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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (55 page)

BOOK: Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española
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De todas formas este chico, este «príncipe de Asturias» tan poco conocido y amado, parece estar un poco gafado y, a pesar de su cuna y de todas las bicocas que ha recibido desde su nacimiento, no le han salido hasta ahora las cosas demasiado bien. Por lo menos en el terreno sentimental, el único que conocemos un poco los españoles, sus bandazos han sido espectaculares desde que se enamoró de aquella muchachita de la buena sociedad española y con apellido de claras resonancias políticas: Isabel Sartorius. Aquél fue sin duda un amor verdadero, correspondido, quizá el primero para los dos, pero la guapa y tímida Isabelita enseguida sería repudiada como futura nuera por la madre del novio, la «profesional» Dª Sofía, que aspiraba a algo más, a mucho más, para su primer y único vástago.

El principito Felipe, el heredero de la finca ibérica de los Borbón (comprada a precio de saldo al «espadón» gallego, también a título de rey naturalmente), estaba en aquellas fechas bastante enmadrado el pobre y no quiso, o no supo, enfrentarse a su señora y profesional madre, optando así por sacrificarse por ella y por la institución que les cobijaba a ambos en su seno. Abandonó en consecuencia a su novia, con harto pesar personal, provocando con ello la animadversión del pueblo español, al que le caía muy bien la Sartorius, la enemiga de la familia de ésta, que montaría en cólera contenida por el desaire, y una profunda depresión en la desgraciada muchacha.

Con la ruptura del compromiso con su primer amor al heredero (el mismo al que luego, cuando se echara novia de verdad, nuestra magnánima Constitución del 78 le regalaría la vivienda digna ésa de los 800 millones de pesetas a la que según su artículo 47 tienen derecho todos los españoles) se le debieron caer con estrépito los palos de su sombrajo sentimental, brotando con fuerza en su interior la ancestral llamada erótico/sexual de sus genes familiares, dormida sin duda durante el tiempo que duró su platónica relación con la casta Isabel. Aprovechando que estaba en la flor de la vida, que no tenía nada que hacer, ninguna oposición que ganar, ningún trabajo profesional que realizar, ninguna tesis doctoral que redactar, ningún destino militar que cubrir a pesar de que era un apuesto oficial del Ejército español, ninguna chapucilla que arreglar en casa, ninguna hipoteca que tramitar (como hacen sus congéneres regios en el norte de Europa) en el banco de la esquina… enseguida se lanzaría a la agradable, aunque cansada tarea, de salir con chicas más o menos bien del mundo del espectáculo, de la noche, de la pasarela, de la discoteca… del golferío selecto, vamos, como hacen por lo general los chicos pijos de este país; sobre todo los que tienen papás ricos, pero ricos de verdad. De princesas o similar, nada de nada, porque ya hemos dicho que las pocas Casas reales que quedan en Europa huyen como de la peste de la familia Borbón por aquello de la endogamia y sus secuelas.

Así, después de la Sartorius, que tras la huida de su amado príncipe engordaría una barbaridad y empezó también a relacionarse compulsivamente con individuos del sexo opuesto, comenzarían a desfilar por los brazos del joven Felipe mujeres de toda laya, todas guapas y refinadas desde luego, que aguantaban a su lado unas pocas semanas, algunos meses, y enseguida desaparecían como por ensalmo. Circunstancia ésta por la que en las primeras y desenfadadas líneas de este capítulo yo me he permitido, sin ninguna actitud por supuesto, adjuntar a su augusto apellido el sin duda codiciado título social de
play boy
anglosajón o «don Juan› hispánico.

Y como a mí, la verdad, las aventurillas amorosas de este espigado muchacho, de este militar de guardarropía como su padre, de este principito de sangre azul al que, al menos de momento, el papel cuché no lo trata demasiado bien, de este aspirante a heredar en propiedad la Jefatura del Estado español como si de un cortijo se tratara… me traen al pairo y me importan poco más o menos como los amoríos televisivos de Gran Hermano IX, no voy a entrar a relacionar en estas páginas, una tras otra, las que fueron sus supuestas o reales novias por un día. ¡Faltaría más! ¡Allá él con su historia íntima! Si deberé, no obstante, aunque nada más sea por respeto a alguna lectora amante de estas cosas del corazón que lo haya olvidado y quiera recordar ahora, hacer mención de las más conocidas como Gigi Howard, Tania Paessler y, sobre todo, Eva Sannum, la modelo noruega que le encandiló sobremanera y que estuvo a punto de llevarle al altar, aunque finalmente también sería rechazada; esta vez no por la reina ni por nadie en concreto de la familia real, sino por una opinión pública española pacata y cortesana que, convenientemente jaleada por la prensa rosa de este país, enseguida le cargaría a la nórdica el sambenito de demasiado liberal (había publicitado con su escultural cuerpo ropa interior femenina), de poco conocedora de la idiosincrasia española y, en consecuencia, muy poco preparada para ser reina de España después del espectacular crac griego representado por Sofía. Ello provocaría la irritación de la escultural modelo y el consiguiente plantón a su noble compañero, que para evitar especulaciones tendría que salir a los medios a vestir el muñeco de una separación que no dudaría en atribuir a su libre albedrío personal y también a insondables razones de Estado.

Finalizado el caso Sannum con mas pena que gloria, el joven príncipe Felipe, al que ya se le empezaba a pasar el arroz de su emparejamiento marital pues ya se sabe que la primera misión en la vida de reyes, reinas, príncipes y princesas es procrear mucho y bien, entraría en una depresión, no tan profunda como reza el tópico pero sí claramente perceptible por su entorno familiar y social. Resultaba meridianamente claro para muchos que el vino que había degustado con la noruega, en medio de interminables noches de pasión, se había agriado en el rencor mutuo y que las rosas rojas que presidieron, durante meses, sus encuentros se habían marchitado en el frustrado recuerdo de un amor imposible. El tiempo por venir se presentaba muy duro para el joven Borbón al que su propia familia, esta vez con la estúpida complicidad de los medios de comunicación sensacionalistas, le había vuelto a negar su derecho a elegir como compañera de su vida y madre de sus hijos a la mujer que él quisiera.

Y fueron duros efectivamente. Hasta que se decidió a luchar, a presentar batalla a su entorno familiar, a su propio padre el rey Juan Carlos si esto era necesario. Puesto que la rancia realeza europea había rechazado, una y otra vez, las reservadas propuestas de la Casa real española para intentar «fichar» en tan reservado círculo social la futura cónyuge del príncipe Felipe, y hasta el pequeño Liechtenstein (que cuesta encontrarlo en el mapa centroeuropeo) se había permitido el lujo de despreciar olímpicamente la aparentemente bicoca de emparentar con los Borbones «reinstaurados» en España, él solito se buscaría la mujer de sus sueños donde le diera la real gana, fuera ésta princesa o plebeya, y todos, absolutamente todos, empezando por sus padres, deberían asumir su decisión si no querían que él, solito también, cogiera sus bártulos, se echara al monte y mandara todo a paseo, corona incluida.

Agotado el mercado exterior de la realeza europea, y como no podía pensar, por razones obvias, en casarse con alguna princesa oriental o procedente de países árabes, al solitario y ya treintañero príncipe Felipe no le quedaba mas opción que buscar pareja en la cantera nacional. Y más aún, como las relaciones de la familia real española con la nobleza tradicional de este país nunca han sido demasiado cordiales (porque a ésta última nunca le gustó la forma en la que la Casa de Borbón recuperó la corona, echándose en manos del franquismo y menos aún su decisión de huir como de la peste de una Corte a la vieja usanza), la elección de la futura esposa y princesa de Asturias quedaba constreñida a la zona más plebeya y numerosa del estrato social, es decir a cualquier mujer joven, inteligente y bella que le hiciera tilín.

Y como el príncipe Felipe ve los telediarios, o por lo menos los veía en el año 2005, no tardaría, como el resto del numeroso grupo de televidentes que seguíamos en aquella época los informativos de TVE, en apreciar la belleza natural y exquisita de la gentil presentadora que a diario acompañaba a Urdaci en su diaria aventura periodística. Y urgido como estaba por sus progenitores, después del fiasco de la Sannum, a buscar lo más pronto posible una mujer que le satisfaciera sentimentalmente y con la que pudiera dedicarse, en el plazo más breve posible, a proporcionar herederos para la causa borbónica, enseguida llegó a la conclusión de que por él ya la había encontrado. Apostó decididamente por aquella angelical cara que todas las noches se asomaba a las casas de media España para, entre mohín y mohín, contarnos las noticias de las últimas horas, y que correspondía a la fémina con la que siempre había soñado. Y de la que enseguida ¡faltaría más! se afanaría por saber su nombre: Letizia (con Z).

«Es bella, fotogénica, parece culta, inteligente, tiene clase, elegancia natural. Parece suficiente. Puede hacer un buen papel como princesa de Asturias. Seguro que sabrá estar a la altura de las circunstancias, desempeñar su papel con éxito, aguantar el tipo con distinción, atraer con simpatía las miradas de millones de españoles que valorarán muy positivamente su origen plebeyo, humilde, del común de los mortales. Y, además, traerá a la familia el futuro heredero de la corona», masculló entre dientes, repetidas veces, don Felipe antes de decidirse…

De todas formas al príncipe azul en busca de consorte no le queda más remedio que investigar sobre la vida de la que, a todas luces, aparece como una muy privilegiada candidata. Pregunta, inquiere, quiere saber, solicita opinión a algunos íntimos amigos… Letizia es divorciada, ha tenido varias relaciones sentimentales después de su fracasado matrimonio, su familia es muy humilde, su madre es enfermera y también divorciada, su abuelo materno ha sido taxista; ella misma ha pasado momentos de acusadas dificultades económicas y en la actualidad ocupa un modesto apartamento situado en un barrio del extrarradio madrileño… Nada que no pueda ser contrarrestado, marginado, olvidado, enterrado en el pasado aunque él sea el heredero de la corona de España y es consciente de que los medios de comunicación y la sociedad española en general hurgarán con frenesí en la vida pasada de su futura mujer en cuanto la noticia de su noviazgo sea oficial.

A través de periodistas amigos del jefe de su, de momento, platónica enamorada, organiza una velada
ad hoc
para conocer a la gentil presentadora. El éxito le sonríe. En persona todavía es mas bella que en pantalla y, desde luego, parece muy inteligente y con clase. No se ha equivocado. Antes de que la cena termine y el anfitrión y acompañantes, que a lo largo de la noche se han limitado a desempeñar el modesto papel de comparsa, se despidan con la agradable sensación del deber cumplido, don Felipe, que tiene prisa por llevar a feliz término la decisión irrevocable que ya ha tomado, intenta amarrar a la bella periodista proponiéndole una nueva cita. Ella, segura de sí misma, inteligente, sabiendo el terreno que pisa y conociendo por sus amigos las verdaderas intenciones del Borbón, practica la sutil y femenina táctica de la indiferencia calculada y el desprecio comedido. Tiene a su lado a todo un príncipe que busca su amor, pero ella es una joven profesional de su tiempo, fuerte, moderna, liberada, que se ha hecho a sí misma, que sabe lo que quiere… y también la mejor forma de conseguirlo… El príncipe de Asturias, aunque decidido y, por supuesto, plenamente correspondido por la bella periodista, tendrá aún que ganar una importante batalla si quiere llevarla al altar: la batalla de La Zarzuela. Pero esta vez combatirá con saña, irá a por todas, usará todas sus armas, atacará en todos los frentes… Está dispuesto a jugarse el todo por el todo para salirse con la suya. Primero con su madre, a la que esta vez puede atraer a su campo con facilidad pues ya ha hablado con ella de sus proyectos y ha obtenido un «placet» inicial muy prometedor, pero sobre todo con su padre quien, en el pasado episodio de su relación con Eva Sannum, no dudó en emplear a fondo todo su poder, tanto familiar como institucional.

Esta vez será distinto, él es ya todo un hombre que sabe lo que quiere y que está dispuesto a luchar por su futuro; no sólo el institucional, que ya tiene resuelto, sino como ser humano, que quiere realizarse como tal y vivir de acuerdo a los tiempos que corren.

Sí, el joven Felipe de Borbón se enfrentará a su padre, el rey de España, por la bella periodista Letizia Ortiz. Con todas sus armas. Una memorable mañana del otoño de 2003, las espadas de padre e hijo cruzarán sus aceros bajo la tenue luz que baña el despacho oficial del último Borbón. Durante unos minutos el rifirrafe familiar es duro, incómodo, desagradable… todo parece indicar que otra vez, como cuando el rey Juan Carlos revestido de su púrpura llamó a capítulo a su hijo decidido ya a casarse con la modelo noruega Eva Sannum, el espinoso asunto de la boda del príncipe acabará en desencuentro, en rechazo paterno y quien sabe si en ruptura total entre progenitor y vástago. De pronto, unas palabras fuertes, rotundas, amenazantes. pronunciadas por el joven resuenan en el silencio de la estancia como un trueno:

-Papá, esta vez o me caso con ésta o me largo. No hay marcha atrás.

Juan Carlos I no había sentido un impacto emocional tan fuerte desde aquella tremenda noche del 23 de febrero de 1981 en la que sus ayudantes militares le comunicaron con nerviosismo la barrabasada cometida por el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero en su bananera entrada al Congreso de los Diputados en Madrid, pistola en mano y agrediendo físicamente a las más altas autoridades del Estado. Entonces, aún estando al tanto en líneas generales de lo que iba a ocurrir en el palacio de la Carrera de San Jerónimo, el impacto fue brutal. En segundos vio tambalearse su corona y las lágrimas brotaron de sus ojos. En esta ocasión, sabiendo como sabía que su hijo andaba enfrascado otra vez en la elección de su futura esposa y conociendo incluso la identidad de la elegida, los detalles del currículo sentimental de ésta, de sus padres y de otros pormenores relativos a su estatus social, económico y laboral, le habían producido una grave preocupación inicial que, no obstante, desaparecería como por ensalmo ante las nuevas e inesperadas palabras de su hijo, al que le responde:

-Hijo, piénsatelo bien. Está en juego no sólo tu futuro sino el de toda la familia, el de la propia Institución que representamos.

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