Read La Antorcha Online

Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

La Antorcha (51 page)

BOOK: La Antorcha
5.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La estepa se hallaba cubierta por una espesa capa de nieve y reinaba un intenso frío. Casandra temió por las vidas de sus serpientes. Miel y ella, envueltas en mantas y calentadas por un brasero, compartían su calor con las serpientes. A veces, la nieve era tan espesa que el carro no podía avanzar y habían de permanecer detenidos un día entero, sin luz, poco calor y sólo comida fría. Tenían además que guardar la cabra en el carro para preservarla de la nieve.

Con el paso de los meses, Miel cambió. Había veces en que Casandra tenía la impresión de que crecía entre el alba y el ocaso. Cada día aprendía o le sucedía algo nuevo que fascinaba a su madre adoptiva. Poco después de la aparición de los centauros, le salió su primer diente; luego aprendió a beber leche en una taza y, al cabo de escaso tiempo, comía pan mojado en leche o papillas que tomaba con cuchara. Antes de lo que Casandra había esperado, tenía ya todos los dientes y cogía y masticaba lo que podía alcanzar del plato de cualquiera. Ya no se podía dejar en el suelo durante las paradas nocturnas porque se escapaba a gatas y desaparecía rápidamente, complaciéndose en que la llamaran y buscasen. Finalmente llegó un tiempo, por fortuna después que hubieran pasado las peores nevadas, en que tuvieron que vigilarla de continuo para que no se bajase del carro, incluso en marcha; y pronto corrió por lo alrededores en cada parada que hacían. Casandra pensaba que no era una niña especialmente guapa pero sí fuerte y robusta, hasta el extremo de que jamás se ponía enferma y rara vez se mostró inquieta ni siquiera durante la dentición.

Con el paso del tiempo y tras haber recorrido una larga distancia, llegaron a una comarca con mejores caminos y encontraron numerosos viajeros. Parecía como si todo el mundo se encaminase a Troya con armas y los más diversos artículos para vender a los troyanos, o a los aqueos; parecía también que los aqueos bloqueaban ahora todas las rutas que por tierra o por mar llegaban a Troya. Y al fin un día vieron la silueta familiar del monte Ida y comenzaron a avanzar a lo largo del Escamandro hacia la ciudad. Cuando tuvieron ésta a la vista, a Casandra le pareció que había surgido otra población al pie de las grandes murallas, una dispersa ciudad de cobertizos, tiendas y albergues y que el mar estaba ennegrecido por las naves que llenaban el puerto. De allí procedía un intenso hedor como si las aguas se hallasen contaminadas; las calles de esta nueva urbe estaban obstruidas por carromatos y carros de guerra y, tan pronto como la escolta de Casandra condujo el vehículo a las proximidades de aquella aglomeración, soldados aqueos, con armaduras que le recordaban a las de los hombres de Aquiles, se acercaron para inquirir qué venía a hacer allí.

Su escolta no logró hacerse entender; así que Casandra, que hablaba un poco mejor la lengua de ellos, bajó del carro con Miel colgada a los hombros y les explicó que era la hija de Príamo que regresaba de un largo viaje a Colquis. Esta noticia, que Casandra no supuso que les resultaría tan sorprendente, fue de boca en boca; siendo por último opinión general que el jefe de las tropas debía oírla de sus labios.

Imaginó que se referían a Aquiles, pero en su lugar se presentó el joven moreno, más alto y fuerte, que conoció como compañero de Aquiles. Era Patroclo, se dirigió a ella con cierta cortesía, mayor en cualquier caso de la que recordaba en el propio Aquiles.

—Así que afirmas ser hija del viejo rey. Aguarda un minuto. Hay aquí una muchacha en la tienda de Agamenón que se crió en el palacio de la ciudad, o al menos eso dice.Aquí hay una mujer e las tiendas de Agamenón, ella podrá aclararnos eres o no eres quien aseguras ser. Espera aquí.

Tras esto, se alejó.

Miel le pesaba demasiado, y Casandra pidió a uno de los hombres de su escolta que la bajara.

—Quédate cerca de mí —le ordenó.

. Suponía que ninguno de aquellos soldados infringiría daño a un niño, como no fuese en el frenesí del combate, pero no tenía tal seguridad y no confiaba bastante en los aqueos para poner a prueba semejante teoría.

Al cabo de cierto tiempo, Patroclo regresó con una mujer velada. Ésta se echó entonces el velo hacia atrás.

—Sí, es la hija de Príamo —afirmó.

Casandra se sintió asombrada y entristecida al reconocer a Criseida en aquella muchacha.

Pese a todo, le alivió saber que Criseida estaba viva y bien.

—Querida Criseida —le dijo—. He estado preocupada por ti y sé cuan angustiado se ha sentido tu padre.

Criseida parecía ahora más alta y corpulenta, pero aún resultaba sorprendente el tono dorado de sus cabellos que le había dado nombre.

Patroclo hablaba con uno de los soldados. Daban la impresión de estar discutiendo sobre si retenerla para obtener un rescate o para cambiarla por alguno de los aqueos prisioneros.

—No puedes hacer tal cosa —le dijo el que mandaba la escolta de Casandra—. Es una sacerdotisa de Apolo y viaja bajo la tregua del dios.

—Ah, ¿sí? —dijo Patroclo—. Quizá podamos entonces silenciar a ese sacerdote de Apolo que nunca deja de quejarse a Agamenón o a quien le escuche. Nuestros propios sacerdotes continúan exigiendo que hagamos ofrendas a Apolo; tal vez deberíamos consultar con ella acerca del sacrificio adecuado. —Se volvió hacia Casandra y le preguntó: ¿Harías un sacrificio a Apolo en nuestro nombre?

—Recuerdo muy bien la suerte de la última sacerdotisa que Agamenón envió para hacer sacrificios en vuestro nombre —contestó ella—. Sé quién y qué debería ser sacrificado.

Casandra pudo advertir en sus rostros que la respuesta no les había complacido en modo alguno.

Criseida se dirigió a ella por vez, primera, y le dijo:

—No deberías hablar así de Agamenón.

—No es amigo mío ni de mi familia. Ni tengo con él deber alguno como huésped, puesto que no lo es. Hablaré de él como me plazca. ¿Por qué te muestras tan deferente con su persona?

—Porque es mi señor y el hombre más poderoso entre los aqueos —contestó Criseida—. Harás bien en evitar irritarle. Aquí todos estamos sometidos a su poder.

—¿Quieres que cuando regrese a la ciudad haga gestiones para obtener tu libertad?

Criseida negó con la cabeza, y dijo desdeñosamente:

—Nada te he pedido. Mi padre ha estado invocando a Apolo para lograr mi retorno, pero el poder del dios carece de importancia aquí comparado con el de Agamenón. Además, prefiero ser de un hombre que de un dios.

Entonces Casandra recordó su terrible visión. Se dio cuenta de que estaba temblando; entonces miró a Patroclo y le dijo:

—No has sido descortés conmigo, así que te daré una información valiosa. He visto las terribles flechas de Apolo cayendo en esta ciudad, tanto sobre los tróvanos como sobre los aqueos.

Percibió que su voz subía de tono hasta convertirse en grito y el calor y el resplandor, que tan bien conocía, del Señor del Sol.

—¡Ten cuidado con su ira, cuidado con la ira de Apolo! No provoques sus mortales flechas!

Patroclo pareció impresionarse un poco, pero la miró con gesto adusto.

—Sí, he oído que eres una sibila —dijo—. Escúchame, mujer. No temo a tu Apolo troyano, pero es siempre imprudencia provocar a los dioses de otro. Me siento inclinado a dejarte marchar. Nuestros sacerdotes dirán probablemente lo mismo y no me place contender con mujeres. Mas al propio Aquiles corresponde tomar la decisión final.

Se dirigió a un muchacho que estaba observándolos y le ordenó que corriera a avisar al jefe.

Alrededor del carro se había congregado un considerable gentío que miraba a las domésticas. Patroclo alzó los ojos hacia las dos viejas y preguntó a Casandra:

—¿Quiénes son estas mujeres?

—Servidoras de mi madre, mis domésticas.

—¿Y también ellas son sacerdotisas consagradas a Apolo?

—No, no lo son; pero se hallan bajo mi protección y la del dios. —Comenzó a sentirse incómoda ante el modo que la observaban. Recogió a Miel, que andaba a gatas entre sus pies, y la sostuvo en brazos.

—No tenemos en nuestro campamento mujeres bastantes para desempeñar las tareas femeninas. No pugnaré por ti con el Apolo troyano pero estas mujeres son mis legítimas prisioneras —dijo Patroclo, tras una pausa.

Se dirigió al carro y cogió a Kara de un brazo.

—Baja, anciana señora. Tú te quedas aquí.

Se desembarazó de él con un gesto furioso.

—Quítame las manos de encima, sucia bestia aquea.

Deliberadamente, Patroclo alzó la mano y la abofeteó, sin mucha fuerza, en la boca.

—No he comprendido del todo lo que has dicho pero ésta es tu primera lección, vieja. Entre nosotros no se habla de ese modo a los hombres. Entra allí; encontrarás algunas ropas que remendar. Si lo haces bien, puede que te demos de comer.

—¡Ya te dije que estas mujeres se hallaban bajo mi protección y la del Señor del Sol! ¡Déjala en paz... o cuidado con la ira del dios! —exclamó Casandra.

—Y yo te dije —contestó Patroclo—, que nada me importa tu Apolo troyano. Honraré su tregua hasta el punto de no agraviar a su profetisa, pero estas mujeres son prisioneras mías y nada puedes hacer para impedirlo.

Casandra advirtió que entre el gentío había bastantes mujeres, ninguna de las cuales parecía sorprendida por las palabras o las acciones de Patroclo. Kara gritó y empezó a correr hacia las puertas de Troya. Patroclo hizo una señal a uno de los soldados para que la atrapara.

—Tú, que hablas su lengua, repítele lo que digo —le ordenó a Criseida—. Nadie la ofenderá si trabaja bien. Que, a su vez, se entere la hija de Príamo, puesto que tampoco ella parece entender mis palabras.

Criseida empezó a repetir a Kara lo que había dicho Patroclo, pero Casandra la interrumpió:

—Di al capitán aqueo que entiendo muy bien lo que dice, pero que estas mujeres son sirvientas mías y se hallan como yo bajo la protección de Apolo. No puede arrebatármelas.

—¿Crees, princesa, que vas a impedírmelo? —replicó el hombre al tiempo que arrastraba a Adrea fuera del carro—. Vamos con ésta, también es demasiado vieja para el lecho pero apuesto a que sabe cocinar. Aquiles ha estado diciendo que busca a alguien para atender a la mujer que guarda en su tienda. Llevádsela a Briseida.

Uno de los hombres que lo rodeaban, preguntó:

—¿Qué hacemos con la niña? Parece sana y fuerte... ¿La cojo?

—Dioses de ultratumba, no —repuso Patroclo—. Aún se meará encima. ¿O es que piensas que nos quedaremos en Troya el tiempo suficiente para poder llevarla al lecho? Olvídate de ella.

—Agradece que te hallas bajo la protección de Apolo —dijo después, dirigiéndose a Casandra—. Te sugiero que montes en tu carro y sigas tu camino. Pero no todavía —hizo una seña a sus hombres y les ordenó—: sacad del carro los víveres y todo lo que pueda sernos de utilidad.

Los soldados se subieron al carro y comenzaron a descargar las provisiones. Casandra permaneció en silencio, puesto que sabía que no iban a escucharla. Al cabo de un tiempo, tal como sabía que ocurriría, se apoderaron de las mantas enrolladas y comenzaron a extenderlas en el suelo. Entonces, uno de los soldados saltó hacia atrás y lanzó un grito cuando la mayor de las serpientes se desenroscó ante él. Empuñó su lanza pero Casandra le gritó en su propia lengua:

—¡No! ¡Está consagrada a Apolo, no te atrevas a tocarla!

El hombre siguió retrocediendo, tan pálido como un muerto. Casandra, durante el tiempo pasado en Colquis, había olvidado el terror que producían tales animales en las islas. Entonces se introdujo una mano en el escote e impulsó la culebra para que saliera deslizándose lentamente. Rodeó su cintura y se extendió por su brazo mientras que, uno a uno, los soldados fueron retrocediendo, presas de un supersticioso terror.

—¡Mirad esto! ¡Ved lo que ha hecho con sus brujerías!

—No seáis estúpidos —les dijo Patroclo—. También en nuestra tierra enseñan a las sacerdotisas a cuidar a las serpientes. No pongáis ni una mano sobre ella.

—No las queremos aquí. Vete —ordenó a Casandra—, y llévate a tus malditos animales.

Casandra comprendió que no sacaría más partido de la situación. Kara y Adrea, arrodilladas, lloraban. Se acercó a ellas y les dijo en voz baja:

—No os asustéis; haced lo que os dicen y no provoquéis su furia. Pero, lo juro por Apolo, conseguiré rescataros.

No sentía gran cariño por ninguna de las domésticas, pero se hallaban bajo su protección y su madre las quería.

Ahora pudo ver la razón para la ira de Apolo. Hablaría de inmediato con sus sacerdotes.

Mientras el carro traqueteaba acercándose a las murallas de Troya, Casandra comprendió que los centinelas de los baluartes tenían que haber visto todo lo sucedido. El paso de un carro no debía de ser un hecho anómalo, ya que en otro caso habrían intervenido, al menos lanzando flechas contra el campamento aqueo. Los viajeros mejor informados y con mercancías destinadas a Troya sabrían sin duda que era mejor aproximarse a la ciudad por el lado opuesto al mar, como ella debería haber hecho.

Conservaba las serpientes destinadas al templo del Señor del Sol. Estaba ilesa y los aqueos no habían amenazado seriamente a Miel. Las cosas podrían haber sido peores. Pero notó que había crecido el grado de hostilidad; debería haber pensado antes en informarse de cómo se desarrollaba la guerra.

Ante las puertas, la detuvo un soldado troyano armado y, al cabo de un momento, reconoció en él a Deifobo, hijo de Príamo y de una de las mujeres de su palacio.

Se inclinó ante ella.

—La calle principal es demasiado pendiente para el carro, princesa. Tendrás que dar un rodeo para entrar por el otro lado. Pero te abriré la puerta pequeña que hay junto a la grande. Ésta se halla ahora siempre cerrada por temor a que irrumpan los aqueos. No podrán forzarla... a no ser que algún dios, Poseidón quizá, decida romperla —añadió rápidamente, haciendo un gesto contra la mala suerte.

—Ojalá esté lejano ese día —deseó Casandra—. ¿Puedes hallar a alguien que lleve el carro al templo de Apolo? Porta serpientes para la casa del Señor del Sol y no deben asustarse ni coger trío.

—Enviaré de inmediato un mensajero al templo —le prometió cortésmente Deifobo—. ¿Irás directamente a palacio, hermana?

—Sí, ansió ver a mi madre —replicó Casandra—. ¿Supongo que estará bien?

—¿La reina Hécuba? Oh, sí; aunque, como todos nosotros, no ha rejuvenecido —contestó Deifobo.

—¿Y nuestro padre? ¿Cómo está de salud? Oí que había tenido una enfermedad...

BOOK: La Antorcha
5.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The End of Diabetes by Joel Fuhrman
Murder in LaMut by Raymond E. Feist, Joel Rosenberg
Built to Last by Page, Jean
High Windows by Larkin, Philip
Hell to Pay by Garry Disher
Kissing Maggie Silver by Claydon, Sheila
The Third Coincidence by David Bishop
Little Red Hood by Angela Black