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Authors: John Boyne

Tags: #Relato

La apuesta

BOOK: La apuesta
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Danny Delaney acaba de empezar las vacaciones escolares y ya está saboreando las semanas de libertad que tiene ante sí. Pero al anochecer, cuando su madre regresa a casa acompañada por dos policías, Danny comprende de inmediato que algo muy malo ha sucedido. Abrumada por la culpa, la señora Delaney se encierra en sí misma, y a Danny y su padre les tocará recomponer la unidad de la familia.

John Boyne

La apuesta

ePUB v1.3

Mística
03.07.12

Título original:
The dare

John Boyne, 2010.

Traducción: Patricia Antón de Vez

Editor original: Mística (v1.0 a v1.3)

ePub base v2.0

1

Todo empezó la tarde de un miércoles de julio, cuando llevaba varios días de vacaciones del colegio.

Había estado jugando al fútbol con Luke Kennedy, que vivía con su madre y el novio de ella en la casa contigua a la nuestra. Su padre ya no vivía allí. Se había mudado a otro sitio dos años antes, el día después de que Luke cumpliera los diez. Aquel fin de semana, para compensarlo, lo había llevado a ver al Norwich, que jugaba contra el Arsenal. El Norwich había perdido.

No había nadie en casa cuando volví, lo que me pareció raro. Sólo eran las cuatro y media, así que sabía que papá aún tardaría un poco en llegar, pero mamá no solía salir a esas horas. Fui a la cocina, abrí la nevera y bebí un poco de leche directamente del cartón. Me gustaba estar solo en casa, aunque era mejor cuando faltaba poco para Navidad, porque entonces podía buscar regalos escondidos. Durante el verano no había mucho que hacer.

Fui al piso de arriba y me detuve ante la habitación de Pete. Estaba en la universidad desde octubre y se suponía que tenía que volver para pasar el verano trabajando en la tienda de papá, pero había telefoneado días antes para anunciar que iba a recorrer Europa en tren con unos amigos.

—¡Típico de Pete, joder! —había exclamado papá después de la llamada—. Hace una promesa y luego la rompe.

—Es joven —respondió mamá—. No puedes culparlo por eso.

Mi madre siempre defendía a mi hermano, que era su favorito. Todo el mundo comentaba que parecía una estrella de cine y que resultaba tan encantador que cualquiera caería rendido a sus pies.

—No hagas ni caso —me había dicho la abuela una vez—. Tú eres el cerebro de la familia, y la belleza no lo es todo.

Aquellas palabras me hicieron sentir muy bien.

Pete se llevó la mayor parte de sus cosas a la universidad, o al menos todas las buenas. Cuando se marchó, confié en que hubiese dejado su equipo de música, porque era mejor que el mío, pero no fue así. Se llevó también casi todos los cedés y sólo dejó los más cutres en un montón junto a la puerta. Su armario estaba prácticamente vacío. Las perchas del interior me recordaban esqueletos.

Encima del armario tenía una caja llena de cosas que deseaba conservar, pero que había decidido dejar en casa. Aunque estaba sellada con precinto, una vez, cuando no había nadie cerca, la abrí para echar un vistazo a las revistas que guardaba. Al día siguiente compré un rollo de precinto para poder abrirla y mirarlas siempre que quisiera. Así podía volver a cerrarla sin que nadie se enterara.

Me senté en la cama y deseé que Pete estuviera ahí para poder hablar con él. No se parecía a otros hermanos mayores que conocía, esos que aún iban al colegio y jamás hacían caso a sus hermanos pequeños cuando los veían; Pete no era así.

Volví a mi habitación y miré por la ventana. Luke Kennedy hablaba solo arrodillado junto a su bici, comprobando la rueda de atrás en busca de pinchazos. No quería que me viera, así que me arrodillé bajo el alféizar y seguí observándolo hasta que volvió a entrar en su casa.

No empecé a pensar que algo iba mal hasta un rato después.

—Ah, hola —saludó papá al llegar. Yo me había tumbado en el sofá y estaba viendo la televisión—. ¿Qué tal te ha ido el día?

—Bien. He salido en bici con Luke y luego hemos jugado al fútbol.

—Deberían prohibir todas las bicicletas en las calles —soltó papá negando con la cabeza—. Son un peligro público.

—A lo mejor lo que deberían hacer es quitar todos los coches, para que así la gente fuera en bicicleta. Hay demasiada polución, por si no lo sabías —contesté justo cuando las noticias mencionaban la contaminación. Por eso lo dije.

—Muy agudo, Danny —repuso él dándome palmaditas en la cabeza como si fuera un perro—. Claro, ésa es la solución.

No respondí. Papá siempre pensaba que era gracioso cuando se mostraba sarcástico.

—¿Dónde está tu madre? —preguntó por fin, mirando alrededor. Parecía sorprendido de no verla allí, en zapatillas y con una taza de té.

—Cuando he llegado ya no estaba.

—¿A qué hora has vuelto?

—A las cuatro y media.

—Qué raro —comentó echando un vistazo al reloj—. ¿Y no ha llamado para avisar de que iba a salir?

—No.

—¿Tampoco ha dejado una nota?

—No he visto ninguna —respondí al cabo de unos segundos—. Pero la verdad es que tampoco he mirado.

Normalmente, si no iba a llegar a casa a tiempo, mi madre escribía un mensaje en el bloc de notas que había junto al teléfono. Se me había olvidado echar una ojeada al llegar a casa. Papá fue al vestíbulo y volvió instantes después, negando con la cabeza.

—No hay ninguna. Debe de haberse retrasado en algún sitio. ¿Tienes hambre?

Lo pensé un momento.

—Estoy muerto de hambre.

A las ocho, mamá todavía no había llegado y papá empezaba a preocuparse. Llamó por teléfono a varias amigas de mi madre, pero tampoco sabían nada de ella. Supuse que deseaba telefonear a más gente, pero en una ocasión anterior lo había hecho y hubo problemas. Aquella vez resultó que mamá se había encontrado con alguien que conocía en la biblioteca, fueron a tomar una copa y se quedaron más rato del que pretendían.

—¿Acaso no puedo tener vida propia? —preguntó al enterarse de las pesquisas telefónicas de papá—. ¿O he de pedirte primero que autorices mis planes?

—No —contestó papá a la primera pregunta, sonriendo—. Y sí.

Como de costumbre, creyó que estaba siendo gracioso. Mamá pasó varios días sin dirigirle apenas la palabra, y Pete y yo teníamos que preparar la cena porque papá aseguraba que era incapaz de hervir agua sin quemar el cazo.

—Será mejor que te vayas a la cama —me dijo a las nueve y media, visto que mamá aún no había vuelto.

—Pero si estoy de vacaciones… —me quejé—. Mañana no tengo colegio.

—Aun así, necesitas dormir. De modo que obedece, jovencito, por favor.

Normalmente habría intentado quedarme un poco más, pero papá estaba preocupado. También yo empezaba a estarlo, así que supuse que sería mejor preocuparme solo en mi habitación que allí abajo con él. De manera que subí y puse un cedé, pero al cabo de unos segundos lo quité porque quería oír el ruido de las llaves en la cerradura cuando mamá llegara.

Me acerqué a la ventana y miré afuera. El ventanal de la señora Kennedy estaba enfrente del mío y a veces la veía en su dormitorio, cuando corría las cortinas antes de acostarme. Una vez la había visto en sujetador y me había ruborizado, aunque estuviera solo en mi habitación. Ella no se dio cuenta de que me encontraba allí espiándola, pero cuando cerré las cortinas me pareció que volvía la cabeza. Después, durante meses fui incapaz de mirarla a los ojos.

Me puse el pijama y me concentré en tratar de flexionar los dedos de los pies uno por uno sin mover los demás, aunque no lo conseguí.

Había empezado a leer
David Copperfield
, de Charles Dickens, pero cuando traté de retomar la lectura no pude concentrarme y me quedé atascado en la misma línea.

Entonces oí un coche en el sendero de entrada, pero no sonaba como el de mamá. El suyo era un vehículo pequeño y lo llamaba
Bertha
, lo que siempre me hacía reír. Aunque una vez que estaba de mal humor le había dicho que era una estupidez ponerle nombre a un coche, y ella había respondido que no debía tomarme las cosas tan en serio, que sólo se trataba de una broma insignificante. Al principio pensé que el coche pasaría de largo por delante de nuestra casa, pero entonces lo oí detenerse. El motor se apagó y las portezuelas se abrieron y se cerraron.

Empujé la puerta de mi habitación y fui hasta el rellano, desde donde podía otear el vestíbulo sin que nadie me viera. Sonó el timbre; papá se dirigió rápidamente a la entrada y abrió. Era mamá, pero no miró a mi padre a los ojos y tampoco al suelo. Era como si tuviera la vista fija en un punto de la pared, detrás de él, y fuera a quedarse mirándolo para siempre.

La acompañaban dos policías. Uno de ellos se quitó el casco y un montón de cabello rubio se le desparramó sobre los hombros; entonces comprendí que era una mujer policía. Todo el mundo parecía muy serio.

No hacía falta ser un genio para darse cuenta de que algo malo había sucedido.

2

—Rachel —dijo papá mirándolos de uno en uno.

—Señor Delaney, ¿podríamos entrar, por favor? —pidió el policía.

Papá asintió con la cabeza y se hizo a un lado para dejarlos pasar al vestíbulo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, al tiempo que cerraba la puerta. Yo estaba de rodillas con la cara contra la balaustrada, tratando de permanecer muy quieto para que nadie me descubriera—. ¿Ha habido un accidente? ¿Tu coche ha sufrido una avería?

Los agentes se miraron entre ellos y luego a mamá, que no parecía mamá en absoluto.

—¿Va a hacer alguien el favor de decirme qué está sucediendo? —insistió papá al cabo de unos instantes—. ¿Agente?

—¿Confirma usted que esta señora es su esposa, señor Delaney? —preguntó el policía, quitándose también el casco. Llevaba la cabeza afeitada y no parecía mucho mayor que Pete, lo que de alguna manera me calmó. La agente me recordaba a la protagonista de una teleserie.

—Sí, por supuesto que es mi esposa. Rachel, ¿a qué viene todo esto? ¿No puede alguien explicarme simplemente…?

—Si hace el favor de tranquilizarse, señor —interrumpió el policía—, se lo contaremos todo.

—¿Que me tranquilice? Mi esposa desaparece durante horas y luego llega a casa en un coche de policía… ¿y quieren que me tranquilice? ¿Dónde has estado? ¿Qué ha pasado?

—Quizá podríamos sentarnos —sugirió la mujer policía—. Su esposa ha sufrido una gran impresión, y una taza de té le vendría muy bien.

—De acuerdo. Vayamos a la cocina y pondré agua a hervir. Pero quiero saber qué ha ocurrido, ¿me oyen?

—Por supuesto, señor —respondió la mujer.

Primero dejé de oírlos y luego desaparecieron de la vista, excepto el joven policía, que se quedó en el vestíbulo y dejó el casco en la mesilla antes de mirarse en el espejo. Movió la cabeza hacia la izquierda, después hacia la derecha y a continuación tiró del dobladillo de la chaqueta para alisar las arrugas. Al volverse, alzó la mirada y me vio. Quise echar a correr, pero se limitó a dirigirme una sonrisa triste y negó con la cabeza antes de entrar en la cocina para reunirse con los demás.

Fue entonces cuando empecé a preocuparme por Pete. Llevaba un par de días sin llamar, desde la vez en que anunció que se iba de viaje y que no pensaba quedarse encerrado tres meses en la tienda de papá mientras sus amigos andaban por ahí pasándolo bien. Mamá había dicho en el desayuno que, si no había telefoneado para cuando hubiese acabado
Coronation Street
, lo llamaría ella.

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