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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (4 page)

BOOK: La Antorcha
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—Cuéntame cosas de cuando eras guerrera, madre. —Soy de la tribu nómada de las amazonas —empezó a decir Hécuba.

Casi siempre parecía dispuesta a hablar de la primera etapa de su vida, sobre todo, pensó Casandra, desde el último embarazo.

—Nuestros padres y hermanos son también jinetes y muy valientes.

—¿Son guerreros?

—No, niña; entre las tribus ecuestres, las mujeres son las guerreras. Los hombres son curanderos y magos. Conocen todas las ramas de la sabiduría y saben de árboles y hierbas.

—¿Podré vivir con ellos cuando sea mayor?

—¿Con los centauros? Claro que no; las mujeres no pueden criarse en la tribu de los hombres.

—No, me refiero a tu tribu, a las amazonas.

—Creo que a tu padre no le gustaría —dijo Hécuba, pensando que aquella hija pequeña y solemne podría haber crecido hasta convertirse en una figura de mando entre los nómadas de donde ella procedía—, pero quizá pueda arreglarse algún día. En mi tribu, un padre sólo tiene autoridad sobre sus hijos varones y es la madre quien decide el destino de una hija. Tendrías que aprender a cabalgar y a manejar las armas.

Tomó entre las suyas la mano pequeña y blanda y pensó que era difícil que aquella mano se convirtiera en la de una guerrera.

—¿Qué templo es ése de allí arriba? —preguntó Casandra, señalando a la más alta de las terrazas que tenían ante ellas e indicando un edificio blanco que resplandecía bajo el sol.

Desde donde se encontraban, Casandra, apoyada en el muro que protegía la tortuosa escalera ascendente, pudo ver abajo los tejados del palacio y las pequeñas figuras de las mujeres que estaban tendiendo la colada, los arbolitos plantados en toneles, los vivos colores de sus ropas y las esteras en donde se tendían para descansar al sol. Más abajo todavía, se distinguían las murallas que se alzaban sobre la planicie.

—Es el templo de Palas Atenea, la más grande de las diosas del pueblo de tu padre.

—¿Es igual que la gran diosa, la que tú llamas Madre Tierra?

—Todas las diosas son una y todos los dioses son uno; pero se muestran a los hombres con diferentes rostros en diferentes ciudades y en diferentes tiempos. Aquí, en Troya, Palas Ateneas es la diosa virgen, porque en su templo, al cuidado de sus doncellas, se guarda el objeto más sagrado que hay en nuestra ciudad. Se le llama Paladio.

Hécuba hizo una pausa, pero Casandra, consciente de que allí había una narración, no despegó los labios y su madre prosiguió con tono evocador:

—Dicen que cuando la diosa Atenea era joven tenía una compañera mortal, la doncella Libia Palas; y que al morir Palas, Atenea se apenó tanto que añadió su nombre al propio y por eso se la conoce como Palas Atenea. Modeló una imagen de su amiga y la colocó en el Templo de Zeus en el Olimpo. En aquel tiempo Erecteo, que era rey en Creta y antepasado de tu padre antes de que su gente viniese a esta parte del mundo, tenía un gran rebaño de un millar de magníficas reses; y Bóreas, el hijo del Viento del Norte, las amaba, y las visitaba bajo la forma de un gran toro blanco; y estas reses sagradas se convirtieron en los toros—dioses de Creta.

—No sabía que los reyes de Creta fuesen antepasados nuestros —dijo Casandra.

—Son muchas las cosas que ignoras —afirmó Hécuba con acento de reproche y Casandra contuvo la respiración. ¿Se habría enfadado su madre hasta el punto de interrumpir el relato? Pero el leve enojo de Hécuba no le impidió continuar.

—Lio, el hijo de Erecteo, vino a estas costas y participó en los Juegos sacros. Fue el vencedor y, como tal, consiguió el premio de cincuenta muchachos y cincuenta muchachas. En vez de convertirlos en sus esclavos, dijo: «Los haré libres y con ellos fundaré una ciudad». Partió en una nave cuyo rumbo dejó a la voluntad de los dioses... y ofreció sacrificios al Viento del Norte para que lo empujase al lugar adecuado donde construir su ciudad, a lo que pretendía llamar Ilion, que es otro de los nombres de la ciudad de Troya.

—¿Le empujó hasta aquí el Viento del Norte? —preguntó Casandra.

—No, fue desviado de su rumbo por un torbellino; y cuando se dirigió a descansar cerca de la desembocadura de nuestro sagrado Escamandro, los dioses enviaron una de aquellas vacas, una bella novilla hija del Viento del

Norte, y una voz llegó hasta Lio, gritando: «¡Sigue a la vaca! ¡Sigue a la vaca!». Dicen que la vaca vagó hasta llegar a la curva del río Escamandro y que allí se tendió; en ese lugar alzó Lio la ciudad de Troya. Una noche oyó otra voz del cielo que le decía: «Conserva la imagen que te entrego; porque mientras Palas more en el seno de tu ciudad, ésta nunca caerá». Al despertar vio la imagen de Palas con una rueca en una mano y una lanza en la otra, como la propia Atenea. Así que, al construir la ciudad, alzó primero ese templo, en el lugar más alto y lo dedicó a Atenea. Era una nueva apariencia de la diosa, una de las grandes figuras del Olimpo, adorada incluso por quienes honran a los dioses del cielo y al Tonante. La convirtió en patrona de nuestra ciudad. Ella fue quien nos dio las artes del hilado y los dones de la viña y del olivo, el vino y el aceite.

—¿Pero no vamos hoy a su templo, madre?

—No, cariño; aunque la diosa virgen es también patrona del parto y yo debería hacer sacrificios en su honor. Hoy iremos ante Apolo, Señor del Sol. Es además Señor de los Oráculos; mató a la gran Pitón, diosa del averno y se convirtió también en Señor del Averno.

—Dime. ¿Cómo es posible que pudiese matar a la Pitón si se trataba de una diosa?

—Oh, supongo que porque el Señor del Sol es más fuerte que cualquier diosa —dijo su madre mientras subían por la colina que se alzaba en el centro de la ciudad.

Los escalones eran muy altos y Casandra sintió cansancio en sus piernas mientras subía. Una vez que volvió la vista atrás vio que estaban ya muy arriba, tan cerca del templo del dios, que podía distinguir por encima de la muralla de la ciudad los grandes ríos que cruzaban la llanura y se reunían en una gran corriente plateada camino del mar.

Entonces, por un instante, le pareció que la superficie del mar se sombreaba y que veía naves que empañaban el brillo de las olas. Se frotó los ojos y preguntó:

—¿Son ésas las naves de mi padre?

Hécuba se volvió.

—¿Qué naves? Yo no veo nave alguna. ¿Bromeas?

—No, de verdad que las veo. Mira hacia allá, una tiene una vela grisácea... No, era el sol que me daba en los ojos. Ahora no puedo verlas.

Le dolían los ojos y las naves habían desaparecido. ¿O había sido todo una ilusión del resplandor del agua?

Le pareció que la atmósfera estaba muy clara y plagada de puntitos luminosos, como un tenue velo que en cualquier momento podía desgarrarse o descorrerse para permitir la visión de otro mundo más allá de éste. No podía recordar haberla visto así nunca. Sintió, sin saber cómo, que las naves que había contemplado pertenecían a ese otro mundo. Tal vez se tratara de algo que vería algún día. Era demasiado pequeña para pensar cuan extraño resultaba aquello. Su madre se le había adelantado y, por alguna razón, le pareció que la importunaría si tornaba a hablarle de las naves que había visto y que ya no podía ver, se apresuró para alcanzar a la reina, sintiendo el dolor de sus piernas al subir los escalones.

El templo de Apolo Helios, Señor del Sol, estaba a más de la mitad del camino hasta la cumbre de la colina donde se asentaba la gran ciudad de Troya. Más arriba sólo se hallaba el templo de Atenea virgen, pero el de Apolo era el más bello de la ciudad. Había sido construido con deslumbrantes mármoles blancos y altas columnas a ambos lados sobre cimientos de piedra, colocado, como le habían dicho a Casandra más de una vez, por titanes antes incluso de que hubieran nacido los más ancianos de la ciudad. La luz era tan intensa que Casandra se protegió los ojos con las manos. Bueno, si era la casa del dios del Sol, ¿qué podía esperarse excepto una deslumbrante y perpetua luz? En el patio exterior, donde los mercaderes vendían toda clase de cosas, incluyendo animales para los sacrificios, pequeñas imágenes del dios en arcilla, alimentos y bebidas, su madre le compró una raja de melón. Ésta le suavizó la garganta, reseca tras la larga y polvorienta subida. El área protegida por el pórtico del patio siguiente estaba sombreada y fresca. Allí, varios sacerdotes y funcionarios reconocieron a la reina y se acercaron a saludarla.

—Bienvenida, señora —dijo uno de ellos—, y sea también bienvenida la princesita. ¿Os agradaría sentaros aquí y descansar un momento hasta que la sacerdotisa pueda hablaros?

Condujeron a la reina y a la princesa hasta un banco de mármol a la sombra. Por un momento, Casandra permaneció sentada en silencio junto a su madre, contenta de haber dejado atrás el calor. Terminó su raja de melón y se limpió las manos en la falda. Luego miró a su alrededor en busca de un lugar en donde dejar la cáscara. No le parecía bien tirarla al suelo en presencia de los sacerdotes y sacerdotisas. Junto el banco descubrió un cesto en donde había cáscaras y mondaduras de fruta y puso la suya con las demás.

Después caminó lentamente en torno al recinto, preguntándose qué podría ver allí y cuáles serían las diferencias entre la casa de un dios y la casa de un rey. Ésta desde luego, era sólo la antecámara donde las gentes aguardaban a ser recibidas. Había un lugar como aquél en el palacio, en el cual esperaban quienes deseaban obtener un favor del rey o entregarle un presente. Se preguntó si el dios tendría una alcoba dónde dormiría o se bañaría. Entonces pudo ver, al pasar, la estancia principal, que supuso era el salón de audiencias.

Allí estaba. Los colores con que se hallaba pintado resultaban tan naturales que, por un instante, Casandra no se dio cuenta de que lo que estaba viendo era una estatua. Le pareció razonable que un dios tuviera una altura superior a la de los humanos y que, rígidamente erguido, mostrase una sonrisa distante pero acogedora. Casandra penetró subrepticiamente en la sala, llegó hasta los pies del dios y, por un momento, le pareció oírle hablar. Luego supo que era tan sólo una voz en su mente.

—Casandra —dijo, y parecía perfectamente natural que un dios conociera su nombre sin que se lo hubiese dicho—. ¿Serás mi sacerdotisa?

Ella murmuró, sin saber ni importarle si hablaba en voz alta.

—¿Me necesitas, Apolo?

—Sí, y por eso te llamé —le contestó.

La voz era profunda y matizada, como imaginaba que debía de ser la voz de un dios; y le habían dicho que Helios era también el dios de la música y de las canciones.

—Pero soy sólo una niña, aun no tengo edad para dejar la casa de mi padre.

—Aun así, te ordeno que, cuando llegue el día, recuerdes que me perteneces —dijo la voz.

Durante un momento, las motas de polvo dorado que danzaban en el oblicuo rayo de sol se unieron en una gran banda a través de la cual le pareció que el dios llegaba hasta ella con un ardiente contacto... y entonces, el fulgor desapareció y pudo ver que era sólo una estatua, fría e inmóvil y en manera alguna semejante al Apolo que le había hablado.

Llegó la sacerdotisa conduciendo a su madre hasta la imagen, pero Casandra tiró de la mano de la reina.

—Todo va bien —murmuró con insistencia—. El dios me ha dicho que te otorgará lo que le has pedido.

No tenía idea de cuándo había oído aquello; simplemente sabía que el hijo de su madre era un varón. Y si conocía lo que antes ignoraba, tenía que haber sido el dios quien se lo había dicho y así, aunque no había oído su voz, supo que lo que afirmaba era cierto.

Hécuba la miró escéptica, luego se soltó de su mano y fue con la sacerdotisa hacia la sala interior. Casandra miró a su alrededor.

Junto al altar había un pequeño cesto de mimbre. En su interior Casandra advirtió un cierto movimiento. Al principio pensó que se trataba de gatitos y se preguntó por qué, puesto que no se sacrificaban gatos a los dioses. Observando más de cerca, reparó en que dentro del cesto había dos pequeñas culebras enroscadas. Sabía que las serpientes pertenecían al Apolo del Infierno. Sin detenerse a pensar, tendió los brazos y agarró una serpiente en cada mano, acercándolas a su cara. Las sintió blandas, cálidas, secas y tenuemente escamosas entre sus dedos y no pudo resistirse a besarlas. Se notó extrañamente alborozada y un poco mareada, y su menudo cuerpo comenzó a temblar.

No supo cuánto tiempo permaneció en cuclillas, sosteniendo las serpientes. Ni podría haber revelado lo que le dijeron. Sólo sabía que las escuchó con atención durante todo el tiempo.

Entonces oyó el grito de temor y de enojo de su madre. Sonriendo, alzó hacia la reina su mirada.

—No te preocupes —dijo, advirtiendo la agitación en el rostro de la sacerdotisa que se hallaba tras Hécuba—. El dios me dijo que podía hacerlo.

—Déjalas inmediatamente —le ordenó la sacerdotisa—. No deberías haberlas cogido; te has expuesto a que te muerdan.

Casandra hizo una última caricia a cada una de las serpientes y con cuidado, las devolvió a su cesto. Le pareció que se sentían contrariadas por abandonar su compañía y se inclinó para prometerles que volvería y jugaría con ellas. —Eres una niña mala y desobediente! —exclamó Hécuba mientras Casandra se levantaba. La agarró por un brazo, pellizcándola con fuerza. Casandra le echó hacia atrás, asustada. Jamás había visto a su madre tan enfadada con ella como en aquel momento, y además no comprendía por qué se había irritado tanto. — —No sabes que las serpientes son venenosas? —Pero pertenecen al dios —replicó Casandra—. Él no permitiría que me mordiesen.

—Has tenido mucha suerte —declaró la sacerdotisa, con gesto preocupado.

—¡Tú las coges sin miedo! —exclamó Casandra.

—Pero yo soy sacerdotisa y me han enseñado a manejarlas.

—Apolo dijo que yo sería su sacerdotisa y me aseguró que podía tocarlas —afirmó con voz firme, y la sacerdotisa la miró ceñuda.

—¿Es eso cierto, niña?

—Pues claro que no lo es —terció Hécuba con aspereza— ¡Se lo ha inventado! Siempre se imagina cosas.

Aquello resultaba tan falso y tan injusto que Casandra se echó a llorar. Su madre la aferró de un brazo y la condujo afuera, empujándola con tal vigor por la escalinata que tropezó y a punto estuvo de caerse. Él día parecía haber perdido todo su dorado esplendor. El dios había desaparecido. Ya no era capaz de sentir su presencia y habría llorado más por eso que por el dolor que le producía la mano de su madre en el brazo.

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