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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juegos de ingenio (42 page)

BOOK: Juegos de ingenio
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—De acuerdo —dijo el inspector—. Cuando termine de hacerle de secretario, ¿qué va a hacer usted?

—Estaré fuera un día, tal vez dos. Asegúrese de que mi madre y mi hermana están a salvo, y su llegada no debe airearse bajo ningún concepto. Volarán con nombres falsos, y usted deberá colarlas por sus sofisticados puestos de Inmigración sin que una pantalla de ordenador o burócrata detecte nada. Eso incluye la expedición de sus pasaportes temporales. No deben introducirse datos en los ordenadores. Ni uno solo. Todo el puto sistema es vulnerable, y no quiero que nuestro objetivo se entere de la llegada de una madre y una hija. Reconocería las edades, el origen y demás, y nos tomaría la delantera antes de que tuviéramos oportunidad siquiera de planear nuestro ataque.

El inspector soltó un gruñido de asentimiento. No le gustaba, pero claramente estaba de acuerdo. Jeffrey pensó que seguramente Robert Martin no rechistaba porque había concluido que con tres señuelos aumentarían las probabilidades de atraer a su presa. Además, la perspectiva de elaborar un plan de acción debía de parecerle seductora.

—Mi hermana irá armada. Bien armada. Eso tampoco representará un problema.

—Mi tipo de chica.

—Lo dudo mucho.

—Y usted, profesor, ¿adónde irá?

—Voy a emprender un viaje sentimental.

—¿Luz de luna y música romántica? ¿Rasgueo de guitarras de fondo? ¿Y adónde le llevará eso, si puede saberse?

—Tengo que volver al lugar de donde vengo —dijo Jeffrey—. Durante poco tiempo, pero necesito ir allí.

—No estará pensando en regresar a ese vertedero que usted llama universidad —señaló Martin con escasa delicadeza—. Eso no forma parte de nuestro acuerdo. Debe permanecer aquí mientras dure la investigación, profesor.

Jeffrey respondió en un tono suave pero acre.

—No es de ahí de donde vengo. Es donde trabajo. Voy a volver al lugar de donde vengo.

—Bueno, sea como sea —dijo Martin, encogiéndose de hombros como si el asunto no le interesara—, debería llevarse a una amiga consigo. —El inspector introdujo la mano en un cajón del escritorio y sacó una pistola semiautomática de nueve milímetros que arrojó a Jeffrey con una risita.

Logró dormirse de forma discontinua durante el vuelo hacia el este, y sólo despertó de unos sueños que parecían empeñados en convertirse en pesadillas cuando el avión empezó a descender hacia el aeropuerto internacional de Newark. Amanecía, y la crudeza del invierno del noreste amenazaba con llegar en el transcurso de las siguientes semanas. Una bruma gris oscuro de contaminación se cernía sobre la ciudad, repeliendo los rayos de luz matutinos que intentaban penetrar y llegar hasta el suelo. A través de la ventanilla, el mundo le parecía a Jeffrey un lugar hecho de hormigón y asfalto, denso, compacto, cercado con acero y ladrillo, rodeado de tela metálica y alambre de espino.

Cuando el avión viró despacio hacia el norte de la ciudad, divisó huellas de disturbios, varias manzanas carbonizadas, en ruinas y abandonadas. Desde el aire alcanzó a distinguir las líneas donde policías y guardias nacionales asediados habían formado filas para detener las oleadas de ataques incendiarios y saqueos tan nítidamente como podía ver las zonas que habían dejado reducirse a cenizas. Mientras los reactores reducían gas y el tren de aterrizaje bajaba con un golpe sordo, descubrió que curiosamente echaba de menos los espacios abiertos y los trazados bien definidos del estado cincuenta y uno. Expulsó este pensamiento de su mente, restregándose los ojos para despejarlos de la somnolencia del vuelo y encorvó los hombros como preparándose para el frío.

Había mucho tráfico cuando salió del aeropuerto en el coche que había alquilado. El atasco llegaba hasta la autopista, y luego había retenciones intermitentes a lo largo de treinta kilómetros, de modo que para cuando llegó a Trenton, la capital del estado, coincidió con la hora punta de la mañana.

Tomó la salida de Perry Street, la rampa que pasaba junto al bloque de hormigón ligero y cristal del
Times
de Trenton. Unas manchas de hollín grandes y negras surcaban el costado del viejo e impasible edificio y aumentaban de tamaño cerca de la zona de carga, donde una cola de camiones destartalados de color azul marino y amarillo aguardaba la tirada de la mañana. Fuera había media docena de conductores reunidos en torno a una hoguera encendida en un viejo bidón de metal, esperando la señal para empezar a cargar.

Jeffrey giró y avanzó unas manzanas hacia el parlamento, acercándose lo suficiente para ver la cúpula dorada que lo remataba relucir al sol. A medio camino tuvo que pasar por un control policial, una barricada con alambre de púas y sacos terreros que separaba una zona de plagas urbanas y estructuras de edificios quemadas y cerradas con tablas de las casas adosadas reconstruidas por los planes de renovación de la ciudad. La presencia policial era dispersa, pero constante; lo suficiente para asegurarse de que no surgieran oleadas de descontento que recorriesen las calles en que se había gastado dinero, avanzando con furia hacia el parlamento. Clayton encontró un sitio donde aparcar y continuó el camino a pie.

El bufete del abogado estaba a sólo una manzana de los edificios legislativos, en una anticuada casa de piedra rojiza reacondicionada que conservaba una elegancia propia de otra época en su exterior. La entrada era una puerta falsa, y para pasar tuvo que esperar a que un guardia de seguridad de aspecto huraño y aburrido pulsara el timbre dos veces para abrirle tanto la puerta exterior como la interior.

—¿Tiene cita? —inquirió, consultando un sujetapapeles.

—Vengo a ver al señor Smith —respondió Jeffrey.

—¿Tiene cita? —repitió el guardia.

—Sí —mintió Jeffrey—. Jeffrey Clayton. A las nueve de la noche.

El guardia examinó la lista con detenimiento.

—Aquí no —repuso y acto seguido desenfundó una pistola de gran calibre con la que encañonó al profesor. Jeffrey hizo caso omiso del arma.

—Debe de tratarse de un error —dijo.

—Aquí no cometemos errores —dijo el hombre—. Márchese ahora mismo.

—¿Y si llama a la secretaria del señor Smith? Eso puede hacerlo, ¿verdad?

—¿Por qué habría de hacerlo? No figura usted en la lista. Jeffrey sonrió, se llevó la mano lentamente al bolsillo interior d la chaqueta y sacó su pase de seguridad temporal del estado cincuenta y uno. Supuso que el hombre no repararía en la fecha de caducidad estampada en el anverso, y que en cambio se fijaría en la placa y el símbolo del águila dorada.

—El motivo por el que debe hacer lo que le pido —dijo despacio, tendiéndole el pase— es que, si no lo hace, volveré aquí con una orden judicial, un equipo de registro y una unidad de Operaciones Especiales, y arrasaremos la oficina de su jefe, y cuando él averigüe al fin quien la cagó de mala manera causándole un marrón de cojones, sabrá que fue el gilipollas de la puerta principal. ¿Le parece una razón convincente?

El guardia de seguridad levantó el auricular.

—Está aquí una especie de policía que quiere ver al señor Smith sin cita previa —dijo—. ¿Quiere salir a hablar con el tipo? —Colgó y le informó—: La secretaria vendrá enseguida. —Continuó apuntando al pecho de Jeffrey con la pistola—. ¿Va usted armado, hombre de la S.S.? —Al ver que Jeffrey negaba con la cabeza, pues había dejado su pistola en la guantera del coche, el guardia le indicó que pasara por un detector de metales—. Eso ya lo veremos —dijo. Pareció decepcionado cuando la alarma del aparato no se disparó—. No llevará una de esas nuevas pistolas de plástico de alta tecnología, ¿verdad? —preguntó, pero antes de que Jeffrey pudiera responder, una mujer salió de un despacho interior. Joven y remilgada, llevaba una camisa blanca ceñida de hombre abrochada hasta la garganta, que Jeffrey, en un arrebato de humor interno irrespetuoso, interpretó como señal de que ella se acostaba con el abogado, que engañaba a su esposa anodina y adicta al club de campo. Seguramente las prendas de corte conservador y poco provocativo eran para disimular sus actividades auténticas. Esta fantasía lo hizo sonreír, pero dudaba que estuviera equivocado.

—¿Señor?

—Clayton. Jeffrey Clayton.

El guardia de seguridad le alargó la tarjeta de identificación del estado cincuenta y uno.

—¿Y qué le trae por aquí desde las prometedoras y felices tierras del Oeste? —El sarcasmo de la mujer era de una claridad meridiana.

—Hace unos años el señor Smith representó a un hombre que ahora es objeto de una investigación importante en nuestro territorio.

—Toda comunicación y trato entre el señor Smith y sus clientes es estrictamente confidencial. Jeffrey sonrió.

—Claro que lo es.

—Así que no creo que pueda ayudarle. —Le devolvió la identificación.

—Como quiera —dijo Jeffrey—, pero, por otro lado, yo habría pensado que a lo mejor a un abogado le gustaría tomar esa decisión por sí mismo. Claro que, si usted cree que él preferiría ver su nombre en una citación, o en los titulares de un periódico local, sin previo aviso, bueno, allá usted.

De una forma curiosa, Jeffrey lo estaba pasando bien. Ir de farol no era su estilo, ni algo que hiciera a menudo.

La secretaria clavó en él la mirada, como intentando detectar el engaño en alguna curva de su sonrisa o arruga de su barbilla.

—Sígame —dijo—. Veré si puede dedicarle dos minutos. —Giró sobre sus talones y añadió—: Eso serían ciento veinte segundos. Ni uno más.

Lo guió a una antesala. Estaba repleta de muebles Victorianos caros e incómodos. La alfombra era oriental, grande y tejida a mano. En un rincón había un viejo reloj de pie que más o menos marcaba la hora con un sonoro tictac. La secretaria le señaló un sofá de respaldo rígido y se retiró tras un escritorio, distanciándose a toda prisa de Jeffrey. Cogió un teléfono y habló rápidamente por el auricular, ocultándole al profesor sus palabras, luego colgó y se quedó callada. Al cabo de un momento, una puerta grande de madera se abrió y apareció el abogado. De una delgadez cadavérica, tenía una mata de pelo entrecano recogida en una cola de caballo que se precipitaba por la espalda de su entallada camisa azul. Sus tirantes de cuero sujetaban unos pantalones grises de raya fina cosidos a mano. Llevaba unos zapatos italianos tan lustrosos que resplandecían. Su mano grande, huesuda y fuerte estrechó enérgicamente la del profesor.

—¿Y qué clase de problemas podría usted causarme, señor Clayton? —preguntó el abogado con los labios fruncidos.

—Todo depende, claro —respondió Jeffrey.

—¿De qué?

—De lo que haya hecho usted.

El abogado sonrió.

—Entonces es evidente que no tengo por qué preocuparme. Pregúnteme lo que quiera, señor Clayton.

Jeffrey le tendió al hombre la carta que le había enviado a Diana.

—¿Le resulta familiar?

El abogado leyó la carta despacio.

—Apenas. Es muy vieja. Recuerdo vagamente el caso… un terrible accidente de tráfico, tal como informé. Cuerpos calcinados hasta el punto de quedar irreconocibles. Unas muertes trágicas.

—Él no murió.

El abogado vaciló por un momento.

—Eso no es lo que consta aquí.

—No murió, y menos aún en un accidente de tráfico suicida.

El abogado se encogió de hombros.

—Ojalá me acordara de ello. Es de lo más curioso. ¿Usted cree que ese hombre sobrevivió de algún modo, pese a que yo asistí a su entierro? Al menos debí de asistir, porque eso fue lo que escribí. ¿Cree que acostumbro a ir a entierros falsos?

—Ese hombre, como usted lo llama, era mi padre.

El abogado enarcó una ceja fina y gris.

—¿De veras? Aun así, que un padre muera joven, pese a lo que crea la mayoría de los hijos, no es un crimen.

—Tiene razón. Pero lo que él ha estado haciendo sí que lo es.

—¿A qué se refiere exactamente?

—A homicidios.

El abogado guardó silencio por unos instantes.

—Un muerto implicado en asesinatos. Qué interesante. —Sacudió la cabeza—. Me parece que no tengo información adicional para usted, señor Clayton. Cualquier conversación o correspondencia que haya mantenido con su padre es confidencial. Tal vez esa confidencialidad no tenga razón de ser si él murió. Eso sería discutible. Pero si, como usted afirma de pronto, él sigue vivo, entonces, por supuesto, la confidencialidad continúa vigente, incluso después de todos estos años. Sea como fuere, todo esto es historia antigua. Extremadamente antigua. Ni siquiera creo que conserve el expediente todavía. Mi bufete ha crecido y cambiado considerablemente desde la época en que le escribí eso a su madre. Así que creo que se equivoca usted y, aunque no fuera así, no podría ayudarle. Que usted lo pase bien, señor Clayton, y buena suerte. Joyce, acompaña al caballero a la puerta.

La secretaria remilgada cumplió la orden con singular entusiasmo.

El terreno de la academia St. Thomas More estaba rodeado por una valla de hierro forjado de casi cinco metros de altura que habría tenido una función puramente decorativa de no ser por el letrero que advertía que estaba electrificada. Jeffrey supuso que la valla se prolongaba también unos dos metros bajo tierra. Un guardia lo recibió en la puerta y lo escoltó al interior de la academia. Caminaron por un sendero bordeado de árboles que discurría entre imperturbables edificios de ladrillo rojo. En primavera, pensó Jeffrey, la hiedra debía de recubrir de verde los costados de los dormitorios y las aulas; pero ahora que el invierno se avecinaba, las enredaderas marrones habían quedado reducidas a unos tallos y zarcillos adheridos a las paredes de ladrillo como tentáculos fantasmagóricos. Desde los escalones del edificio de la administración se dominaba una amplia extensión de campos de deportes color verde claro con zonas de tierra marrón allí donde el césped se había levantado por el uso. El guardia llevaba un
blazer
azul y una corbata roja, y Jeffrey se fijó en el bulto de un arma automática bajo la chaqueta. Era un hombre hosco y callado, y cuando una campana de iglesia repicó para marcar el fin de la hora de clase, hizo pasar a Jeffrey por unas puertas anchas de cristal. Al otro lado, torrentes de alumnos empezaron a salir de las aulas, y los pasillos desiertos se congestionaron de pronto con la aglomeración de estudiantes.

La ayudante del director era una mujer mayor, con el pelo azul cardado en forma de casco y unas gafas de concha apoyadas en la punta de la nariz. Su actitud amigable pero eficiente hizo pensar a Jeffrey que, en un mundo sacudido por los cambios, las viejas instituciones educativas eran lo que más tardaba en cambiar. No estaba seguro de si eso era bueno o malo.

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