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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (33 page)

BOOK: Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española
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En febrero de 2001, al cumplirse los veinte años de la absurda maniobra de palacio que comentamos, publiqué un segundo libro (el cuarto en mi modesto
curriculum
como escritor e historiador) sobre este tema, con el sugestivo título de
23-F El golpe que nunca existió
. En él, obviamente, volvía a incidir sobre la trama institucional que planificó y puso en marcha el teóricamente «golpe involucionista de Tejero y los suyos», dando toda clase de detalles (después de más de tres lustros de investigaciones en el estamento militar que intervino en los hechos, incluida una inédita entrevista con el general Milans del Bosch celebrada en la prisión militar de Alcalá de Henares) sobre su planificación, coordinación y ejecución, así como sobre las razones que propiciaron su aparente fracaso. Esto último en realidad nunca fue tal, pues la maniobra inicialmente preparada, y que luego arruinaría en su ejecución el teniente coronel Tejero por su calamitosa entrada en el Congreso de los Diputados, conseguiría, no obstante, sus objetivos de desactivar el golpe duro de los capitanes generales franquistas y asentar la vacilante democracia española.

Este segundo libro sobre el 23-F, que obtuvo una gran repercusión mediática y profesional dentro de las Fuerzas Armadas, no tendría tampoco una respuesta política acorde con las graves denuncias que en él se vertían contra el entorno de La Zarzuela (con el rey Juan Carlos en el centro de todo) y contra la clase política democrática que había conspirado y colaborado con el apoderado del rey, el general Armada, para llevar a buen puerto la «Solución» que llevaba su nombre. Básicamente consistía en la formación en España de un Gobierno de concentración o unidad nacional en el que se integrarían políticos de los principales partidos del arco parlamentario (socialistas, comunistas y del sector crítico de la UCD) bajo la presidencia de un militar de prestigio y aceptado por todos: el propio general Armada.

El libro, publicado después de un largo peregrinar por despachos y editoriales, correría la misma suerte que el anterior, es decir, sería «asesinado» comercialmente por los poderes ocultos del sistema para evitar que pudiera emponzoñar la gran aureola de «salvador de la democracia» que el rey Juan Carlos supo crearse tras su tardía salida en televisión en la madrugada del 24 de febrero de 1981. En ella condenó el «golpe» que se había desatado la tarde anterior y le dijo al pueblo español que la Corona respaldaba el orden constitucional establecido; ello después de mas de siete horas de dudas y vacilaciones ante lo que podían hacer los generales golpistas de mayo después de la estrafalaria actuación de Tejero con sus guardias civiles. Orden constitucional que, curiosamente, la propia Corona había puesto en peligro con su chapucera maniobra de palacio tendente a conjurar cuanto antes el peligro franquista.

Inasequible al desaliento y firme en mi postura de historiador militar sin pelos en la lengua, el 23 de septiembre del año 2005 decidí dar un importante salto cualitativo en mis pretensiones de que todos los españoles acaben enterándose algún día de qué es lo que pasó realmente el 25 de febrero de 1981, enviándole al presidente del Congreso de los Diputados, señor Marín, con arreglo a cuanto dispone el artículo 77.1 de la Constitución Española (-«Las Cámaras pueden recibir peticiones individuales y colectivas, siempre por escrito…»), un exhaustivo Informe (40 páginas) en el que le presentaba mis últimas investigaciones sobre el mismo… y, además, 16 clarísimos indicios racionales de responsabilidad del rey Juan Carlos I. Pidiéndole, en consecuencia, la creación de una Comisión de Investigación parlamentaria que depurara de una vez, política e históricamente, esas presuntas responsabilidades del monarca.

Aunque, días después, llegó a mi conocimiento que el señor presidente del Congreso había dado traslado del Informe a todos los grupos parlamentarios de la Cámara (algunos de cuyos componentes se enterarían así por primera vez, totalmente alarmados, de cosas que no podían ni siquiera sospechar), la Cámara Baja de las Cortes españolas acabaría mirando para otro lado, dando la callada por respuesta como era de esperar…

Y en esas estamos. Este demoledor Informe sobre «la intentona golpista del 23-F», en el que se demuestra (hasta donde se puede hacer objetivamente, pues nunca nadie hallará, obviamente, un documento oficial con el membrete de La Zarzuela en el que se autorice al general Armada a planificar su famosa «Solución» político-militar de 1981) la grave responsabilidad del monarca español en los sucesos del 23-F, tenía que llegar contra viento y marea al gran público, a todos y cada uno de los ciudadanos españoles. Y aquí está. En las páginas que siguen (concretamente en este capítulo y los dos siguientes) va estar al alcance de todos los españoles y si es posible (esto de la globalización ayuda mucho) al de todos los ciudadanos del mundo que tengan interés por la reciente historia de España; que, por cierto, como podrá apreciar quien lea el presente libro, es mucho más jugosa e interesante de lo que dicen los despachos oficiales.

En primer lugar, y en este mismo capítulo, voy a presentar la primera parte del trabajo, la que hace referencia a cómo se fraguó, planificó, preparó, coordinó y finalmente ejecutó el famoso 23-F. Lo haré de una manera sucinta y clara. Y en los capítulos siguientes expondré las razones que niegan el carácter de golpe involucionista que desde siempre se le ha querido dar, apostando claramente por la de una subterránea y chapucera maniobra institucional de corte palaciego/borbónico. Presentando, además, con todo lujo de detalles, los 16 (hay todavía muchos más) indicios racionales que prueban esta tesis, así como la suprema responsabilidad del rey Juan Carlos I en su planificación y posterior ejecución. Vamos pues a ello.

«23-F». Resumen sucinto de los hechos

En los primeros días del otoño de 1980, dada la precaria situación política, económica y social del país y el malestar institucional en el que se debatía el Ejército debido al terrorismo etarra, y a la puesta en marcha del Estado de las autonomías, se encontraban en periodo de gestación en España tres golpes militares: el golpe duro o «a la turca», patrocinado por un grupo muy numeroso de generales franquistas de la cúpula militar con mando de Capitanía General (conocido indebidamente como «el de los coroneles» por los servicios de Inteligencia militar por mimetismo profesional en relación con procesos similares en Turquía y Grecia) y por lo tanto, con un gran poder operativo dentro del conjunto de las FAS, que apuntaba directamente contra el titular de la Corona (tachado de «traidor» al generalísimo Franco por sus máximos dirigentes) y, por supuesto, contra el sistema político recién instaurado en España; un segundo movimiento involucionista era el de corte «primorriverista», personalizado por el capitán general de Valencia, teniente general Milans del Bosch, que aspiraba a instaurar en nuestro país una dictadura militar pero respetando la institución monárquica; y el tercero, denominado de «los espontáneos» o «golpe primario» por los servicios secretos castrenses, apuntaba al teniente coronel Tejero y al comandante Ynestrillas como posibles cabezas rectoras de un nuevo intento, limitado sin duda en medios y alcance, de alterar la pacífica convivencia entre los españoles.

Estos movimientos subterráneos en el seno de las Fuerzas Armadas y la Guardia Civil eran conocidos y seguidos muy de cerca por la División de Inteligencia del Ejército y, sobre todo, por el CESID, que en noviembre de ese mismo año, 1980, redactaría un «Informe sobre las operaciones en marcha», del que tuvimos constancia, además del Gobierno y la jefatura del Estado, los altos mandos de las FAS y sus Estados Mayores.

De estos tres golpes de Estado en preparación el que mas peligro representaba, obviamente, era el primero, puesto que sus responsables ostentaban el mando del 80% del poder militar real y, además, aspiraban a dar un vuelco total a la situación política en nuestro país. El que esto escribe, a la sazón comandante-jefe de Estado Mayor de la Brigada DOT V con sede en Zaragoza, tuvo plena constancia de la existencia de este movimiento involucionista en tres reuniones de jefes de Cuerpo de la guarnición con el capitán general Elicegui Prieto, titular de la V Región Militar, celebradas en octubre, noviembre de 1980 y enero de 1981, y a lo largo de las cuales se planteó sin ambages la necesidad perentoria de que nuevamente el Ejército «enderezara» abruptamente el rumbo político de nuestra nación. De lo tratado en estos tres encuentros cursé inmediatamente la oportuna nota informativa al mando del Ejército a través del canal de Inteligencia de la Brigada.

Pues bien, en esas preocupantes fechas en las que se iniciaba en España uno de los otoños políticos mas convulsos de la historia de este país, La Zarzuela, que recibía periódicos y oportunos informes del CESID, de los servicios de Inteligencia de las FAS, de la cúpula militar (JUJEM) y, sobre todo, de personajes muy allegados a la Corona y de un monarquismo incuestionable, tal como los generales Armada y Milans, entre otros, fue alertada con pavor del ensordecedor «ruido de sables» que llegaba desde los cuarteles y urgida a tomar drásticas y pertinentes medidas que neutralizaran la peligrosa situación.

En respuesta a estos «consejos» de su entorno más íntimo, el rey Juan Carlos (según reconocerían el propio Armada y el general Milans del Bosch en conversaciones privadas durante su permanencia en la prisión militar de Alcalá de Henares, en unos momentos especialmente dramáticos para ambos) autorizó al antiguo secretario general de su Casa, marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de División del Ejército de Tierra, Alfonso Armada y Comyn, a consensuar lo mas rápidamente posible un hipotético Gobierno de concentración o unidad nacional presidido por el propio Armada (la inmediatamente aireada, por los medios de comunicación, «Solución Armada») con los dirigentes de los principales partidos del arco parlamentario español. Gabinete que debería ser instaurado, tras la ya asumida salida de la Presidencia del Gobierno de Adolfo Suárez, de un modo totalmente pacifico, respetando «lo máximo posible» las normas constitucionales, con un marcado carácter eventual y con una muy principal misión en su agenda: desmontar, desde la fachada de dureza y afán de cambio que sin duda podía irradiar un Ejecutivo presidido por un militar, el golpe involucionista que contra la monarquía y el sistema democrático preparaban los generales mas radicales del franquismo castrense.

El general Armada, apoderado del rey para esta singular reconducción política del país (solicitada por amplios sectores del mismo en aquellos momentos, todo hay que decirlo) obtendría muy pronto la aquiescencia, mas o menos interesada, de los principales partidos políticos nacionales para entrar a formar parte de un proyecto que, aunque de una legitimidad constitucional muy dudosa, podía ser aceptado como mal menor ante una situación nacional casi explosiva.

También obtendría, el emisario del rey, el «placet», en el campo militar, de la junta de jefes de Estado Mayor (JUJEM) y de algunos capitanes generales moderados como los titulares de las Regiones Militares de Madrid, Granada y Canarias. Sin embargo, sus buenos oficios, avalados siempre por unas credenciales regias nunca escritas pero que nadie osó nunca poner en duda, dada la amistad y confianza con las que Juan Carlos I había distinguido siempre a su antiguo preceptor, ayudante, confidente y asesor, fracasarían estrepitosamente ante el núcleo duro del franquismo castrense, cuyos máximos dirigentes (Elícegui, De la Torre Pascual, Merry Gordón, Fernández Posse, Campano…) hacía ya tiempo que habían traspasado el Rubicón de la lealtad y la subordinación al soberano, al que públicamente tachaban de «traidor al sagrado legado del generalísimo», para abrazar decididamente la senda de la involución pura y dura.

En consecuencia, a primeros de noviembre de 1980, en La Zarzuela, informada exhaustivamente del avance ineludible del golpe de los capitanes generales franquistas, se toma una nueva decisión político-militar al margen, por supuesto, del Gobierno de Adolfo Suárez, que sería, una vez más, marginado dadas sus malas relaciones con los militares. Se le encarga al general Armada que «negocie» con el teniente general Milans del Bosch (de demostrada lealtad a la Corona, pero que llevaba tiempo preparando su particular movimiento antisistema de corte «primorriverista» y era objeto, además, de presiones de todo tipo por parte de los generales franquistas que querían que liderara su previsto golpe de la primavera) la adhesión del carismático general a la «Solución» que lleva su nombre, haciéndole las concesiones que sean necesarias en aras de vencer sus reticencias de meses atrás y conseguir con su respaldo el rápido desmantelamiento del peligrosísimo órdago franquista.

De estas conversaciones Armada-Milans, iniciadas con la entrevista de ambos en Valencia el 17 de noviembre de 1980, saldría un nuevo plan político-militar con vocación de ejercer de urgente corrector de la preocupante situación del país en general y de la Corona española en particular.

Era la que podríamos denominar ahora, con la perspectiva del tiempo transcurrido, como «Solución Armada II», una variante de la anterior (de corte pseudo-constitucional y pacífico en principio), pero trufada de irrenunciables exigencias de Milans que la convertirían en algo mucho más peligroso, cuestionable y, por supuesto, inconstitucional e ilegal. Exigencias tales como la de incluir en el nuevo plan la operación de «los espontáneos», con el fin de humillar a los políticos y crear la imagen de una intervención en toda regla del Ejército en la vida nacional que satisfaciera a los generales franquistas y diera la impresión a la ciudadanía y, sobre todo, a las amplias capas de la ultraderecha que conspiraban contra el régimen, de que se acometía un verdadero cambio en la dirección general del país; o la de que los ministerios de Defensa e Interior del nuevo Gobierno recayeran en manos militares (el primero de ellos en las del propio Milans que, ante la negativa del rey a que hubiera más generales en el Ejecutivo de Armada, tendría que conformarse, finalmente, con el cargo de PREJUJEM, Presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor); o la promesa de un mayor protagonismo de las FAS en la lucha contra el terrorismo etarra para terminar con él cuanto antes, incluso por la vía de la intervención directa en Álava, Guipúzcoa, Navarra y Vizcaya.

Desde mediados de enero de 1981, la reconvertida «Solución Armada», en la que el capitán general Milans del Bosch ha adquirido un protagonismo esencial al quedar bajo su directo control toda la planificación operativa castrense, empieza a concretarse, a desarrollarse, a coordinarse y, en consecuencia, a ser conocida y seguida por el CESID (que la apoyará totalmente, ya que la JUJEM la ha aceptado desde el principio por indicaciones muy concretas de La Zarzuela) y por el Servicio de Información de la Guardia Civil, dependiente del Estado Mayor del Cuerpo, que, ignorando totalmente a su director general, ayudará a Tejero en la planificación y ejecución de su arriesgado operativo. No ocurrirá lo mismo con los servicios de Inteligencia del Ejército que, obedientes a distintos mandos enfrentados entre sí, trabajarán en campos muy distintos y distantes.

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