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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (3 page)

BOOK: La Antorcha
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—Vete, no debes estar aquí —le dijo a éste.

—Tengo el deber de asegurarme de que todo está en orden en las habitaciones de las mujeres del rey —declaró con firmeza, clavados los ojos en la cara de nuevo serena de la reina.

—Déjalo, no hace más que cumplir con su deber —le dijo Hécuba a la doncella, con voz aún temblorosa—. Te aseguro, guardián, que sólo fue un mal sueño. He ordenado a las mujeres que revisen todas las estancias. No hay fuego.

—Hemos de enviar a alguien al templo para que venga una sacerdotisa —dijo una mujer que estaba junto a Hécuba—. ¡Debemos saber qué peligro presagia un sueño tan funesto!

Se oyeron unos pasos firmes y la puerta se abrió por completo. El rey de Troya apareció en el umbral. Era un hombre alto y fuerte, en la década de los treinta, de músculos sólidos y hombros anchos, de negro pelo rizado y cuidada barba también negra y rizada. Al momento, exigió en nombre de todos los dioses y de todas las diosas que se le dijera a qué se debía semejante conmoción en su casa.

—Señor... —Los criados retrocedieron cuando Príamo entró a grandes zancadas.

—¿Estás bien, mi señora? —preguntó, y Hécuba bajó los ojos.

—Lamento este revuelo. He tenido un mal sueño.

Príamo hizo un gesto a las mujeres.

—Id y aseguraos de que todo se halla en orden en las estancias de los niños reales —les ordenó.

Las mujeres desaparecieron al instante. Príamo era un hombre de carácter afable, pero no era conveniente ponerse en su camino en las escasas ocasiones en que se mostraba enojado.

—Y tú —ordenó al guardián— ya has oído a la reina. Ve al templo de la Gran Madre, e informa de que la reina ha tenido un sueño de malos presagios, y necesita una sacerdotisa que lo interprete, ¡de inmediato!

El guardián echó a correr escaleras abajo y Hécuba tendió una mano a su esposo.

—¿Es cierto que fue sólo un sueño? —preguntó.

—Sólo un sueño —le contestó, pero bastó su recuerdo para que se estremeciera.

—Cuéntamelo, amor —le pidió mientras la conducía al lecho, se sentaba junto a ella y se inclinaba para tomar sus dedos entre las callosas palmas de sus manos.

—Me siento necia por haber perturbado a todos por una pesadilla.

—No, tenías derecho a hacerlo. ¡Quién sabe! Puede que el sueño te haya sido enviado por algún dios, enemigo tuyo o mío. O por un dios amigo, para advertirte de un desastre. Cuéntamelo.

—Soñé, soñé... —Hécuba tragó saliva, tratando de imponerse a la opresora sensación de miedo—. Soñé que había nacido nuestro hijo, un niño, y que yo yacía contemplando cómo lo fajaban, cuando un dios surgió en la estancia de repente.

—¿Qué dios? —la interrumpió Príamo—. ¿Bajo qué forma?

—¿Cómo podía saberlo? —preguntó a su vez, Hécuba razonablemente—. Conozco pocas cosas de quienes habitan en el Olimpo. Pero estoy segura de no haber ofendido a ninguno de ellos ni de haberles deshonrado.

—Háblame de su apariencia —insistió Príamo.

—Era un joven, lampiño, tan sólo seis o siete años mayor que nuestro Héctor —explicó.

—Entonces tiene que haber sido Kermes, el mensajero de los dioses —dijo Príamo.

—¿Mas por qué iba a acudir a mí un dios de los argivos?

—Las acciones de los dioses no son de nuestra incumbencia. ¿Cómo puedo hacértelo entender? Sigue.

La voz de Hécuba aún temblaba:

—Entonces Kermes, o el dios que fuese, se inclinó sobre la cuna y cogió al recién nacido. —Hécuba estaba blanca y en su frente se veían gotas de sudor, pero se esforzó por estabilizar su voz—. Pero no era un recién nacido, sino... un niño... un niño desnudo que ardía... Quiero decir que le cubrían las llamas y ardía como una antorcha. Y cuando se puso en movimiento, el fuego invadió el castillo, quemándolo todo y extendiéndose a la ciudad... —Estalló en sollozos—. Oh. ¿Qué puede significar?

—Sólo los dioses lo saben con certeza —dijo Príamo, sujetando con fuerza sus manos en las de él.

—En mi sueño el bebé corría por delante del dios... —balbuceó Hécuba—. Un niño recién nacido, que corría ardiendo por el palacio, dejando tras de sí las estancias incendiadas. Luego salió a la ciudad... yo me hallaba en la terraza que la domina, y el fuego se extendió tras su paso de tal modo que toda Troya se llenó de llamas desde la ciudadela a la costa, e incluso el mar se incendió...

—En nombre de Poseidón —masculló Príamo—. ¡Qué presagio tan funesto... para Troya y para todos nosotros!

Permaneció sentado en silencio, frotando con fuerza una mano de Hécuba hasta que un leve ruido en el exterior de la estancia anunció la llegada de la sacerdotisa.

Entró en la habitación y dijo con voz serena y alegre:

—La paz a todos los de esta casa; alegraos, oh Señor y Señora de Troya. Mi nombre es Sarmato. Os traigo las bendiciones de la Santa Madre. ¿Qué servicio puedo prestar a la reina?

Era una mujer alta y de constitución robusta, probablemente aún en edad de tener hijos, aunque entre sus negros cabellos asomaban ya algunas hebras grises.

—Ya veo, reina, que la gran diosa te ha bendecido. ¿Estás enferma o de parto? —le dijo a Hécuba, sonriendo.

—Ni una cosa ni otra —contestó ésta—.¿No te han informado, sacerdotisa? Algún dios me envió un mal sueño.

—Cuéntame —rogó Sarmato—, y no temas. Los dioses nos quieren bien; estoy segura de eso. Así que habla sin temor.

Hécuba volvió a describir su sueño, comenzando a sentir, mientras lo narraba que, ahora que estaba completamente despierta, le parecía más absurdo que horrible. No obstante, se estremeció con el mismo terror que había experimentado en el sueño.

La sacerdotisa escuchaba con el entrecejo levemente fruncido. Cuando Hécuba terminó, dijo:

—¿Estás segura de que no hay nada más?

—Nada que recuerde, señora.

La sacerdotisa, con gesto preocupado, extrajo un puñado de guijarros de una bolsa sujeta a su cintura; se arrodilló en el suelo y los lanzó como si fuesen tabas, estudiando la disposición en que quedaron y mascullando palabras. Repitió la operación dos veces más y después los recogió y los guardó de nuevo en la bolsa.

Entonces alzó sus ojos hacia Hécuba.

—Así te habla el mensajero de los dioses del Olimpo. Llevas un hijo con un destino maligno que destruirá la ciudad de Troya.

Hécuba contuvo la respiración, consternada, pero sintió que los dedos de su esposo apretaban los suyos, fuertes, cálidos y tranquilizadores.

—¿Puede hacerse algo para evitarlo? —preguntó Príamo, ansioso por encontrar una solución.

La sacerdotisa se encogió de hombros.

—Cuando los hombres tratan de sustraerse a su sino, suelen acercarse a él. Los dioses os han enviado una advertencia pero han optado por no manifestar lo que podéis hacer para evitar la desgracia. Tal vez sea mejor no hacer nada.

El semblante de Príamo se oscureció.

—Entonces habrá que abandonar al niño en cuanto nazca.

Hécuba gritó horrorizada:

—¡No! ¡No! No fue más que un sueño, un sueño...

—Un aviso de Hermes —afirmó Príamo con severidad—. Óyeme, abandonarás al niño tan pronto como nazca. —Y añadió la fórmula inflexible que proporcionaba a sus palabras la fuerza de leyes grabadas en piedra—. He dicho. ¡Hágase!

Hécuba se desplomó llorando sobre las almohadas.

—No te causaría esta pena, mi amada, ni a cambio de Troya entera, pero no es posible desoír a los dioses —le dijo Príamo con ternura.

—¡Dioses! —gritó frenética Hécuba—. ¿Qué clase de dios es el que envía engañosas pesadillas para aniquilar a un niño inocente, a un recién nacido en su cuna? Entre mi pueblo un niño es de su madre, y sólo ella, que lo portó durante la mayor parte de un año y lo dio a luz, es quien puede señalar su sino. Si se niega a amamantarlo y a criarlo, sólo a ella le incumbe. ¿Qué derecho tiene un hombre sobre los niños?

No había dicho un simple hombre pero el tono equivalía a esta expresión.

—El derecho de un padre —afirmó adustamente Príamo—. Soy el amo de esta casa y lo que he dicho se hará. ¡Óyeme, mujer!

—No me llames mujer con ese tono —gritó Hécuba—. ¡Soy la reina y no una de tus esclavas o concubinas!

Mas, pese a sus palabras, sabía que Príamo impondría su voluntad. Cuando aceptó casarse con un hombre de los que habitan en ciudades y se arrogan derechos sobre sus mujeres sabía que aceptaba aquello. Príamo se levantó de su lado y entregó una moneda de oro a la sacerdotisa; ésta se inclinó y salió.

Tres días más tarde se inició el parto de Hécuba que concluyó con el nacimiento de gemelos; primero un niño y después una niña, tan semejantes como los capullos de la misma rama de un rosal. Ambos estaban sanos y bien formados y lloraban con vigor, aunque eran tan diminutos que la cabeza del niño cabía en la palma de la mano de Hécuba y la niña era aún más pequeña.

—Mírale, mi señor —dijo con orgullo a Príamo cuando fue a verla—. No es mayor que un gatito. ¿Temes que él haya sido enviado por algún dios para desgracia de Troya?

—Hay algo cierto en lo que dices —reconoció Príamo—. La sangre real es, al fin y al cabo, sangre real y sagrada; es hijo de un rey de Troya... —Reflexionó un instante—. Sin duda bastaría con que se criase lejos de la ciudad. Tengo un viejo servidor en quien puedo confiar, un pastor de las laderas del monte Ida. Velará por el niño. ¿Te satisface?

Hécuba sabía que la alternativa consistía en que el niño fuese abandonado en una montaña. Y era tan pequeño y débil que pronto moriría.

—Sea así entonces, en el nombre de la diosa —admitió con resignación.

Entregó el bebé a Príamo que lo sostuvo torpemente, como persona no acostumbrada a los niños.

—Te reconozco, hijo —dijo el rey, mirando a los ojos del recién nacido.

Hécuba suspiró aliviada. Tras haber reconocido formalmente a su hijo, un padre no podía hacer que lo matasen ni abandonarlo para que muriera.

Habían permitido a Héctor y a Polixena que acudiesen y hablaran con su madre, y Héctor dijo:

—¿Darás a mi hermano un nombre real, padre?

Príamo torció el gesto, pensativo. Luego respondió:

—Alejandro. Así pues que la niña se llame Alejandra.

El rey salió, llevándose consigo a Héctor, y Hécuba guardó en el hueco de su brazo a la niña de negro pelo, juzgando que podía contentarse con saber que su hijo viviría, aunque no fuese ella quien le criara, al tiempo que le quedaba una hija de la que cuidar. Alejandra, se dijo. La llamaré Casandra.

La princesa había permanecido en la estancia con las mujeres y entonces se acercó aún más a Hécuba. Ésta le preguntó:

—¿Te gusta tu hermanita?

—No, es colorada y fea y ni siquiera tan bonita como mi muñeca —contestó Polixena.

—Así son todos los bebés cuando nacen —le dijo Hécuba—. Tú estabas tan colorada y fea como ella; pronto será tan guapa como tú.

La niña frunció el entrecejo.

—¿Por qué quieres otra hija si ya me tienes a mí?

—Porque si tener una hija es bueno, con dos me sentiré por dos veces bendecida.

—Pero padre no cree que dos hijos varones sean mejor que uno —arguyó Polixena.

Hécuba recordó entonces las palabras de la mujer en la calle. En su propia tribu, a los gemelos se los consideraba un mal presagio y siempre eran sacrificados. Si hubiera permanecido con los suyos habría tenido que soportar la muerte de los dos recién nacidos.

A Hécuba aún le quedaba un residuo de miedo supersticioso. ¿En qué habría errado para que le enviaran dos hijos en un solo parto, como si fuese la carnada de un animal? Aquello era lo que las mujeres de su tribu creían que debía hacerse; sin embargo, le habían dicho que la verdadera razón del exterminio de los gemelos era sólo que a una mujer le resultaba casi imposible amamantar dos niños al mismo tiempo. Al menos, sus gemelos no habían sido sacrificados a la pobreza de la tribu. Había sobradas nodrizas en Troya; podría haber mantenido a ambos. Pero Príamo decidió otra cosa. Perdía un hijo... pero, gracias a la diosa, sólo uno, no los dos.

Una de las mujeres murmuró en tono casi inaudible:

—¡Príamo está loco! ¡Enviar lejos de aquí a un hijo y criar a una hija!

Entre mi gente, recordó Hécuba, a una hija no se la valora menos que a un hijo. ¡Si esta pequeña hubiese nacido en mi tribu, podría haberla criado hasta que llegara a convertirse en una guerrera! Pero, de haber nacido en mi tribu, no hubiese vivido. Aquí se la apreciará sólo por la dote cuando la casen, como a mí, con algún rey.

¿Qué sería de su hijo? ¿Viviría siempre como un oscuro pastor? Era, quizá, mejor que la muerte, y puede que lo protegiese el dios que le había enviado el sueño, y en consecuencia era responsable de su destino.

La luz destellaba con hiriente brillantez en el mar y la piedra blanca.

II

Casandra entornó los ojos y tiró suavemente de la manga de Hécuba.

—¿Por qué vamos hoy al templo, madre? —preguntó.

En realidad no le disgustaba. Para ella constituía toda una aventura salir de las habitaciones de las mujeres y aún más abandonar el palacio. Fuera cual fuese el lugar a que se dirigiera, le complacía salir.

—Hemos de rezar para que el bebé que daré a luz este invierno sea un varón —le contestó Hécuba, en tono bajo.

—¿Por qué, madre? Ya tienes un niño. Creo que deberías querer otra hija; sólo tienes dos. A mí me gustaría contar con otra hermana.

—Estoy segura de eso —dijo la reina, sonriente—, pero tu padre desea otro varón. Los hombres siempre desean hijos, para que cuando crezcan puedan luchar en sus ejércitos y defender la ciudad.

—¿Hay una guerra?

—No, ahora no; siempre existe amenaza de guerra cuando una ciudad es tan rica como Troya.

—Pero si tengo otra hermana, podría ser guerrera, como lo fuiste tú y aprender a manejar las armas y a defender la ciudad tan bien como cualquier muchacho—. Hizo una pausa para analizar la situación—. No creo que Polixena pudiese ser guerrera; es demasiado blanda y tímida. Pero a mí me gustaría.

—Estoy segura de que te gustaría, Casandra; pero eso no es costumbre en Troya. —¿Por qué no?

—¿Qué significa esa pregunta? Las costumbres existen. No es preciso que haya una razón.

Casandra lanzó a su madre una mirada escéptica, pero había aprendido a no replicar cuando empleaba aquel tono de voz. Pensaba para sí que su madre era la mujer más regia y bella del mundo, alta y hermosa con su corpiño corto y su airosa falda, pero ya no estaba segura de que fuera tan sabia como la diosa. En sus seis años de vida, había oído algo semejante casi cada día y lo creía menos cada año. Mas cuando Hécuba hablaba de aquella manera, Casandra sabía que no conseguiría que le diera más explicaciones.

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