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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Juicio Final (14 page)

BOOK: Juicio Final
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Cowart se inclinó hacia delante en la silla. «No logrará ponerme nervioso», pensó, y con voz firme dijo:

—¿Por eso fue primero a casa de su abuela, a buscarlo?

—Eso es. —Brown se disponía a añadir algo cuando, de pronto, cerró la boca.

Cowart notaba la tensión entre ambos y sabía lo que el teniente iba a decir en aquel preciso instante:

—Tenía un presentimiento, ¿verdad? El sexto sentido del viejo policía. La corazonada de que debía obrar en consecuencia. Eso es lo que iba a decir, ¿no?

Brown lo fulminó con la mirada.

—Vale. Sí. Exacto. —Miró a Wilcox y luego a Cowart—: Bruce me ha advertido de que tenía usted mucha labia, pero supongo que quería comprobarlo personalmente.

Cowart devolvió al teniente su fría mirada.

—No es que tenga mucha labia. Usted haría lo mismo si estuviera en mi lugar.

—No, no es verdad —dijo Brown—. Yo no intentaría ayudar a ese asesino hijo de puta a salir del corredor de la muerte.

Ambos guardaron silencio. Al cabo de unos momentos, Brown dijo:

—Esto no es justo.

—Exacto, si lo que usted pretende es convencerme de que Ferguson es un mentiroso.

Brown se puso en pie y empezó a pasearse por el despacho, al parecer reflexionando. Se movía como agazapado, como un velocista en la línea de salida esperando el pistoletazo, con los músculos tensos, y en todo momento hacía saber a Cowart que no le gustaba nada verse limitado, ni en aquel diminuto despacho, ni por los detalles.

—Era culpable —dijo por fin—. Lo supe desde el primer momento en que lo vi, mucho antes de lo de Joanie Shriver. Puede que no sea una prueba, pero yo lo sabía.

—¿Cuándo fue eso?

—Un año antes del asesinato. Lo eché de la entrada del instituto. Estaba sentado en aquel coche, viendo salir a los chicos.

—¿Y qué hacía usted allí?

—Recoger a mi hija. Ahí fue donde lo descubrí. Después de aquel día lo vi varias veces, siempre haciendo algo que me incomodaba, estaba en el sitio equivocado en el momento menos indicado; o conduciendo despacio por la calle, siguiendo a alguna chica. Y no sólo yo lo noté, sino también un par de policías de Pachoula que me lo comentaron. Una vez lo trincaron a medianoche, merodeando tras un bloque de apartamentos; cuando el coche patrulla pasó por allí, trató de esconderse. Retiraron los cargos, pero aun así…

—Sigo sin ver pruebas.

—¡Maldita sea! —estalló el teniente—. ¿Es que no me está escuchando? No teníamos ninguna. Nos guiamos por impresiones. Por ejemplo, cuando llegamos a casa de Ferguson y lo vimos lavando el coche y que ya había arrancado un trozo de alfombrilla; o cuando lo primero que salió de su boca fue «Yo no maté a esa niña», antes de oír ninguna pregunta. Y por la manera de sentarse en la sala de interrogatorios, riendo porque sabía que no teníamos pruebas. Todas esas impresiones eran algo más que mero instinto, porque el muy cabrón acabó hablando. Y, sí señor, todas esas impresiones resultaron absolutamente fundadas, porque al final confesó haber matado a la niña.

—Entonces, ¿dónde está el cuchillo? ¿Dónde está su ropa cubierta de sangre y lodo?

—Eso no lo dijo.

—¿Explicó que la estuvo esperando a la salida del colegio? ¿Cómo la metió en el coche? ¿Lo que le dijo? ¿Si ella se resistió? ¿Qué les contó Ferguson?

—¡Maldita sea, léalo usted mismo!

El teniente Brown sacó unos papeles de la carpeta que tenía sobre la mesa y los arrojó hacia Cowart; éste bajó la mirada y vio que se trataba de la copia oficial de la confesión, transcrita por un taquígrafo judicial. Era breve, de sólo tres páginas. Los dos detectives le habían leído todos sus derechos, en especial el derecho a un abogado. La lectura de los derechos ocupaba toda una página. Le habían preguntado si lo entendía y él les había respondido que sí. La primera pregunta estaba formulada en términos policiales: «Veamos, hacia las tres de la tarde del 4 de mayo de 1987, ¿pudo haber pasado usted por la esquina de las calles Grand y Spring, próxima al colegio King?» Y Ferguson había contestado con un monosílabo: «Sí.» Entonces los detectives le habían preguntado si había visto a la niña, en lo sucesivo Joanie Shriver, y una vez más su respuesta había sido una simple afirmación. Después pasaron a reconstruir minuciosamente los hechos, y cada vez que preguntaban algo recibían una respuesta afirmativa, aunque ninguna matizada con el menor detalle. Cuando le habían interrogado sobre el arma y otros aspectos cruciales del crimen, él había contestado que no lo recordaba. La pregunta final estaba pensada para establecer la premeditación. Era la que había llevado a Ferguson al corredor de la muerte: «¿Aquel día fue usted a aquel lugar con la intención de secuestrar y asesinar a una niña?» Y, de nuevo, él respondió con un sencillo y terrible: «Sí.»

Cowart meneó la cabeza. Ferguson no había articulado más que una única palabra, «Sí», una y otra vez. Cowart se volvió hacia Brown y Wilcox:

—No es precisamente un modelo de confesión, ¿no?

Wilcox, que había permanecido sentado, aquejado de una creciente frustración, acabó levantándose con la cara enrojecida y amenazó al periodista:

—¿Qué cojones quiere? Maldita sea, estoy tan seguro de que Ferguson mató a esa niña como de que ahora estoy aquí de pie. Pero usted es tan imbécil que no quiere oír la verdad.

—¿La verdad? —Cowart negó con la cabeza y Wilcox estalló.

El detective se abalanzó desde el otro lado de la mesa y agarró al periodista de la chaqueta, arrastrándolo hasta sus pies.

—¡Me está cabreando, gilipollas! ¡Y más le vale que no me cabree!

Brown se lanzó para sujetar a su compañero con una mano y apartarlo de un empujón, dominando fácilmente a aquel hombre enjuto y más pequeño que él. No dijo nada, ni siquiera cuando Wilcox se volvió hacia él farfullando con rabia apenas controlada. Luego se volvió hacia Cowart, pero acabó saliendo de la oficina, con los puños apretados y sin poder articular palabra.

Cowart se recompuso la chaqueta y se dejó caer en la silla pesadamente. Respiraba agitadamente y la adrenalina le palpitaba en las sienes. Tras unos momentos de silencio, lanzó una mirada a Brown.

—No irá a decirme ahora que no golpeó a Ferguson y que en las treinta y seis horas de interrogatorio en ningún momento perdió la paciencia.

El teniente arrugó el entrecejo, como intentando evaluar el daño causado por aquel arrebato de ira. Luego sacudió la cabeza y dijo:

—No, la verdad es que la perdió. Una o dos veces, antes de que yo lo refrenara. Pero sólo abofeteó a Ferguson.

—¿No le dio ningún puñetazo en el estómago?

—No que yo sepa.

—¿Y las guías de teléfonos?

—Un viejo truco —dijo Brown enarcando las cejas—. Pero no las usó, pese a lo que diga Ferguson.

El teniente se volvió para mirar por la ventana. Al cabo de un rato dijo:

—Señor Cowart, creo que no se lo haré entender. La muerte de esa pequeña ha sacado a todo el mundo de sus casillas y aún está presente. Pero a nosotros, que tuvimos que llevar el caso a pesar del desastre emocional, nos ha tocado la peor parte. Ha sido un golpe durísimo. Nosotros no éramos ni buenos ni malos, sólo queríamos atrapar al asesino. Yo me pasé tres noches en vela, ninguno de nosotros podía pegar ojo. Pero lo atrapamos, y ahí estaba él, sonriéndonos como si nada hubiera pasado. No culpo a Bruce Wilcox por haber perdido un poco la paciencia; es más, creo que todos teníamos los nervios de punta. Y aun entonces, con esa confesión, que si bien, como usted dice, no es modélica, sí fue lo máximo que pudimos arrancarle a ese hijo de puta; aun entonces, el asunto era muy delicado. Esta condena pende de un hilo muy fino, todos lo sabemos. Entonces aparece usted, haciendo preguntas, y como cada una de esas preguntas va desgastando un poco más ese hilo, nos ponemos un poco furiosos. Oiga, le pido disculpas por el comportamiento de mi colega. No quiero que se revoque esta condena, porque entonces no podría mirar a los Shriver a la cara, ni a mi propia familia; ni siquiera podría mirarme a mí mismo. Quiero que ese hombre pague por lo que hizo.

El teniente esperó la reacción de Cowart. Éste tuvo una repentina sensación de éxito y decidió consolidar su ventaja.

—¿Qué política siguen en su departamento respecto a entrar con armas en las salas de interrogatorios?

—No está permitido, y todos los agentes lo saben. El sargento de servicio lo comprueba. ¿Por qué?

—¿Le importaría ponerse en pie un momento?

Brown se encogió de hombros y se levantó de la silla.

—Ahora enséñeme los tobillos.

Pareció sorprendido.

—No entiendo…

—Con su permiso, teniente.

Brown lo miró con ceño.

—¿Es esto lo que quiere ver? —Levantó la pierna y puso el pie encima de la mesa, levantando la pernera del pantalón. En el tobillo, sujeta a la pantorrilla, llevaba una funda de piel marrón con una pistola del calibre 38. Bajó la pierna.

—¿Apuntó usted con esa arma a Ferguson y le dijo que lo mataría si no confesaba?

—En absoluto. —Una fría indignación recorrió la voz del detective.

—¿Y nunca apretó el gatillo con la recámara vacía?

—No.

—Entonces, ¿cómo podía saber Ferguson que usted llevaba esa pistola si no se la enseñó?

Brown lo miró fijamente desde el otro lado de la mesa, con una gélida rabia en los ojos.

—La entrevista ha terminado —dijo, señalando la puerta.

—Se equivoca —replicó Cowart, subiendo la voz—. Acaba de empezar.

5
De nuevo en el corredor de la muerte

Para los periodistas, como para el tirador que trata de hacer puntería, existe una zona, más allá de donde le alcanza la vista y del centro del blanco, en que los demás detalles de la vida se esfuman, y es entonces cuando el artículo empieza a tomar forma en su mente. Las lagunas narrativas, los puntos oscuros de su prosa, empiezan a hacerse obvios y el periodista, como un enterrador que arrojara paladas de tierra sobre un ataúd, rellena los huecos.

Matthew Cowart había llegado a esa zona.

Tamborileaba impacientemente con los dedos sobre la mesa de tablero de linóleo, mientras esperaba a que el sargento Rogers escoltara a Ferguson hasta la sala de entrevistas. Su viaje a Pachoula lo había dejado lleno de preguntas y anegado en un mar de respuestas probables. La historia había quedado instalada a medias en su mente, desde el preciso momento en que Tanny Brown reconoció a regañadientes que Wilcox había abofeteado a Ferguson. Aquella pequeña concesión había abierto la perspectiva de una sarta de mentiras. Cowart no sabía muy bien qué había ocurrido entre los detectives y su presa, pero lo que sí sabía era que había suficientes interrogantes para justificar su historia, y tal vez para reabrir el caso. Ahora estaba pendiente del segundo factor: si Ferguson no había matado a la niña, ¿quién lo había hecho? Cuando el condenado apareció en la entrada, con un cigarrillo apagado en los labios y los brazos cargados de carpetas, a Cowart le entraron ganas de saltar de alegría.

Los dos hombres se dieron la mano y Ferguson se acomodó en la silla.

—Estaré fuera —dijo el sargento, antes de dejar al periodista y al convicto encerrados en la salita. A continuación se oyó el clic de un pasador.

El preso sonreía, no con alegría sino con petulancia, y sólo por un momento, mientras comparaba aquella mueca con la fría ira que había visto en los ojos de Tanny Brown, Cowart sintió un cambio de opinión en su interior. Luego aquella sensación desapareció y Ferguson dejó caer sobre la mesa los documentos, que hicieron un ruido sordo.

—Sabía que volvería —dijo Ferguson—. Sabía lo que descubriría allí.

—¿Y qué cree que he descubierto?

—Que yo decía la verdad.

Cowart vaciló un momento y procuró que el preso perdiera parte de su confianza.

—Descubrí que decía verdades a medias.

Ferguson se enfureció al instante.

—¿Qué demonios insinúa? ¿No habló con esos polis? ¿No vio ese pueblo sudista de racistas? ¿No vio qué tipo de lugar es ése?

—Uno de esos polis racistas era negro. Olvidó decírmelo.

—Venga ya. ¿Cree que porque somos del mismo color ese tío es legal? ¿Acaso cree que es mi hermano? ¿Que no es tan racista como ese pequeño gusano que tiene por compañero? ¿Dónde ha estado usted, señor periodista? Tanny Brown es peor que el comisario más racista que quepa imaginar. Él hace el trabajo sucio para que esos otros polis del Sur profundo parezcan de la Unión de Derechos Civiles. Es blanco hasta la médula y lo único que odia más que a sí mismo es a los tipos de su propio color. Pregúnteselo a quien quiera. Pregunte quién es la mano dura en Pachoula, y la gente le dirá que es ese cerdo, se lo aseguro.

Ferguson se había puesto en pie y se paseaba por la habitación aporreándose la palma de una mano con el puño de la otra, y con eso enfatizaba sus palabras.

—¿No habló usted con el viejo borracho que me vendió?

—Sí, hablé con él.

—¿Y con mi abuela?

—También.

—¿No revisó el caso?

—No había demasiado que revisar.

—¿No vio por qué necesitaban aquella confesión?

—Sí.

—¿No vio la pistola?

—Sí, la vi.

—¿No leyó aquella confesión?

—Sí, la leí.

—Esos cabronazos me dieron una paliza.

—Reconocieron haberle abofeteado un par de veces…

—¿Un par de veces? ¡Joder, tío! Seguramente dijeron que habían sido unas palmaditas cariñosas o algo así, ¿no? Más un pequeño desliz que una verdadera paliza, ¿eh?

—Eso dieron a entender.

—¡Hijos de puta!

—Cálmese…

—¿Que me calme? ¡Cómo quiere que me calme! Esos mentirosos hijos de puta pueden sentarse ahí fuera y decir lo que les venga en gana. Y a mí, todo lo que me espera es una celda y la silla eléctrica.

Su voz había subido de tono y ya iba a añadir algo, cuando de pronto guardó silencio y se detuvo en medio de la sala. Volvió a fijar la mirada en Cowart, como tratando de recuperar parte de la calma que había perdido con tanta rapidez. Parecía estar pensando bien lo que iba a decir.

—Señor Cowart —dijo por fin—, ¿sabe que hasta esta misma mañana estábamos confinados en las celdas? Sabe lo que eso significa, ¿no?

—Dígame, ¿qué significa?

—El gobernador firmó una orden de ejecución. Nos tuvieron a todos encerrados en las celdas hasta que la orden se revocara o se llevara a cabo la ejecución.

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