Asiento.
La señora Saeki mira el reloj.
—Gracias por el café.
Me levanto y me dispongo a salir de la habitación. La señora Saeki coge la estilográfica de color negro, le quita el capuchón y empieza a escribir de nuevo. Al otro lado de la ventana centellea un relámpago y, por un instante, la habitación se tiñe de un color irreal. Tras una breve pausa retumba el trueno. El intervalo entre ambos parece haberse reducido.
—Oye, Tamura —me llama la señora Saeki. Ya en el umbral, me detengo y me doy la vuelta—. Me acaba de venir algo a la cabeza. Hace tiempo escribí un libro sobre rayos.
Permanezco en silencio. ¿Un libro sobre rayos?
—Busqué a personas que hubieran sufrido la descarga de un rayo y que hubiesen sobrevivido. Recorrí el país entero, entrevistando a la gente. El trabajo me llevó años. Llegué a reunir un gran número de entrevistas, todos los testimonios eran muy interesantes. El libro lo publicó una pequeña editorial, pero apenas se vendió. No tenía conclusión. Y nadie quiere leer un libro que no tenga conclusión. A pesar de que a mí me parecía muy normal que no la tuviera.
Un pequeño martillo va golpeando algún cajón dentro de mi cabeza. Con perseverancia. Estoy a punto de recordar algo de importancia crucial. Pero ni yo mismo sé de qué se trata. La señora Saeki vuelve a sus escritos y yo me resigno y regreso a mi habitación.
La fuerte tormenta de rayos, truenos y lluvia duró alrededor de una hora. Los truenos retumbaban con tanta fuerza que temí que los cristales de la biblioteca quedaran reducidos a añicos. Cada vez que un relámpago rasgaba el cielo, la vidriera del descansillo de la escalera arrojaba una luz espectral sobre la pared blanca. Sin embargo, antes de las dos de la tarde dejó de llover, los elementos se reconciliaron y la luz amarillenta del sol empezó a brillar a través de las nubes. Dentro de esa suave luz, sólo los goterones de agua que caían del tejado siguieron oyéndose hasta la eternidad.
Pronto llega la tarde, hago los preparativos para cerrar la biblioteca. La señora Saeki se despide de Ôshima y de mí y regresa a casa. Se oye el motor de su Volkswagen Golf. Me la imagino en el asiento del conductor, dando la vuelta a la llave de contacto. Le digo a Ôshima que puedo acabar de ordenar yo solo. Él se lava las manos y la cara en el lavabo canturreando el aria de una ópera. Y se marcha. Se oye el ronroneo de su Road Star, disminuye el volumen, se apaga. Y la biblioteca es toda mía. Reina en ella un silencio más profundo que de costumbre.
Vuelvo a mi habitación, miro la partitura de
Kafka en la orilla del mar
que me ha impreso Ôshima. Tal como imaginaba, la mayoría de acordes son muy sencillos. Y en el estribillo hay dos que son increíblemente complicados. Voy a la sala de lectura, me siento ante el piano vertical, pulso las teclas. La digitación es dificilísima. Practico una vez tras otra, domo los músculos de los dedos, al final logro reproducir un sonido similar. Primero, los acordes suenan todos mal, parece que me haya equivocado. Me pregunto incluso si no habrá algún error de impresión. O si, tal vez, el piano está desafinado. Pero a fuerza de ir escuchando con gran atención, una y otra vez, el eco de los acordes de forma alternativa me convenzo de que es justo en estos dos acordes donde reside el interés de la canción. Son estos dos acordes los que confieren a
Kafka en la orilla del mar
una profundidad de la que carecen las canciones
pop
más normales. Pero ¿cómo diablos se le pudieron ocurrir a la señora Saeki unos acordes tan fuera de lo común?
Vuelvo a mi habitación, caliento agua en la tetera eléctrica, me preparo un té, me lo tomo. Luego voy poniendo en el plato del tocadiscos, uno tras otro, los discos que me traje del trastero.
Blonde on Blonde
, de Bob Dylan;
White Album
, de los Beatles;
Dock of the Bay
, de Otis Redding;
Getz/Gilberto
, de Stan Getz. Todos, música que triunfó a finales de los 60. El chico que estaba en esta habitación —junto al cual, con toda seguridad, debía de encontrarse la señora Saeki— ponía estos discos en el plato, igual que estoy haciendo yo ahora, bajaba la aguja y escuchaba la música que salía por los altavoces. Esta música traslada la habitación entera, incluyéndome a mí, a un tiempo extraño. A un mundo de cuando yo aún no había nacido. Escuchando esta música, intento reproducir en mi mente, con la mayor exactitud posible, la conversación que he tenido esta tarde con la señora Saeki en el primer piso.
«Pero, a los quince años, yo estaba segura de que en este mundo existía un lugar así. De que la entrada a un mundo distinto estaba escondida en alguna parte y de que yo podría encontrarla».
Puedo oír su voz junto a mi oído. Algo vuelve a golpear la puerta que hay en mi cabeza. Con fuerza, insistentemente.
—¿La entrada?
Los dedos de la niña ahogada
Buscan la piedra de la entrada
Alza las mangas de su vestido azul
Y mira a
Kafka en la orilla del mar
«La niña que visita mi habitación posiblemente haya descubierto la
piedra de la entrada»
, pienso. Ella permanece en este otro mundo como era a los quince años y, al llegar la noche, viene a esta habitación. Con su vestido azul celeste contempla a
Kafka en la orilla del mar
.
Sin más, lo recuerdo de súbito. Que mi padre decía que una vez había recibido la descarga de un rayo. No lo oí directamente de sus labios. Lo leí por casualidad en una entrevista que le hicieron para alguna revista. Cuando mi padre aún estudiaba Bellas Artes, tenía trabajillo de media jornada como cadi en un campo de golf. Una tarde de julio, cuando recorría los campos detrás de dos golfistas, de repente el aspecto del cielo cambió y se desató una fuerte tormenta. Se refugiaron de la lluvia bajo un árbol que recibió la descarga de un rayo. El enorme árbol se partió en dos y los dos golfistas que acompañaban a mi padre perdieron la vida, pero él tuvo una especie de premonición, saltó de debajo del árbol justo antes de que cayera el rayo y logró salvar la vida. Sólo sufrió quemaduras leves, se le incendió el pelo y, al salir despedido por el impacto, se golpeó fuertemente la cabeza contra una piedra y perdió el conocimiento. Era eso. Aún conservaba una pequeña cicatriz en la frente. Era eso lo que intentaba recordar esta tarde, en el umbral de la puerta de la habitación de la señora Saeki, mientras ella me hablaba de los rayos. Tras recuperarse de aquellas heridas, mi padre inició una carrera seria en el mundo de la escultura.
Quizá la señora Saeki conociera a mi padre cuando estaba reuniendo testimonios para escribir su libro sobre los rayos. Existe la posibilidad. No hay tanta gente en este mundo que haya sobrevivido a la descarga eléctrica de un rayo.
Contengo la respiración, espero a que avance la noche. Las nubes están rasgadas en grandes jirones y la luz de la luna baña los árboles del jardín. Son demasiadas las coincidencias. Son muchas las cosas que empiezan a confluir deprisa en el mismo punto.
Como ya era entrada la tarde, lo primero que hicieron fue buscar alojamiento. El joven Hoshino se dirigió a la oficina de turismo de Takamatsu y pidió que les reservaran una habitación en un
ryokan
que le pareció adecuado. Entre los que tenían la ventaja de estar cerca de la estación, no había ninguno que valiera gran cosa, pero ni al joven Hoshino ni a Nakata les importó. Mientras tuviera futón donde acostarse y poder dormir, cualquier lugar les parecía bien. Igual que en el
ryokan
anterior, el desayuno estaba incluido, pero la cena no. Claro que, en el caso de Nakata, que podía caer dormido en cualquier instante, esto era lo mejor.
Al entrar en la habitación, Nakata hizo que el joven se tendiera sobre el tatami boca abajo, se le subió encima y le puso los pulgares de ambas manos sobre las vértebras de la parte baja de la espalda. Fue resiguiendo la espina dorsal, a partir de la zona de la cadera, arriba y abajo, inspeccionando detalladamente cada uno de los músculos y de las articulaciones. Esta vez, apenas hizo presión con la punta de los dedos. Se limitó a comprobar la forma de los huesos, la elasticidad de los músculos.
—¡Eh! ¿Algún problema? —preguntó el joven con inquietud. Tenía miedo de que empezara aquel dolor de improviso.
—No, no hay ningún problema. Nada. Todos los huesos ya están en su sitio —respondió Nakata.
—¡Menos mal ¡La verdad, no querría que volvieras a hacerme semejante daño —dijo el joven.
—Lo siento muchísimo. Pero usted me dijo que no le importaba que le doliera, así que Nakata apretó con todas sus fuerzas.
—Sí, ya sé que dije eso. Lo dije, pero escucha, abuelo, todo tiene un límite. Un poco de sentido común, hombre. Claro que me arreglaste la espalda y no tengo ningún derecho a quejarme. Pero es que aquello fue espantoso. ¡Horrible! No me lo podía ni imaginar. Fue como si me hubieran hecho picadillo. Sentí que me había muerto, después que resucitaba.
—Nakata, una vez, estuvo muerto durante tres semanas.
—¡Vaya! —exclamó el joven. Tendido aún de bruces sobre el tatami tomó un sorbo de té y siguió picando pipas y cacahuetes que había comprado en una de esas tiendas que no cierran nunca—. Así que abuelo, estuviste muerto durante tres semanas.
—Sí.
—Y, mientras tanto, ¿dónde estabas?
—Eso Nakata no lo recuerda bien. Me da la impresión de que fui a alguna parte y de que allí hice algo distinto. Pero la cabeza me flotaba y no logro recordar nada. Luego regresé aquí, me volví tonto y dejé de saber leer y escribir.
—La facultad de leer y escribir debiste de dejártela allí. Seguro.
—Es posible.
Por unos instantes, ambos enmudecieron. Había llegado un punto en que el joven Hoshino sentía que lo mejor era creer, en principio, cualquier cosa que le dijera el anciano, por estrafalaria e insólita que fuera. Pero, en algún rincón de su corazón, anidaba la inquietud al imaginar a qué terreno caótico y fuera de control podía llevarlo abundar en aquello de que «una vez estuve muerto durante tres semanas». Así que cambió de tema y trató de reconducir la conversación a un campo más cotidiano y realista.
—¿Qué, Nakata? Ya nos encontramos en Takamatsu. ¿Y ahora qué piensas hacer?
—No lo sé —dijo—. Nakata no sabe qué tiene que hacer.
—Pero ¿no teníamos que encontrar la «piedra de la entrada»?
—Sí, en efecto. Nakata lo había olvidado por completo. Debemos buscar esa piedra. Pero Nakata no sabe adónde tiene que ir para encontrarla. Siento como si la cabeza
me flotase
. Yo, en principio, no soy inteligente, y con la cabeza así no puedo hacer nada.
—¡Pues bonita situación!
—Sí. No es una situación bonita.
—Estar aquí parados, mirándonos las caras, no es muy divertido que digamos. Y además no nos llevará a ninguna parte.
—Tiene usted razón.
—Entonces, vaya, ¿por qué no se lo preguntamos a la gente? Si por aquí se encuentra la piedra esa.
—Si usted lo dice, Nakata también quiere hacerlo. Iré preguntando a la gente. No es que me enorgullezca de ello, pero, como Nakata no es inteligente, está acostumbrado a preguntar a los demás.
—Sí. Mi abuelo acostumbraba decir: «Preguntar es vergüenza de un instante; no preguntar es vergüenza de una vida».
—Exacto. Tiene usted razón. Cuando te mueres, todo lo que sabes desaparece.
—Bueno, no significa exactamente eso —dijo el joven rascándose la cabeza—. Pero en fin… Por cierto, no hace falta que seas muy preciso, pero ¿tienes más o menos una idea de cómo es esa piedra? ¿De qué tipo de piedra se trata, qué tamaño tiene, qué forma, qué color, o, si no, cuáles son los efectos que produce? Si no tenemos cierta idea, de nada nos servirá ir preguntándole a la gente. Si sólo les decimos: «¿Hay por aquí una piedra de entrada?», no nos entenderán y, encima, a lo mejor nos toman por locos. ¿No te parece?
—Sí. Nakata es tonto, pero no está loco.
—Claro.
—La piedra que Nakata está buscando es una piedra especial. No es muy grande. Es de color blanco, no huele. Sobre sus efectos, no sé mucho. Y tiene la forma de un
mochi
redondo.
Nakata dibujó con los dedos de ambas manos un círculo del tamaño de un LP.
—¡Vaya! Y si la vieras, ¿crees que la reconocerías? ¿Crees que dirías: «¡Oh! ¿Ésta es la piedra?».
—Sí, la reconocería nada más verla.
—Debe de ser una piedra
con historia
, con una tradición. Seguro que es una piedra famosa, que está adornando algún santuario sintoísta como objeto de exposición o algo así.
—Tal vez. Nakata no lo sabe bien, pero quizá sea así.
—O, si no, tal vez se halle en alguna casa y la utilicen como peso en los barriles para conservar cosas en adobo.
—No, eso no.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque esa piedra no la puede mover cualquiera.
—Pero tú sí puedes moverla.
—Sí, yo, posiblemente, pueda moverla.
—¿Y qué pasará entonces?
Nakata reflexionó, cosa infrecuente en él. O, al menos, puso cara de estar reflexionando. Mientras tanto, se acariciaba los cortos cabellos canos con la palma de la mano.
—Eso no lo sé muy bien. Lo único que Nakata sabe es que ha llegado el momento de que alguien la mueva.
El joven reflexionó.
—¿Y ese
alguien
eres tú? Ahora, al menos.
—Sí, en efecto.
—¿Y esa piedra se halla sólo en Takamatsu? —preguntó.
—No, no. Yo diría que el lugar no importa. Si ahora está aquí es sólo por casualidad. Claro que habría sido mucho más cómodo que estuviera más cerca, en el distrito de Nakano.
—¿Y no puede ser peligroso mover así, por las buenas, una piedra tan especial?
—Sí, señor Hoshino, tiene usted razón. Puede ser muy peligroso.
—¡Me rindo! —dijo el joven sacudiendo despacio la cabeza. Luego se puso la gorra de los Chûnichi Dragons e hizo pasar su cola de caballo por la abertura de detrás—. Esto se parece a una película de Indiana Jones.
Al día siguiente por la mañana, los dos se dirigieron a la oficina de turismo de la estación y preguntaron si en la ciudad de Takamatsu, o en sus alrededores, había alguna piedra famosa.
—¿Una piedra? —dijo la joven del mostrador haciendo una pequeña mueca. Se había quedado perpleja, a todas luces, ante aquella pregunta tan concreta. Ella no había recibido más que una pequeña preparación para informar a los turistas sobre breves visitas a las ruinas históricas de la zona.