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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (17 page)

BOOK: Juicio Final
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—Bueno —añadió el sargento—, todo suyo.

Salió con sus hombres de la jaula, y la cerró bien.

—No les caigo bien —dijo Blair Sullivan con un suspiro.

—¿Por qué no?

—Por razones dietéticas —respondió, y soltó una carcajada que, en cuestión de segundos, degeneró en un resuello al que siguió una tos perruna.

Del bolsillo de la camisa sacó un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas de madera; para conseguirlo tuvo que encorvarse hacia la mesa, medio agachándose en el asiento mientras encendía el cigarrillo, con el alcance de los brazos limitado por la cadena que mantenía sus muñecas sujetas a la mesa.

—Aunque tampoco tengo por qué caerles bien; total, me van a matar. ¿Le importa que fume?

—No, adelante.

—Es gracioso, ¿no le parece?

—¿El qué?

—El condenado fumando un cigarrillo. Mientras que todo el mundo ahí fuera intenta con todas sus fuerzas dejar de fumar, los que vivimos en este corredor fumamos un cigarrillo tras otro con naturalidad. ¡Vaya!, tal vez somos los mejores clientes de Philip Morris. Sospecho que si nos lo permitieran, tendríamos todos los malos vicios, o al menos los más nocivos. Como no es así, nos limitamos a turnar. No es que a ninguno de nosotros nos preocupe demasiado el cáncer de pulmón, aunque imagino que si consiguieras ponerte muy enfermo, tan enfermo que estuvieras a las puertas de la muerte, al estado le costaría poner tu culo en la silla. Al estado le dan asco estas cosas, Cowart. Se resisten a ejecutar a un enfermo de mente o de cuerpo. No señor. Quieren que los hombres a los que achicharran estén físicamente sanos y mentalmente cuerdos. En Texas hubo un gran revuelo hace un par de años, cuando trataron de matar a un pobre imbécil que había sufrido un infarto cuando firmaron su orden de ejecución. Eso hizo que la ejecución se aplazara hasta que se recuperase y pudiera caminar por su propio pie hasta la silla. No querían llevarlo en una camilla, eso sí que no. Eso heriría la sensibilidad de los filántropos y los defensores de los derechos humanos. Hay una historia divertida sobre un gángster de Nueva York en los años treinta; nada más llegar al corredor, el hombre empezó a comer sin parar. Era un hombre gordo que se volvía enorme, cada vez más gordo. Comía pan y patatas y espaguetis hasta reventar. Féculas. ¿Y sabe por qué lo hacía? Pensaba que al engordar tanto, cuando lo fueran a sentar ¡destrozaría la silla! Me encanta. El problema es que no llegó a conseguirlo. Entraba muy justo en la silla, pero vaya, aun así cabía. Al final le salió el tiro por la culata, ¿no? Para cuando acabaron con él, debía de parecer un cochinillo asado. Dígame, ¿y cuál es el sentido de todo eso? ¿Eh? —Volvió a reírse—. No hay lugar mejor que el corredor de la muerte para ver todas las ironías de la vida. —Se quedó mirando a Cowart, con uno de los párpados temblándole—. Dígame, Cowart, ¿usted también es un asesino?

—¿Qué?

—¿Ha matado alguna vez? ¿En el ejército, quizás? Es lo bastante mayor para haber ido a Vietnam, ¿estuvo allí? No, puede que no. Usted no tiene la mirada ausente de los veteranos. Pero tal vez haya destrozado un coche cuando era adolescente o algo así. ¿O tal vez mató a su mejor amigo, o a su principal enemigo, un sábado por la noche? ¿O quizá dijo a los médicos de algún maldito hospital que desenchufaran a su madre o su padre ya ancianos cuando sólo un deteriorado respirador les mantenía con vida? ¿Lo hizo, Cowart? ¿Alguna vez dijo a su esposa o su novia que abortara? A lo mejor, Cowart, está usted por encima de todo eso, ¿eh? ¿Ha esnifado rayitas de cocaína en esas fiestas de Miami? ¿Sabe cuántas vidas se perdieron en aquella remesa? Haga números… Vamos, Cowart, dígame, ¿también usted es un asesino?

—No, no lo creo.

Blair Sullivan gruñó:

—Se equivoca. Todos somos asesinos. Sólo tiene que fijarse bien. En el sentido amplio de la palabra, ¿nunca ha visto, estando en un centro comercial, a una madre arremetiendo contra su hijo y dándole una tunda delante de todo el mundo? ¿Y qué creía que estaba pasando allí? Si mirase a los ojos del niño, vería que se llenan de frialdad. Un asesino en potencia. Así pues, ¿por qué no mira también en su propio interior? Usted también tiene esa fría mirada, Cowart. Lo lleva dentro, lo sé, lo noto con sólo mirarle.

—Miente.

—No miento. Supongo que se trata de una habilidad especial. Ya sabe, un asesino reconoce a otro y ese tipo de cosas. Uno se familiariza con la muerte y la agonía, Cowart, y puede llegar a interpretar los indicios.

—Bueno, pues esta vez se ha equivocado.

—¿Lo cree de veras? Ya veremos. Ya veremos.

Sullivan se repantigó en la dura silla de metal, adoptando una postura relajada y sin dejar de hurgar con la mirada en lo más hondo del corazón de Cowart.

—Es fácil, ¿sabe?

—¿Qué es fácil?

—Matar.

—¿Cómo?

—Cuestión de familiaridad. Se aprende muy rápido cómo muere la gente. Hay quien tiene una muerte violenta y quien muere en paz. Unos luchan con todas sus fuerzas, otros se van tranquilamente. Unos suplican que les perdones la vida, otros te escupen en la cara. Unos lloran, otros ríen. Unos llaman a sus madres, otros te dicen que ya os veréis las caras en el infierno. Unos se aferrarán a la vida, otros se rendirán fácilmente. Pero en el fondo todos somos iguales. Nos volvemos fríos y rígidos. Usted. Yo. Todos somos iguales al morir.

—Puede que al morir. Pero a cada persona le puede llegar la hora de muchas maneras diferentes.

Sullivan se echó a reír.

—Eso es cierto. Una observación propia del corredor de la muerte, Cowart. Eso es exactamente lo que diría alguien del corredor, con los días contados después de ocho años y mil apelaciones. De muchas maneras diferentes.

Blair Sullivan dio una larga calada e inundó de humo el aire quieto de la prisión. Por un momento, sus ojos siguieron la estela del humo que se disipaba lentamente.

—Cuando se trata de morir, todos somos humo, ¿verdad? Eso es lo que les dije a esos loqueros, aunque no creo que quisieran oír esa clase de cosas.

—¿Qué loqueros?

—Los del FBI. Tienen una unidad especial de Ciencias del Comportamiento que intenta descubrir qué se esconde tras los asesinos en serie, para luego hacer algo respecto a este pasatiempo norteamericano… —Sonrió—. Claro que no están teniendo mucho éxito, porque todos y cada uno de nosotros tenemos nuestras propias razones. Sin embargo, hay un par de buenos tipos. Les gusta venir aquí, me traen los tests de personalidad multifásica de Minnesota, tests de apercepción temática, tests Rorschach, tests de inteligencia y, quién sabe, a lo mejor la próxima vez hasta los putos exámenes de acceso a la universidad. Les encanta que hable de mi madre, y que les diga lo mucho que odio a esa vieja y, sobre todo, a mi padrastro. Él me pegaba, ¿sabe? Me pegaba con ganas cada vez que yo abría la boca; con los puños, con el cinturón, con la polla. Me pegaba y me follaba, me follaba y me pegaba. Día sí, día no, con regularidad. Cómo los odiaba, ya lo creo. Y todavía los odio, sí señor. Ahora tienen setenta y pico de años. Siguen viviendo en su casucha de Cayo Alto, con un crucifijo y una lámina de Jesús en la pared, creyendo que su salvador va a entrar por la puerta para llevárselos al cielo. Se santiguan cuando oyen mi nombre y dicen cosas como «Bueno, el muchacho siempre fue siervo del demonio». A esos tipos del FBI les interesa todo eso. ¿A usted también le interesa, Cowart? ¿O sólo quiere saber por qué me cargué a todas esas personas, incluidas las que apenas conocía?

—Sí, eso.

Sullivan soltó una carcajada.

—Bueno, la respuesta es bastante sencilla: volvía a casa y digamos que me entretuve por el camino. Más bien me distraje. No hice el viaje de un tirón. ¿Entiende?

—No exactamente.

El condenado sonrió y puso los ojos en blanco.

—Misterios de la vida, ¿no?

—Si usted lo dice.

—Eso es. Lo digo yo. Claro que a usted le interesa más otro pequeño misterio, ¿verdad, Cowart? No le importan esas personas, ¿no? Usted no está aquí por ellas.

—No.

—Dígame, ¿por qué quiere hablar con un viejo despiadado como yo?

—Robert Earl Ferguson y Pachoula, Florida.

Blair Sullivan recostó la cabeza y soltó una aguda carcajada que resonó en las paredes de la prisión. Cowart vio que varios agentes penitenciarios volvían la cabeza para mirar y luego reanudaban su trabajo.

—Bueno, ésos son temas interesantes, Cowart. Muy interesantes. Pero ya hablaremos de ellos.

—Bien. ¿Por qué?

Sullivan se inclinó encima de la mesa, acercando su cara a la de Cowart. La cadena que lo amarraba a la mesa repiqueteó y se tensó. Una vena asomó en el cuello del preso y de pronto su cara enrojeció.

—Porque usted aún no me conoce, bien.

Volvió a sentarse bruscamente, alargando la mano para coger otro cigarrillo, que encendió con la colilla del primero.

—Cuénteme algo sobre usted, Cowart; luego tal vez podamos hablar. Me gusta saber con quién trato.

—¿Qué quiere saber?

—¿Está casado?

—Divorciado.

El preso silbó.

—¿Tiene hijos?

Cowart vaciló, y luego respondió:

—No.

—Mentiroso. ¿Vive solo o tiene una querida?

—Solo.

—¿En un piso o en una casa?

—En un apartamento.

—¿Tiene amigos íntimos?

Volvió a vacilar.

—Claro.

—Mentiroso. Van dos y sigo contando. ¿Qué hace por las noches?

—Nada especial. Leo. Veo algún partido.

—Es muy reservado, ¿eh?

—Cierto.

A Sullivan le tembló el párpado.

—¿Le cuesta dormir?

—No demasiado.

—Mentiroso. Es la tercera vez. Debería darle vergüenza, mentir a un pobre condenado. Igual que Pedro hizo a Jesús antes de cantar el gallo. Ahora dígame, ¿sueña por las noches?

—¿Qué diablos…?

De pronto Sullivan susurró:

—Juegue limpio, Cowart, o me iré de aquí sin haber respondido a ninguna de sus jodidas preguntas.

—Claro que sueño. Todo el mundo sueña.

—¿Conque?

—Con gente como usted —replicó con ceño.

Sullivan volvió a reírse.

—Ahí me ha pillado. —Se reclinó en la silla y lo observó—. Conque pesadillas, ¿eh? Porque eso es lo que somos, ¿no? Pesadillas.

—Así es —respondió Cowart.

—Eso es lo que yo intentaba explicar a esos tipos del FBI, pero no me escuchaban. Eso es lo que somos, humo y pesadillas. Sólo caminamos y hablamos y traemos un poco de miedo y oscuridad a esta tierra. Evangelio según San Juan: «Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Éste era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él.» ¿Lo pilla? Versículo ocho. Bueno, seguro que hay un puñado de complejos términos de psiquiatría para designar todo esto, pero son sólo jerga médica, ¿no cree?

—Supongo que sí.

—¿Sabe una cosa? Tiene que ser un hombre libre para ser un buen asesino. Libre, Cowart. No estar prisionero de toda esa puta mierda que inunda las vidas normales. Un hombre libre.

Cowart no respondió.

—Y le diré algo más: no cuesta matar a alguien. Eso les dije a esos tipos del FBI. Y, una vez hecho, tampoco le das demasiadas vueltas. Quiero decir, ya tienes demasiadas cosas en que pensar, como deshacerte de los cuerpos y las armas y quitarte las manchas de sangre de las manos y demás. ¿Sabe?, después de cometer un asesinato uno está muy ocupado, pensando qué hacer a continuación y cómo demonios salir de allí.

—Bueno, y si matar es fácil, ¿qué le resultó difícil?

Sullivan sonrió.

—Buena pregunta. Nunca me la habían hecho. —Se quedó pensando un momento, con el rostro hacia el techo—. ¿Sabe? Creo que lo más difícil para mí fue llegar a este corredor y caer en la cuenta de que no maté a las personas a las que más deseaba ver muertas.

—¿A qué se refiere?

—¿No es eso lo más duro en esta vida, Cowart? ¿Dejar pasar las oportunidades? Es de lo que más nos arrepentimos; lo que nos mantiene toda la noche en vela.

—Sigo sin entenderlo.

Sullivan cambió de posición en la silla, se volvió a inclinar hacia delante y susurró en un tono de complicidad:

—Tiene que entenderlo. Si no es ahora, algún día lo entenderá. También tiene que recordarlo, porque algún día será importante. Algún día, cuando menos lo espere, pensará: ¿A quién odia Blair Sullivan más que nada en este mundo? ¿De quiénes le molesta saber cada día que están vivos, que se encuentran bien y que pasarán el resto de sus días en libertad? Es muy importante que lo recuerde, Cowart.

—¿No me lo va a decir?

—Pues no.

—Por Dios…

—No tomarás el nombre de Dios en vano. Soy sensible a estas cosas.

—Sólo quería decir…

Sullivan volvió a inclinarse.

—¿Cree que estas cadenas podrían sujetarme si en verdad quisiera romperle la cara? ¿Cree que estos insignificantes barrotes podrían detenerme? ¿Cree que no podría liberarme para despedazar su cuerpo y beber su sangre como si fuera el elixir de la vida en sólo un segundo?

Cowart retrocedió con un respingo.

—Puedo hacerlo. Así que no me cabree, Cowart. —Y se quedó mirándolo fijamente desde el otro lado de la mesa—. No estoy loco y creo en Dios, aunque es muy posible que me vea en el infierno. Pero eso no me molesta en absoluto, no señor, porque mi vida ha sido un infierno y así debe ser mi muerte. —Se quedó en silencio. Luego se reclinó en el asiento de metal y adoptó su tono perezoso, casi insultante—. Ya ve, Cowart, lo que me separa de usted no son los barrotes ni las cadenas ni toda esa mierda, sino un simple detalle: yo no tengo miedo de morir. Yo no temo a la muerte, y para usted es dolorosa. Siénteme en la silla, póngame una inyección letal, colóqueme ante un pelotón de fusilamiento o lléveme a la horca. Y si me arroja a los leones, yo iré rezando mis plegarias y estaré deseando pasar a mejor vida, una vida en la que sospecho que sembraré tanto mal como en ésta. ¿Sabe lo que me extraña, Cowart?

—¿Qué?

—Me da más miedo vivir aquí encerrado como una maldita bestia que morir. No quiero que los loqueros me estudien y me pinchen, ni que los abogados argumenten y hablen por mí. ¿Qué diablos? No quiero que ustedes escriban sobre mí. Sólo quiero irme de este mundo, ¿entiende? Largarme de una vez para siempre.

—¿Por eso ha despedido a sus abogados? ¿Por eso no apela?

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