La Antorcha (49 page)

Read La Antorcha Online

Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
7.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las domésticas de la reina condujeron a Casandra a las estancias reales. Allí había una temperatura agradable gracias al fuego de la chimenea. Imandra estaba tendida en una hamaca, con el cabello en desorden. Su enorme cuerpo descansaba sobre almohadones. Ya no poseía la fascinación de la diosa y parecía cansada; su rostro debía de estar pálido bajo los afeites que cubrían sus mejillas.

Tendría que haber mantenido a Andrómaca aquí, en Colquis, en vez de enviarla a Troya. Y además no debería haberse expuesto a los riesgos de un parto tardío, pensó Casandra, sorprendiéndose a sí misma. Ahora necesita una hija para que la suceda en Colquis.

Como si le hubiese llegado algún atisbo de los pensamientos de Casandra, la reina abrió sus ojos.

—Ah, hija, has venido para hacerme compañía. Me alegro. Creo que la pequeña puede nacer hoy —dijo, poniéndose una mano sobre el vientre—. Pero al menos concluyó la procesión y no ha sido preciso dar a luz a una reina en las calles. Pronto llamaré a las mujeres del palacio. Se enfadarán si no lo hago; tienen derecho a su fiesta. ¿Cuántos años tienes, Casandra?

Trató de calcularlo. En Troya no se llevaba la cuenta de la edad de una mujer después de alcanzar la pubertad.

—Creo que tendré diecinueve o veinte este verano —respondió—. Mi madre me dijo que nací cerca del solsticio de verano.

—Un año más que Andrómaca —observó Imandra—. Y me dijiste que el primogénito de Andrómaca tiene ya edad suficiente para haber recibido su primer casco de bronce y las lecciones iniciales de esgrima. Creo que no conozco a mujer alguna de tu edad que no esté casada. A veces pienso que mi hija deberías haberlo sido tú, puesto que te acomodas a las viejas costumbres de Colquis y Andrómaca parece feliz en Troya, aunque sea como esposa sumisa de Héctor. —Sus labios se fruncieron ligeramente, casi desdeñosamente—. Pero tú que eres hija de Príamo y troyana, ¿deseas permanecer toda la vida soltera, querida mía?

—Ése es mi propósito —contestó Casandra—. Estoy consagrada a Apolo.

—Pero renuncias a todo lo que hace a la vida digna de ser vivida —dijo Imandra, suspirando.

Frunció el ceño y permaneció inmóvil durante algún tiempo. Luego añadió:

—¿Mirarás en el agua del cuenco y permitirás que esta vieja ponga de nuevo sus ojos en el hijo de su hija? Casandra vaciló.

—Tal vez ahora deberías centrar tus pensamientos en la hija que va a nacer. Has de ahorrar toda tu fuerza y energía hasta que se encuentre segura entre nosotras.

—Hablas como una sacerdotisa, y las sacerdotisas dicen tonterías —declaró enojada Imandra—. No soy una niña de quince años en su primer parto. Soy una mujer madura y una reina, y no menos sacerdotisa que tú, Casandra de Troya.

—No trataba de sugerirte... —empezó a decir Casandra, a la defensiva.

—Oh, sí, lo dijiste, no lo niegues —replicó Imandra—. Haz lo que te pido, Casandra. Si no quieres, otras lo harán aunque no haya muchas que vean tan lejos ni tan bien.

Todo lo que Imandra afirmaba era cierto y Casandra lo sabía.

—Muy bien —accedió, añadiendo mentalmente, vieja testaruda—. Llama a tus mujeres y diles que te preparen para el parto. No me culpes si lo que revelo te causa dolor o pena. No soy más que el mensajero, las alas del ave que aporta tales nuevas.

Se arrodilló, disponiéndose para encender el fuego mágico del sortilegio de la visión.

Llegaron las mujeres de Imandra a cumplir su cometido. Entre ellas estaban las dos domésticas de Casandra que acudieron a saludarla y le preguntaron en voz baja para que la reina no pudiera oírlas:

—¿Vamos a quedarnos para siempre en esta ciudad extranjera, princesa? ¿Cuándo regresaremos a Troya?

—Cuando la reina Imandra me autorice —dijo Casandra—. No la abandonaré mientras me necesite.

—¿Cómo puede necesitarte más que tu propia madre? ¿Crees verdaderamente que la reina Hécuba no ansia tu presencia?

—Tenéis mi permiso para regresar a Troya siempre que deseéis —repuso con indiferencia Casandra—. Esta misma noche, si os place. Pero yo he hecho una promesa a Imandra y no la romperé.

Se levantó y, con pasos rápidos, se dirigió a la alta cama en donde las mujeres habían colocado a la reina para que descansase hasta que llegara el momento de ponerla en la silla paritoria. Lentamente, la estancia se llenó de mujeres del palacio que habían acudido a presenciar el nacimiento real.

—Me pregunto —musitó Imandra, con inquietud—, si alguna vez la Madre Tierra se equivoca al enviar un bebé a un vientre. Por lo que de ella sé, a Hécuba le habría parecido Andrómaca una hija perfecta y tú siempre estuviste incómoda en Troya.

Se aferró a la mano de Casandra.

—No me dejes —le rogó—. Los dioses demorarán la visión hasta que nuestros ojos estén preparados para ver.

—No sé cuáles pudieron ser los propósitos de la diosa al enviarme al vientre de Hécuba de Troya y no al de Imandra de Colquis —dijo Casandra, acercando su mejilla a la de su tía—: pero, cualesquiera que hayan sido, te quiero y te respeto como si en verdad fueses mi madre.

—Te creo —dijo Imandra, volviendo la cara para besar a Casandra—.

Si la diosa me lleva hoy, cosa que puede suceder a cualquier mujer en un momento como éste, prométeme que te quedarás en Colquis y educarás a mi hija conforme a las viejas costumbres.

—Vamos, no debes hablar de muerte. Vivirás muchos, muchísimos años y verás a tu hija con sus propios hijos e hijas en sus rodillas —afirmó Casandra.

Una de las servidoras le entregó una copa de vino y una bandeja de pasteles de miel. Bebió el vino distraídamente y apartó a un lado los pasteles.

—Déjame que mire por ti en el cuenco —dijo.

Se arrodilló de nuevo sobre las losas junto al fuego mágico, concentrando su mente en el día en que el primer hijo de Andrómaca, en el rostro, pálido y tenso de Héctor que contemplaba a la pequeña criatura...

Unas sombras se agitaron en el agua hasta detenerse en el rostro de Héctor... El rojo penacho se desdibujó, envuelto en un limo aún más rojo... Casandra se sobresaltó cuando un súbito dolor traspasó su corazón ¡Héctor! ¿Había muerto ya o estaba viendo lo que habría de ocurrir? ¡Cuándo una ciudad se hallaba en guerra, resultaba más que probable que el jefe del ejército, que siempre luchaba a la vanguardia de sus hombres, cayera a manos de... en las ensangrentadas manos de Aquiles!... Ese rostro desdeñoso, bello y pálido, bello y maligno... La nieve corrió sobre la superficie del agua y Casandra supo que lo que contemplaba era lo que había de llegar en años futuros. ¿Pero en que año? No tenía modo de averiguarlo.

Imandra, con los ojos clavados en el rostro de Casandra, como si tratase desesperadamente de compartir su visión.

—¿Qué has visto? —le preguntó.

—La muerte de Héctor en batalla —murmuró Casandra—. Mas para un guerrero no existe otro final y sabíamos desde hace largo tiempo que eso tendría que ocurrir, pero aún no, quizá dentro de muchos años...

—Y el niño —murmuró Imandra—. ¡Háblame del niño!

—La última vez que lo vi se hallaba sano y estaba bien desarrollado; ya tenía una espada de madera y un casco de juguete —dijo Casandra, quien no quería mirar de nuevo y contemplar un desastre que, por alguna razón, esperaba ver—. Los presagios señalan que esta noche no es propicia para la visión, Imandra. Te ruego que me excuses si no vuelvo a mirar.

—Haz lo que quieras —contestó Imandra, pero en su cara se dibujó un gesto de decepción—. Moriría contenta sólo con poder ver al hijo de mi hija aunque fuese a través de tus ojos y no de los míos...

Un revoloteo cromático corrió sobre la superficie del agua: luces de fuegos, llamas en las puertas de Troya... y recordó la voz burlona de Paris.

Siempre repites la misma cantinela, Casandra, fuego y catástrofes para Troya. Y la cantas sea oportuno o no, como un rapsoda que sólo conoce un poema...

Sí, sé que Troya ha de perecer pero aún... Te ruego que me dejes mirar un poco más...

Las llamas se extinguieron; surgió un resplandor, la brillante luz del sol que se reflejaba en las blancas murallas de Troya... fundiéndose con el rostro sombrío y airado de Crises, contraído en un gesto de dolor.

Apolo, Señor del Sol, si veo todo esto a tu luz, ¿por qué no me muestras más que lo que ya conozco?

Entonces todo se convirtió en un intenso destello, como si estuviese contemplando directamente la cara del sol. Tuvo la impresión de que Crises se agrandaba y vio el halo deslumbrante del dios, y supo quién recorría ahora las murallas y los baluartes de Troya con terrible ira, su luminoso arco disparaba flechas doradas... al azar. Las flechas de Apolo se dirigían tanto contra los aqueos como contra los troyanos.

Casandra gritó, cubriéndose el rostro con las manos. La visión se enturbió y se disolvió hasta desaparecer.

—No contra nosotros —gimió—. No contra tu propio pueblo, Señor del Sol; no tu ira, no las flechas de Apolo...

Todas la rodearon, sacudiéndola; trataron de levantarla y llevaron vino a sus labios.

—¿Qué viste? Intenta decírnoslo, Casandra. —No, no —gritó ella, esforzándose para que su voz no se trocara en un aullido—. ¡Tenemos que irnos de inmediato! ¡Tenemos que regresar a Troya!

Pero el horror heló su corazón cuando pensó en las interminables leguas de viaje entre Colquis y su tierra.

—¡Tenemos que irnos ahora mismo! Tenemos que partir al rayar el día o incluso esta noche —repitió, tendiendo las manos hacia sus domésticas que la sujetaban—. Tenemos que irnos... no podemos perder un momento...

Se puso en pie, temblando, y se acercó a Imandra.

—Los dioses me reclaman en Troya, te ruego que me otorgues permiso para partir —le suplicó, arrodillándose junto a ella.

—¿Irte ahora? —preguntó Imandra con la mente y el cuerpo concentrados en los dolores del parto que la llenaban y mirándola sin comprender—. No, te lo prohíbo. Prometiste permanecer conmigo...

Desesperada, Casandra advirtió que no podía imponer sus propias necesidades sobre las de aquella mujer dominada por el más imperioso de los apremios. Estaba obligada a esperar. Se enjugó las lágrimas que hasta entonces había ignorado, aunque corrían por sus mejillas, y volvió su atención a Imandra.

—¿Viste al hijo de Andrómaca? —le preguntó ésta, en tono suplicante.

—No —contestó dulcemente Casandra, apartando de su mente la imagen del cuerpo destrozado del niño ante las murallas de Troya.

... Había visto eso antes...

—No, esta noche los dioses no me dieron tal visión —añadió—. Sólo contemplé lo mal que iban las cosas en la ciudad.

El mar ennegrecido por las naves aqueas, las murallas de Troya bajo el acoso hormigueante de los ejércitos de Aquiles... Muros que se desploman, llamas que se alzan... No, aún no... no es la destrucción final, todavía no... pero es peor, las terribles flechas de la ira de Apolo, volando tanto contra aqueos como contra troyanos...

Una de las mujeres inició uno de los himnos tradicionales de natalicio, y fue seguida por otras tras un confuso momento de duda.

¿Cómo podían cantar y comportarse como en cualquier otra fiesta de mujeres? Pero ellas no habían visto la sangre, ni las llamas ni las flechas del dios airado. Casandra se sumó al canto, animando al alma expectante de la niña a que penetrara en el cuerpo que le había sido preparado, para que la diosa liberase a ese cuerpo del vientre que lo aprisionaba. Los himnos sucedieron a los himnos y después algunas de las sacerdotisas interpretaron la extraña danza del Mundo del Más Acá. La noche transcurrió lentamente y cuando, ya próxima el alba, empezó a palidecer el cielo, la reina, con un grito de triunfo, dio a luz. La primera de las comadronas del palacio, en cuyas manos había nacido la criatura, la aulló, gritando:

—¡Es una niña! ¡Una hija fuerte y sana! ¡Una pequeña reina de Colquis!

Las mujeres iniciaron un himno triunfal de bienvenida, llevándola a la niña hasta la ventana para levantarla hacia el sol naciente. La pasaron de mano en mano para que cada mujer pudiera sostener y besar a la recién nacida. La reina Imandra pidió al fin:

—Dádmela. Quiero comprobar que es en verdad sana y fuerte.

—Aguarda un momento. Primero hemos de envolverla para que no se enfríe —dijo una de las comadronas del palacio mientras la abrigaba con uno de los chales de la reina.

Luego, ya lavada, la puso en manos de Imandra y la reina acercó tiernamente su cara contra la mejilla de la pequeña.

—Ah, cuánto tiempo te aguardé, hija mía. Es cómo parir a mi propia nieta. No sé de mujer alguna que haya tenido un hijo a mi edad y haya sobrevivido y, sin embargo, me siento tan fuerte y segura como cuando pusieron en mis brazos a Andrómaca.

Desenvolvió a la niña tan nerviosamente como todas las madres, contando cada uno de los dedos de sus manos y de sus pies, volviendo a contarlos por si había cometido algún error, para besar después cada uno, como tributo especial.

—Es bonita —dijo, sonriendo satisfecha, cuando hubo acabado de besuquear al bebé.

Se sacó de uno de los dedos una costosa sortija y se la entregó a la comadrona principal del palacio.

—Esto, además de tu salario que te pagará mi chambelán.

La comadrona agradeció el regalo con frases entrecortadas y se retiró, abrumada por tanta generosidad.

—Le impondremos un nombre el primer día que sea propicio —continuó diciendo Imandra—. Hasta entonces será mi pequeña perla... puesto que es tan tersa y rosada como una de las perlas que los buceadores de las islas arrancan al mar de sus profundidades. Y la llamaré Perla, mi princesita perla.

Todas las mujeres coincidieron en declarar que era un nombre bonito y adecuado. Sería el que le darían hasta que la princesa recibiese de las sacerdotisas un nombre oficial y constituiría su apelativo familiar durante toda su vida.

La reina Imandra hizo una señal a Casandra para que se acercase.

—Tus ojos están enrojecidos, Casandra, y no pareces regocijarte con nosotras. ¿Has visto algún presagio funesto para mi hija y por eso no compartes nuestra alegría?

Casandra se encogió. Tal como temía, no había sido capaz de ocultar su aflicción a la mirada aguda de Imandra.

—No, reina, en verdad me regocijo de tu felicidad —dijo, mientras se inclinaba para besar a la princesita— y no puedo expresarte cuan grande es mi satisfacción por el hecho de que te encuentres bien. Pero mis ojos están siempre enrojecidos cuando duermo tan poco como esta noche. Y... —titubeó— los dioses me han enviado un presagio infausto sobre Troya. Me necesitan allí. Te suplico, reina, que me des permiso para partir al instante, camino de mi casa.

Other books

Dyed in the Wool by Ed James
The Dragon Throne by Michael Cadnum
The Birdwatcher by William Shaw
Sweet Everlasting by Patricia Gaffney
Playing with Fire by Graves, Tacie
A Trust Betrayed by Mike Magner
Songmaster by Orson Scott Card
Bells Above Greens by David Xavier
The Winston Affair by Howard Fast