (prácticamente todas las autoridades regionales, el 80% del Ejército operativo) vuelvan al redil de la sumisión y la obediencia. Pero fue dirigido a su persona, ojo (Antonio, Ángel, Pedro… ¿estás conmigo?, será la angustiosa fórmula inicial en las llamadas del rey a los generales franquistas), no a la autoridad democrática del Gobierno legítimamente elegido por el pueblo soberano al que, en todo este sainete real le tocará hacer el triste papel de comparsa, de mudo, de humillado, de «secuestrado de piedra» en suma… a manos de unos hombres armados que, para evitar desde el principio cualquier duda sobre quién los mandaba (los dos generales más monárquicos del país) entraron en el sagrado recinto de la soberanía nacional dando sonoros vivas al rey… y a la patria en peligro.

No obstante, a don Juan Carlos la tarea no le resulta fácil. Algunos capitanes generales ni siquiera se ponen al teléfono. Otros retrasan horas y horas la conversación con el rey. Hablan entre ellos. Los más radicales (Baleares, La Coruña, Zaragoza) están dispuestos a sacar las tropas a la calle y decretar el Estado de Guerra. Pero la falta de preparación (el golpe estaba perfectamente planificado, aunque no se habían distribuido todavía las órdenes operativas y las logísticas), la sorpresa de lo de Tejero, la llamada de un rey investido de todos los poderes y con su persona crecida por los acontecimientos, y la indecisión de Milans que, captado por Armada para la causa del monarca, no se atreve a capitanear el nuevo golpe en preparación, precipita al aborto traumático del golpe de mayo.

Una vez que el rey, con la inestimable ayuda de Sabino, esté seguro del acatamiento de los capitanes generales, habrá llegado la hora de desactivar el simulacro, lo esperpéntico, el falso golpe del 23-F, la maniobra palaciega planificada por Armada para salvar la corona de su señor. Que luego, así es la vida, le acusará de traición igual que a Milans. Sabino, el nuevo valido real, a través del ayudante del rey, Muñoz Grandes, y del coronel Gómez de Salazar, negocia (más bien ordena) con Tejero su salida del Congreso a través del llamado «pacto del capó». El ardoroso teniente coronel de la Guardia Civil, que no había sido informado de casi nada y que ya había protagonizado un rifirrafe con un Armada fuera de juego, se pliega rápidamente a las exigencias de La Zarzuela. Ha actuado como el tonto útil del tinglado. Es evidente que Sabino Fernández Campo podía haber dado perfectamente esa orden de desalojo del Congreso de los Diputados a las siete o a las ocho de la tarde, pero a esas horas el gabinete de crisis y el rey Juan Carlos estaban muy ocupados realizando la tarea que de verdad les preocupaba; y para finalizar la cual con éxito no dudarían un solo instante en sacrificar a los dos generales mas monárquicos y fieles (e ingenuos, por supuesto) que nunca ha tenido ni tendrá a su servicio monarca alguno.

Sexto.
El rey tarda siete horas en hablar al pueblo español para descalificar y oponerse al «golpe» que acaba de estallar con el bananero asalto de Tejero al Congreso de los Diputados. Lo podía haber hecho en cuestión de minutos a través de la radio, mediante comunicación telefónica desde palacio. Sin embargo, no lo hace, pide unos equipos de grabación a las instalaciones de TVE en Prado del Rey (que los oficiales golpistas que las ocupan le envían sin ningún problema), y por el contrario, pierde horas y horas en preparar una comparecencia por la pequeña pantalla que, finalmente, es emitida sobre las 01:13 horas del 24 de febrero, cuando ya la crisis política e institucional del país ha sido por fin resuelta y los capitanes generales de las distintas regiones militares han prometido fidelidad al monarca. ¿Por qué Juan Carlos no se define públicamente sobre la intentona golpista hasta pasadas siete horas del comienzo de la misma? Ya han sido expuestas en el presente trabajo algunas razones que justificarían tamaño retraso, pero estoy seguro de que los ciudadanos de este país querrían oír algún día, de labios del propio rey, la principal, la suya, la que ha permanecido en la más absoluta de las oscuridades estos veinticinco años.

Séptimo.
Los presuntos golpistas del 23-F, como es norma en cualquier golpe de Estado que se precie, no ocuparon (ni intentaron ocupar) el palacio de La Zarzuela, sede oficial del jefe del Estado. No interrumpieron tampoco sus comunicaciones, dejando al monarca libre y perfectamente enlazado con todos los poderes del Estado. Incluso la relación telefónica de palacio con el Congreso de los Diputados, donde Tejero se había hecho fuerte, y el Ministerio del Interior, sede del Gobierno interino, fueron siempre fluidas y satisfactorias. Este anómalo proceder de los dirigentes de la intentona casa perfectamente con sus insistentes declaraciones públicas, durante y después del operativo, en el sentido de que el rey avalaba la misma por el bien de España. Y la lógica, en efecto, nos lleva en esa dirección (en la del respaldo regio; lo del «bien de España» ya es otra cuestión muy discutible), pues pensar otra cosa, a día de hoy, nos llevaría al absurdo de creer que los altos mandos militares que planificaron el 23-F (profesionales de Estado Mayor de tanto prestigio como Armada y Milans) eran tontos de capirote y se olvidaron de incomunicar al jefe del Estado, contra el que iban a actuar; medida ésta que jamás dejaría de tomar el más humilde e irreflexivo de los golpistas caribeños y africanos. O peor aún, que sin olvidarse para nada de semejante premisa golpista (que conocen todos, absolutamente todos, los cadetes de todos los Ejércitos del mundo), decidieron dejarlo libre para que así fuera capaz de oponerse mejor y luchar con más efectividad contra el golpe que ellos protagonizaban. Con lo que los inocentes golpistas fracasarían estrepitosamente y acabarían con sus huesos en la cárcel durante treinta años… Atípico golpe de Estado este del 23-F. Una charlotada «Made in Spain».

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