Read La aventura del tocador de señoras Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #Humor - Intriga - Policiaco
En el videoclub del señor Boldo encontré al señor Boldo mesándose los cuatro pelillos del cráneo y dando otras muestras de desesperación. No se había recuperado anímicamente del decomiso por la guardia urbana de unas películas (puercas) cuyo alquiler le suponía el 95% de sus ingresos brutos y netos (no los declaraba) y cuya recuperación por vía judicial le parecía imposible, pues la mitad eran piratas y la otra mitad, caseras. Le expresé una breve condolencia y le expuse el motivo de mi visita.
—Le hago depositario de un papel en forma de pliego o cédula. Contiene información de carácter estrictamente confidencial, pues podría perjudicar en forma irreparable a personas de nombradía. Debido a ello, la información que contiene su cédula es fragmentaria. Sólo juntando esta información con la información contenida en las demás cédulas se puede obtener una visión de conjunto y dar sentido a la información antes mentada. En ningún caso la información contenida en esta cédula debe ser hecha pública, ni siquiera ser leída por usted, salvo que a mí me suceda algo malo. Algo malo de veras, no un jamacuco. Ahora bien, si se entera de que me ha pasado algo malo, entréguele la cédula a mi cuñado Viriato, sin dilación, y cuéntele lo que acabo de decirle. ¿Lo ha entendido?
—Más o menos.
Le di la cédula marcada con el número tres y salí a seguir repartiendo las otras seis. Al farmacéutico le tocó la cinco. A la señora Piñol (su marido, el señor Mahmud, no estaba) de la librería-papelería La Lechuza, el uno. Y así sucesivamente. A cada receptor le repetía el mismo discurso. La última (el dos) se la tuve que dar a la señora Pascuala de la pescadería por no haber más establecimientos de confianza abiertos a aquellas horas. Me escuchó en silencio, se limpió las manos en el delantal y se guardó la cédula en el escote.
—No debería hacerlo —dijo—, pero lo haré porque soy más buena que la mar salada.
A las ocho y veinte había terminado el reparto. Fui al hogar del jubilado por si encontraba a Viriato jugando su partida de dominó. Tuve suerte, allí estaba. Le conté lo de las cédulas y le previne sobre lo que había de hacer con ellas si llegaban a sus manos.
—El señor alcalde te recibirá si le dices que vas de mi parte. Si pierde las elecciones, dáselas igual. La peluquería está en orden, y las cuentas claras. Si yo falto, hay un chico que tiene disposición y ganas y no pide la luna. Se llama Magnolio. Y piensa en lo que te dije del secador eléctrico: así no podemos seguir ni un día más.
Viriato asintió a todo sin prestar la menor atención a mis palabras y volvió a su partida. Yo me instalé en la parada del autobús.
*
Llegué un poco tarde al lugar adonde según me habían dicho por teléfono había de acudir Magnolio, porque aquella noche los autobuses no funcionaban con su característica regularidad y mi destino no era un barrio céntrico ni demasiado bien comunicado. Pero tras varios transbordos me hallé ante lo que resultó ser un bar en cuya puerta de madera se leía pintado en filigrana de spray:
MESÓN MANDANGA
ANTOJITOS BOSQUIMANOS
Nada lo diferenciaba de otros bares de su misma condición (lamentable) aparte de este reclamo y su clientela, compuesta exclusivamente de negros. Ninguno de los cuales, cuando entré en el bar, era Magnolio. Varios altavoces difundían músicas distintas y un televisor instalado sobre una ménsula retransmitía casualmente una entrevista con el señor alcalde que no parecía suscitar el interés de los escasos parroquianos. En las paredes había gallardetes, un póster grande de Whitney Houston y un anaquel con pucheros de barro con cenefas y adornos geométricos, como los de La Bisbal u otra etnia. Me acodé en la barra sobre la que escrito en tiza en un pizarrín se anunciaba:
Plato del día
CHICHARRONES DE CEBRA
—¿Son verdaderamente de cebra? —pregunté a la persona que acudió a atenderme. Era un hombre orondo de formas y edad avanzada. Tenía el cutis de un negro lustroso pero mate, como la baquelita, y el cabello, las cejas y la barba, espesa y rizada, blancos como la nieve. Debido a esta singularidad y a una expresión bondadosa y socarrona, parecía una amalgama de los tres reyes magos.
—¿De cebra? —respondió—. No, hombre. De penco. Pero sin la piel no se nota la diferencia. Pruébelos. También tenemos sucedáneo de criadillas de mono. ¿Qué le pongo para beber?
—¿Qué les viene bien a los chicharrones?
—La Pepsi-Cola —respondió, y sin esperar respuesta, levantó la cabeza hacia el techo y gritó—: ¡Loli, marchando una de chicharrones y una pesi a granel!
—Oiga —le dije—, me gusta este sitio.
El hombre del mostrador sonrió satisfecho y dijo:
—Más le gustará cuando lo conozca a fondo. Aparte las consumiciones, tenemos un cineclub y otras actividades culturales: conferencias, seminarios, presentaciones de libros. El próximo sábado hay anunciada una mesa redonda sobre la postura del misionero, mito y realidad. Y después del coloquio, bailongo. Entrada libre. Anímese.
—Gracias —dije—, pero de donde vivo y trabajo esto me pilla muy a trasmano. En realidad he venido buscando a un amigo, Magnolio de nombre. Esta misma tarde he llamado preguntando por él.
—Ah, sí, yo mismo tomé el recado —dijo el hombre del mostrador secándose la mano con el delantal y tendiéndomela—. Soy el gerente de aquí: Juan Sebastián Mandanga, para servirle.
—Un placer. Yo soy peluquero.
—Buen oficio. Yo, ya ve, sirviendo al distinguido. Y mi mujer en la cocina, como mandan los cánones —dijo con una sonrisa benévola. Luego, regresando al objeto de mi presencia allí, añadió—: Magnolio no ha venido aún. Todos los días se deja caer por aquí, como le dije, entre siete y media y ocho, por si hay recados, y a pegar la hebra con la panda. Pero desde que sale con Raimundita se le ve menos. Por lo visto esta vez le ha dado fuerte. De todos modos, no dejará de venir. El bar es también una casa de contratación. Oiga, ¿no será usted inspector de algo?
—No.
El hombre del mostrador desapareció por una cortina de arpillera y regresó al cabo de un rato envuelto en una espesa humareda. En una mano llevaba un plato cubierto de una especie de guijarros y en la otra un vaso de plástico con un líquido oscuro y un cubito de hielo. Dejó ambas cosas delante de mí y dijo:
—No lo digo por decir. La situación de nosotros, incluida la mía, no es de holgura. A veces uno no puede elegir, ya me entiende. Aquí quien más quien menos, todos hemos hecho cosas que no están en el manual de urbanidad. Por pura necesidad, ya me entiende. Como decimos en mi país, nadie mete los pies en una tifa si lo puede evitar. Magnolio es un buen chico. No sé lo que ha hecho, pero es un buen chico.
Asentí con la cabeza en el momento en que la desgarbada figura de Magnolio hacía su entrada en el local. Ni siquiera su exigua visión le impidió distinguirme (por lo blanco) antes de haber acabado de franquear la puerta. Se paró en seco, hizo un aspaviento demostrativo de contrariedad, inició un movimiento de retroceso como si se dispusiera a emprender la retirada y por último, sabiéndose el centro de atención de los parroquianos, a quienes su llegada había interrumpido en sus decaídos pasatiempos, sacudió los hombros y vino a reunirse conmigo en la barra.
—Este caballero —le dijo el hombre del mostrador señalándome con la punta de la barba— dice ser amigo tuyo.
Magnolio movió la cabeza en señal de apesadumbrada confirmación.
—¿Cómo ha dado conmigo? —me preguntó luego.
Le dije cómo y Magnolio exclamó:
—Yo no le debo ninguna explicación. Ni a usted ni a nadie.
—Oh, oh,
excusatio non petita, accusatio manifesta
—dijo el hombre del mostrador señalando a Magnolio con el dedo—. ¿En qué lío te has metido, hijo?
—No he hecho nada malo, señor Mandanga —dijo Magnolio.
—Traición, delación y colusión —dije yo—, ¿le parece poco?
—Pardiez, los cargos son de altura —murmuró el señor Mandanga. Y dirigiéndose a mí—: ¿Puede sustanciarlos?
—Sólo con hipótesis —respondí—, pero muy sólidas. Usted parece un hombre ecuánime. Óigame y juzgue después.
—Espere —dijo el señor Mandanga—, avisaré a mi mujer. ¡Loli!
A través de la cortina de arpillera salió de la cocina una negra rolliza, vestida con bata y delantal y un pañuelo de muchos colores anudado a la cabeza. El señor Mandanga me la presentó y ella me dio una mano ancha, fuerte y mojada.
—¿Qué tal estaban los chicharrones? —preguntó.
Le dije que muy buenos (era la pura verdad) y luego, sin más trámite, empecé mi relato diciendo:
—Me remontaré, si ustedes no ponen objeción, a la noche siguiente a la fiesta celebrada en casa de los señores Arderiu en honor del señor alcalde de nuestra ciudad con motivo del inicio de la campaña electoral y con el propósito manifiesto de recaudar fondos con destino a dicha campaña. En esa ocasión, es decir, a la noche siguiente a la fiesta, un caballero maduro y canoso llamado Miscosillas, abogado de prestigio, con bufete en la Diagonal, visitó de nuevo la casa de los señores Arderiu. El propio Magnolio me lo contó, pues a él se lo había contado Raimundita, que presta servicio doméstico en casa de los ya mentados señores Arderiu y a quien Magnolio había ido a buscar la ya referida noche con fines de galanteo y espionaje. Pero Magnolio no me contó a mí todo lo que Raimundita le había contado. Porque Raimundita, que no tiene un pelo de tonta, había escuchado la conversación entre el abogado señor Miscosillas y los señores Arderiu y de dicha conversación había dado cumplida cuenta a Magnolio.
—No mezcle a Raimundita en este asunto —dijo Magnolio.
—Es usted quien la ha mezclado, haciéndola cómplice involuntaria de un acto vil. Lo que Raimundita aprehendió en casa de los señores Arderiu y luego le contó a Magnolio fue que a raíz del asesinato de Pardalot, había un gran interés por averiguar el paradero de un hombre inválido llamado Agustín Taberner, alias «el Gaucho», y de su hija, una antigua modelo de ropa interior llamada Ivet. Magnolio dejó hablar a Raimundita y luego concibió un plan que había de reportarle pingües beneficios. Esa misma noche o al día siguiente fue a ver al abogado señor Miscosillas y le dijo que conocía el paradero del hombre al que, según sabía de buena tinta, andaban buscando. Conocía dicho paradero porque Ivet, que es muy finolis, cuando estaba bien de dinero, contrataba los servicios de Magnolio para hacerse llevar y traer de la residencia de Vilassar donde tenía escondido desde hacía varios años a su padre inválido y ahorrarse de este modo los vejámenes de la RENFE y el contacto con la chusma, siempre incómodo, y aún más en los meses de verano. Al servirse de Magnolio, Ivet no creía poner en peligro el secreto, puesto que no había ni era previsible que hubiera ningún contacto entre un chófer negro de tres al cuarto y el selecto círculo de los Arderiu, los Pardalot y los Miscosillas. Y, en efecto, ninguno habría habido si el asesinato de Pardalot y su posterior investigación, hábilmente llevada por mí, no nos hubiera echado a los unos en brazos de los otros, en sentido figurado, al menos por lo que a mí respecta. ¿Es así como sucedió o no es así, Magnolio?
—Ni lo admito ni lo niego —repuso el acusado—, pero si las cosas hubieran ido así, ¿qué? Todos vivimos a salto de mata, como los ñus. Y vender información no es menos lícito que despachar comida caducada, como hace el señor Mandanga, o socarrar con lejía el pelo de las señoras, como hace usted.
—No entremos en el debate —dijo el señor Mandanga— sin haber aclarado antes algunos puntos esenciales de esta historia. Verbigracia: ¿quién es Agustín Taberner, alias «el Gaucho», y quién esa tal Ivet, que tanto revuelo arman?
—Dos tarambanas —dije yo—. Agustín Taberner, alias «el Gaucho», fue socio fundador, con Pardalot y Miscosillas, de varias empresas de dudosa legalidad y cuantioso rendimiento, luego sustituido en el triunvirato por Ivet Pardalot, a la que no deben ustedes confundir con la hija de Agustín Taberner, alias «el Gaucho», también llamada Ivet.
—Debo de ser un poco tonta —dijo la señora Loli— pero no acabo de entender bien el asunto. ¿Para qué querían Miscosillas y los otros conocer el paradero de Agustín Taberner, alias «el Gaucho»?
—No lo sé con exactitud —dije—, sólo tengo hechas algunas conjeturas. En este asunto se entremezclan viejas historias con otras recientes. Pero sea cual sea la causa del secuestro de Agustín Taberner, alias «el Gaucho», una cosa es cierta: que su vida corre peligro. Y otra más: que de lo que ocurra, Magnolio será en buena parte responsable moral.
Todos miramos a Magnolio esperando una decidida refutación de mis acusaciones, pero aquél, enfrentado a la descripción objetiva de los hechos (y a sus culpas), callaba y se miraba las punteras de los zapatones. Cuando finalmente levantó la cara pudimos ver que dos lágrimas gruesas como dos gotas de petróleo le resbalaban por las mejillas.
—Todo lo que ha dicho este hombre —dijo con voz entrecortada— es verdad. Estoy avergonzado. Siempre he procurado obrar con arreglo a la ley de la jungla, pero en esta ocasión me he dejado llevar por la ambición. Necesitaba el dinero. No me obliguen a decir para qué. Lo necesitaba para un fin bueno, pero los medios utilizados para obtenerlo han sido malos. Lo comprendo, me arrepiento y haré lo que pueda para enmendar mis desatinos.
—Bien está el arrepentimiento cuando es sincero y lleva consigo el propósito de enmienda —dijo el señor Mandanga—, pero a Agustín Taberner, alias «el Gaucho», de poco le va a servir el tuyo.
Al oír estas palabras, Magnolio se irguió en toda su considerable estatura, se quitó la gorra de chófer, se la llevó al pecho como si quisiera sofocar con ella el eco de los latidos de su noble corazón, y exclamó:
—Podemos tratar de rescatarlo.
—Es casi imposible —dije yo—. Sin duda lo tendrán bien custodiado. Y por añadidura no sabemos adónde lo han llevado.
—Ah —replicó Magnolio—, yo sí lo sé.
Lo miramos sorprendidos y Magnolio, ufano de haber despertado tanta expectación sobre su persona, nos refirió cómo a la mañana siguiente de la noche aciaga de la traición, Magnolio y el abogado señor Miscosillas habían ido en el coche de Magnolio a recoger a un tercer individuo, encapuchado, y luego los tres juntos a la residencia de Vilassar, de donde se habían llevado al padre de Ivet a un lugar seguro. Allí satisfizo el abogado señor Miscosillas el pago prometido a Magnolio, conminándole al mismo tiempo a no revelar a nadie nada de lo ocurrido, pues si lo hacía la policía lo consideraría cómplice del secuestro y, siendo negro, le atribuiría las peores intenciones.