Más allá de las zonas de atraque y las compuertas, las multitudes se redujeron a peatones ocasionales. La estación no seguía un ritmo de día y noche, sino el de las naves atracadas, y todo el mundo cambiaba de rumbo, cargaba y descargaba como locos porque el tiempo era dinero, las naves partían, y la tranquilidad reinaba de nuevo siguiendo un paso que no encajaba necesariamente con el tiempo estándar de Solsticio que llevaban en el espacio local komarrés.
Ekaterin se dirigió hacia un pequeño pasillo secundario que, según había descubierto antes, proporcionaba un atajo hacia la zona de restaurantes y el hotel. Uno de los puestos vendía pasteles tradicionales barrayareses y, como publicidad, ventilaba astutamente sus hornos en el salón. Ekaterin pudo oler la levadura, el cardamomo y el caliente sirope de moras. La combinación recordaba a la Feria de Invierno de Barrayar, y una oleada de nostalgia la asaltó.
Bajando por el despoblado pasillo hacia ellas, junto con los aromas, venía un hombre vestido con el mono de trabajo habitual de la estación. El logotipo comercial en su pecho izquierdo indicaba TRANSPORTES PUERTO SUR, LTD., grabado con letras inclinadas para dar impresión de velocidad, y con líneas blancas en su estela. Llevaba dos grandes bolsas repletas de cajas de metal. Se detuvo en seco y pareció sorprendido, como Ekaterin. Era uno de los ingenieros de Gestión de Calor Residual… Arozzi era su nombre.
Él la reconoció también, por desgracia.
—¡Señora Vorsoisson! —exclamó, y en voz más baja—. Qué sorpresa encontrarla aquí—. Miró alrededor con expresión frenética y atrapada—. ¿Está el administrador con usted…?
Ekaterin estaba buscando un plan para decir:
Lo siento, creo que no lo conozco
, con la idea de esquivarlo y continuar adelante sin mirar, doblar la esquina y buscar rápidamente la cabina de emergencia más próxima. Pero Arozzi soltó sus bolsas, sacó un aturdidor del bolsillo, y lo apuntó hacia ella antes de que pudiera decir algo más que:
—Lo siento…
—Yo también —dijo él con evidente sinceridad, y disparó.
Ekaterin abrió los ojos y vio el techo del pasillo, inclinado. Sentía todo el cuerpo acribillado por agujas, negándose a obedecer sus urgentes órdenes para que se moviera. Notaba la lengua como si fuera un calcetín empapado metido dentro de la boca.
—No me obligue a disparar —le suplicaba Arozzi a alguien—. Lo haré.
—Le creo —respondió la voz de la profesora, justo al lado de la oreja de Ekaterin. Entonces advirtió que estaba a bordo de la plataforma flotante, medio sentada contra el pecho de su tía, la pierna colgando flácida sobre el equipaje que tenía delante. La mano de la profesora la sujetaba por un hombro. Arozzi, tras mirar desesperado alrededor, depositó sus cajas de metal sobre su regazo, agarró el control de la plataforma, y empezó a caminar por el pasillo todo lo rápido que la plataforma sobrecargada le permitía.
Socorro
, pensó Ekaterin.
Me está secuestrando un terrorista komarrés
. Su grito, cuando doblaron otra esquina y pasaron ante una mujer vestida con un uniforme del servicio alimentario, salió en forma de gemido grave. La mujer apenas los miró. No era un espectáculo desusado ver a dos viajeros agotados por el mareo a quienes llevaban a sus naves de trasbordo, o a un hotel, o tal vez a la enfermería. O a la morgue… Una dosis fuerte con un aturdidor, según tenía entendido Ekaterin, dejaba inconsciente a la gente durante horas. A ella tenían que haberla alcanzado con una dosis ligera. ¿Era eso un favor? No podía sentir sus miembros, pero sí los latidos de su corazón, que golpeaba pesadamente en su pecho mientras la adrenalina corría inútilmente por su sistema nervioso periférico.
Más vueltas, más bajadas, más niveles. ¿Tenía el mapa cúbico todavía en el bolsillo? Dejaron la zona de tránsito de viajeros para internarse en niveles dedicados a la carga y reparación de naves. Por fin llegaron a una puerta que indicaba TRANSPORTES PUERTO SUR, LTD. con el mismo tipo de letra que en el mono, y SÓLO PERSONAL AUTORIZADO con letras rojas más grandes. Arozzi las hizo pasar por más puertas selladas, y bajaron una rampa hasta una amplia bodega de carga. Hacía frío, y olía a combustible, ozono y plástico. Estaban en la zona más externa de la estación, de todas formas, fuera cual fuese la dirección que hubiesen tomado para llegar. Había visto el logotipo de Puerto Sur antes, advirtió Ekaterin; era una de esas compañías menores que vivían de las migajas que dejaban las grandes firmas familiares komarresas.
Un hombre alto y fornido, también ataviado con un mono, cruzó la bodega hacia ellos. Sus pasos resonaban. Era el doctor Soudha.
—La cena por fin —empezó a decir, pero luego vio la plataforma flotante—. ¿Qué demonios…? Roz, ¿qué es esto? ¡Señora Vorsoisson!
La miró asombrado. Ella le devolvió la mirada llena de aturdida repulsión.
—Me topé con ella cuando venía con la comida —explicó Arozzi, depositando la plataforma en el suelo—. No pude evitarlo. Me reconoció. No podía dejarla ir y que nos denunciara, así que la aturdí y la traje aquí.
—¡Roz, idiota! ¡Lo último que necesitamos ahora son rehenes! Sin duda la echarán en falta, ¿y cuándo?
—¡No tuve más remedio!
—¿Quién es la otra dama? —le dirigió a la profesora un saludo apresurado, extrañamente amable.
—Me llamo Helen Vorthys —dijo la profesora.
—No será la esposa del Lord Auditor…
—Sí —su voz era fría y firme, pero Ekaterin notó el leve temblor de su cuerpo.
Soudha maldijo entre dientes.
Ekaterin tragó saliva, se pasó la lengua por la boca y se esforzó por sentarse. Arozzi rescató sus cajas, y entonces volvió a desenfundar su aturdidor. Una mujer, atraída por las voces, se acercó. De mediana edad, con el pelo rubio grisáceo rizado, también vestida con el mono de Puerto Sur Transportes. Ekaterin reconoció a Lena Foscol, la contable.
—Ekaterin —susurró la tía Vorthys—, ¿quiénes son esta gente? ¿Los conoces?
Ekaterin contestó en voz alta, aunque un poco pastosa.
—Son los criminales que robaron una enorme suma de dinero del Proyecto de Terraformación y asesinaron a Tien.
—¿Qué? —dijo Foscol, sobresaltada—. ¡No hicimos nada de eso! ¡Estaba vivo cuando lo dejé!
—Lo dejó encadenado a una barandilla con un depósito de oxígeno vacío, que no comprobaron. Y luego me llamó para que fuera a por él. Una hora y media demasiado tarde. —Ekaterin escupió su desprecio—. Un plan exquisito. Señora. El Emperador Loco Yuri lo habría considerado una obra de arte.
—Oh —jadeó Foscol. Parecía enferma—. ¿Es verdad? Está usted mintiendo. ¡Nadie saldría de la cúpula con un depósito vacío!
—Usted conocía a Tien —dijo Ekaterin—. ¿Qué le parece?
Foscol guardó silencio.
Soudha estaba pálido.
—Lo siento, señora Vorsoisson. Si eso fue lo que sucedió, fue un accidente. Queríamos que viviera, se lo juro.
Ekaterin frunció los labios y no dijo nada. Al enderezarse, con las piernas colgando, pudo ver mejor la bodega de carga. Tenía unos treinta metros de diámetro y veinte de profundidad, bien iluminada, con andamios y cables de energía por todo el techo, y una cabina de control de cristal situado al otro lado de la amplia rampa por la que habían entrado. Había equipo esparcido por todas partes, alrededor de un enorme objeto que dominaba el centro de la cámara. Su parte principal parecía consistir en un cono en forma de trompeta retorcida hecho de una sustancia oscura y pulida (¿metal, cristal?) que se apoyaba en cepos acolchados sobre una grúa flotante posada. Un montón de conexiones asomaban en su estrecho extremo. La boca de la campara era dos veces más alta que Ekaterin. ¿Era esto el «arma secreta» que buscaba lord Vorkosigan?
¿Y cómo habían conseguido esta gente llegar aquí, burlando la caza de SegImp? Sin duda los de SegImp estaban comprobando todas las lanzaderas que salían de la superficie del planeta… en los últimos días, advirtió Ekaterin. Podrían haber transportado este aparato hacía semanas, antes de que la búsqueda se iniciara. Y SegImp probablemente se estaba concentrando en las naves de salto y sus pasajeros, no en los cargueros atrapados en el espacio local. Los conspiradores de Soudha habían tenido años para desarrollar sus identidades falsas. Actuaban como si poseyeran el lugar… Tal vez así era.
Foscol habló, con los labios casi tan apretados como los de la propia Ekaterin.
—No somos asesinos. No como ustedes, los de Barrayar.
—No he matado a nadie en mi vida. Para no ser asesinos, su lista de víctimas es impresionante —replicó Ekaterin—. No sé qué pasó con Radovas y Trogir, ¿pero qué hay de los seis pobres trabajadores del espejo solar y la piloto de aquel carguero… y Tien? Son ocho al menos, tal vez diez.
Tal vez doce, si no tengo cuidado
.
—Fui estudiante en la Universidad de Solsticio durante la Revuelta —respondió Foscol, claramente muy sobresaltada por la noticia de la muerte de Tien—. Vi a amigos y compañeros de clase abatidos a tiros por las calles, durante las manifestaciones. Recuerdo que gasearon la Cúpula Parque Verde. No se atreva usted, ¡una barrayaresa!, a acusarme de asesina.
—Yo tenía cinco años cuando se produjo la Revuelta de Komarr —dijo Ekaterin, cansada—. ¿Qué piensa que tendría que haber hecho, eh?
—Si quiere que nos remontemos atrás en la historia —intervino la profesora secamente—, fueron ustedes, los komarreses, quienes dejaron que los cetagandanos nos atacaran. Cinco millones de barrayareses murieron antes de que lo hiciera el primer komarrés. Llorar por sus muertos del pasado es una competición que los komarreses no pueden ganar.
—Eso fue hace mucho tiempo —replicó Foscol, un poco a la desesperada.
—Ah. Ya veo. Entonces la diferencia entre un criminal y un héroe es el orden en que cometen sus viles crímenes —dijo la profesora, con falsa cordialidad—. Y la justicia viene con fecha de caducidad. En ese caso, será mejor que se den prisa. No querrán que su heroísmo se eche a perder.
Foscol se contuvo.
—No planeamos matar a nadie. Todos los presentes vimos la futilidad de ese tipo de heroicidades hace veinte años.
—Las cosas no parecen ir exactamente según lo planeado, ¿no? —murmuró Ekaterin, frotándose la cara. La notaba menos aturdida. Ojalá pudiera decir lo mismo de su entendimiento—. Ya veo que no niegan ser ladrones.
—Estamos recuperando parte de lo que era nuestro —replicó Foscol.
—El dinero invertido en la terraformación de Komarr no hace ningún bien directo a Barrayar. Han estado ustedes robando a sus propios nietos.
—Lo que tomamos fue para hacer una inversión para Komarr que rendirá incalculables beneficios a nuestras generaciones futuras —contestó Foscol.
¿Le habían molestado las palabras de Ekaterin? Tal vez. Soudha parecía estar pensando furiosamente, mientras observaba a las dos barrayaresas.
Que sigan discutiendo
, pensó Ekaterin. La gente no podía discutir y pensar al mismo tiempo, o al menos, un montón de gente que conocía tenía ese problema. Si pudiera mantenerlos hablando mientras su cuerpo se recuperaba un poco más del aturdimiento, podría… ¿qué? Vio una alarma de incendios en la base de la rampa de entrada, tal vez a diez pasos de distancia. Alarma, falsa alarma, la atención de las autoridades enfadadas sería atraída hacia Transportes Puerto Sur… ¿Podría Arozzi volver a aturdirla en menos de diez pasos? Se apoyó en las piernas de su tía, tratando de parecer muy débil, y dejó que una mano se cerrara en torno del tobillo de la profesora, como buscando consuelo. El extraño aparato acechaba silenciosa y misteriosamente en el centro de la cámara.
—¿Y qué planean hacer, cerrar el agujero de gusano y dejarnos aislados? —dijo Ekaterin sarcásticamente—. ¿O van a…?
Su voz se apagó cuando advirtió el aturdido silencio que habían creado sus palabras. Observó a los tres komarreses, que la miraban con horror.
—No pueden hacerlo, ¿verdad?
Había una maniobra militar para hacer un agujero de gusano temporalmente intransitable, que implicaba sacrificar a una nave (y su piloto) en un nódulo a medio salto. Pero la disrupción se agotaba en poco tiempo. Los agujeros de gusano se abrían y se cerraban, sí, pero eran rasgos astrográficos como las estrellas, que implicaban escalas temporales y energías que la capacidad humana actual no podía controlar.
—No pueden hacer eso —dijo Ekaterin con más firmeza—. La disrupción que vayan a crear, tarde o temprano desaparecerá, y entonces estarán metidos ustedes en un lío mucho mayor que antes.
A menos que la conspiración de Soudha fuera sólo la punta del iceberg, con algún gran plan coordinado para que todo Komarr se alzara contra el dominio barrayarés en una nueva Revuelta. Más sangre, más guerra bajo cristales… Las cúpulas de Komarr podrían causarle claustrofobia, pero la idea de que sus vecinos komarreses fueran destruidos en otro capítulo de esta interminable pugna la hizo sentirse enferma. La Revuelta había hecho cosas viles a los barrayareses también. Si ardían nuevas hostilidades y se extendían el tiempo suficiente, Nikki llegaría a la edad de verse envuelto en ellas…
—No pueden mantenerlo cerrado. No pueden aguantar. No tienen ninguna defensa.
—Podemos y lo haremos —dijo Soudha.
Los ojos marrones de Foscol brillaron.
—Vamos a cerrar el agujero de gusano
permanentemente
. Nos libraremos de Barrayar para siempre, sin disparar un tiro. Una revolución incruenta, y no habrá nada que puedan hacer al respecto.
—Una revolución de ingenieros —dijo Soudha, y el fantasma de una sonrisa curvó sus labios.
El corazón de Ekaterin martilleó en su pecho, y la resonante bodega de carga pareció ladearse. Tragó saliva, y habló con esfuerzo.
—¿Planean cerrar el agujero de gusano a Barrayar con el Carnicero de Komarr y tres cuartas partes de las fuerzas militares de Barrayar apostadas
a este lado
, y creen que será una revolución
incruenta
? ¿Y qué hay de toda la gente de Sergyar? ¡Son ustedes idiotas!
—El plan original —dijo Soudha, tenso—, era golpear en el momento de la boda del Emperador, cuando el Carnicero de Komarr y tres cuartas partes de las fuerzas espaciales estuvieran de regreso en la órbita de Barrayar.
—Junto con un montón de diplomáticos galácticos inocentes. ¡Y no pocos komarreses!
—No puedo imaginar un destino mejor para todos los colaboracionistas —dijo Foscol—, que quedarse atrapados con sus encantadores amigos de Barrayar. Los Antiguos Vor siempre están diciendo que todo era mucho mejor en su Era del Aislamiento. Vamos a hacer que se cumpla su deseo.