La aventura del tocador de señoras (28 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor - Intriga - Policiaco

BOOK: La aventura del tocador de señoras
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—No doy para más —susurré jadeando—. Siempre fui enclenque. Y llevo varias noches durmiendo poco.

—Pues estaba mejor secuestrado que así —protestó «el Gaucho».

—Calle y no se mueva. Ahora vuelvo —dije.

A tientas recuperé la vela, que se había salido de la palmatoria y se había apagado y la volví a encender con una cerilla. Abajo se hizo de nuevo el silencio y al cabo de un rato se oyó el ruido del disco al hacerse añicos contra la pared. A continuación Aznavour cantó en español
Se está muriendo la mamá
. Regresé a la habitación y abrí el armario de luna. Como había previsto encontré allí ropa de cama. Saqué una manta y regresé con ella junto al inválido, al que encontré yacente y deshecho en llanto.

—Y ahora, ¿qué le pasa? —le pregunté—, ¿se ha hecho daño?

—No. Es la canción —dijo él.

*

Aprovechando la melancólica laxitud en que el recuerdo de tiempos más felices había sumido a Agustín Taberner, alias «el Gaucho», lo coloqué sobre la manta y tirando de ella lo arrastré hasta el arranque de la escalera con relativa facilidad, que por este sencillo método y en virtud de sabe Dios qué leyes de la mecánica, he visto yo a hombres débiles desplazar pianos y neveras. Los peldaños, naturalmente, presentaban dificultades adicionales.

Sin embargo, con destreza, coraje y alguna que otra culada, llevábamos bajado ya el primer tramo cuando nos detuvo el repicar de unos nudillos en la puerta de entrada del chalet. A quienquiera que fuera dirigida esta llamada, la música le impidió oírla. El recién llegado probó entonces de abrir la puerta de entrada desde fuera y lo consiguió al primer intento por haber descorrido yo poco antes la falleba. En el vano de la puerta de entrada se perfiló la figura de un hombre. Para no ser descubiertos por el recién llegado, me eché al suelo y cubrí con la manta al inválido y a mí, formando de este modo un bulto de regular tamaño, pero a mi entender poco visible en la penumbra reinante. Concluía por lo demás en aquel mismo instante la canción (de Aznavour) que había estado sonando hasta entonces y fue claramente perceptible el ruido de la puerta al ser cerrada por el recién llegado. Desde la habitación iluminada una voz extraña preguntó:

—¿Quién anda ahí?

—Soy yo —respondió el recién llegado.

Me sonaba la voz del recién llegado, pero al pronto no supe a quién atribuírsela. La otra voz era irreconocible por deformarla el artilugio empleado en ocasiones anteriores por el encapuchado.

—¿Cómo has entrado? —preguntó éste.

—La puerta estaba abierta —respondió el recién llegado.

—Hum —dijo la otra voz—, juraría haber corrido la falleba de la puerta de entrada.

—Pues estaba descorrida —replicó el recién llegado—. No importa: cerraré con llave.

Así lo hizo el recién llegado con una llave que sacó del bolsillo y en el bolsillo guardó y luego, dirigiéndose a la habitación iluminada, se quedó apoyado en la jamba de la puerta, contemplando los trozos de disco diseminados por el suelo. La iluminación proveniente de la habitación iluminada formaba a contraluz un halo en el pelo canoso del recién llegado. Reconocí de este modo al abogado señor Miscosillas, el cual preguntó:

—¿Qué hacías?, ¿escuchar música mala de ayer, de hoy y de siempre?

—Sí, y romper estos discos procaces —respondió la voz transfigurada—. ¿La has visto?

—No —respondió el recién llegado señor Miscosillas—. La estuve esperando en José Luis, donde me había citado, pero no acudió a la cita. Estando allí llamó y me citó en otro bar y luego en otro. Al cuarto bar, me harté y me vine para aquí.

—Uf, eres idiota —dijo la transfigurada (y cabreada) voz.

—¿Por qué? —preguntó sin inmutarse el abogado señor Miscosillas.

—Ya te lo explicaré luego. Ahora, chitón: alguien llama a la puerta.

—No te inquietes. Es Santi. Ha venido conmigo, pero hemos dejado el coche un poco lejos y el pobre anda fatal desde que salió de la UVI.

—No deberías haberlo traído —dijo la voz—. Cada día estás más torpe. Física y mentalmente caduco como estos discos. Ve a abrir, ¿a qué esperas?

Obedeció el abogado señor Miscosillas y balanceándose sobre dos muletas entró Santi, el antiguo guardia de seguridad convertido ahora también en inválido de resultas del disparo recibido en mi apartamento. El abogado señor Miscosillas volvió a cerrar con llave y a guardar la llave en el bolsillo de su americana.

—La cosa se pone peluda, che —susurró a mi oído Agustín Taberner, alias «el Gaucho»—. Ahora son tres, y a cual más peligroso.

—No se desanime —respondí—, a lo mejor se ponen a discutir y pasan de todo.

Nos quedamos un rato quietos y callados. De la habitación iluminada llegaba el murmullo ininteligible de una conversación interrumpida por largas pausas. Con extrema cautela salimos de debajo de la manta y reanudamos el descenso por el método ya descrito. Al llegar al pie de la escalera la luz proveniente de la habitación iluminada proyectó una sombra. Alguien salía. Tuve tiempo de arrastrar la manta y al inválido hasta un rincón, echarme a su lado y cubrir a ambos de nuevo. Levantando una orilla de la manta vimos al abogado señor Miscosillas salir de la habitación iluminada, cruzar el espacio oscuro donde estábamos, entrar en la cocina y encender la luz. Hubo trajín y al cabo de un rato se apagó la luz de la cocina y el abogado señor Miscosillas regresó a la habitación iluminada llevando en una bandeja una botella de whisky, cuatro vasos y un pote con hielo.

—La puerta de la cocina estaba abierta —comentó—, como la de la entrada.

—Pues también juraría haber echado el pestillo —dijo la voz.

—Está bien —dijo el abogado señor Miscosillas—, no tiene importancia. De todos modos, la he cerrado con llave y me he guardado la llave en el bolsillo, junto con la otra. Ahora tengo las dos llaves en el bolsillo.

—Por lo visto —susurré—, esperan a alguien más.

Unos golpes en la puerta de entrada corroboraron mi suposición. El abogado señor Miscosillas salió y fue a abrir, rezongando por tener que hacerlo todo como si fuera la chacha de la casa. Éstas fueron sus palabras. Apenas hubo abierto la puerta (con la llave correspondiente a dicha puerta) un hombre se coló por ella como una exhalación.

—Cierra, Horacio —dijo—. Nadie me ha seguido, pero todas las precauciones son pocas.

El abogado señor Miscosillas volvió a cerrar con llave mientras el nuevo recién llegado era recibido en la habitación iluminada por la falsa voz del encapuchado.

—Llegas tardísimo.

—Sí, bueno, ya sabéis cómo son las cosas de la televisión: te dicen diez minutos y al cabo de un rato son tres horas. Que si el maquillaje, que si la cuña, que si patatín, que si patatán. Y para colmo hemos tenido que repetir varias tomas porque al entrevistador le ha dado la risa floja. Como gane las elecciones, se va a enterar. Pero en conjunto he quedado muy bien. Así me lo han hecho saber mis asesores de imagen, que seguían el programa con mucho interés desde la cafetería.

—No habrás venido en el coche oficial y con escolta.

—No, no, he cogido la furgoneta del megáfono. ¿Se sabe algo de la chica?

—No acudió a la cita —dijo el abogado señor Miscosillas.

—Y a este idiota, en vista de que ella le daba el esquinazo cada vez, no se le ha ocurrido nada mejor que venir aquí —dijo la voz.

—A mí me parece una buena idea —dijo el señor alcalde—. ¿A quién le sirvo un
scotch on the rocks
?

Mientras se oía el tintineo del hielo en los vasos pasé revista a la situación. No era halagüeña. Las dos puertas de entrada (y salida) estaban cerradas con llave, y no es lo mismo una llave que un pestillo: forzar las cerraduras con la cucharilla me habría llevado por lo menos media hora, con el riesgo consiguiente de ser pillado in fraganti. Pero de todos los planes posibles, aquél era el único viable, pues con un inválido en una silla de ruedas no era cosa de utilizar las ventanas ni el tiro de la chimenea. De las dos puertas, la de la cocina parecía la elección más lógica, aunque salir por allí implicaba el probable reencuentro con el mastín y esta vez no tenía con qué granjearme su benevolencia, salvo que le gustaran los cacahuetes tostados y el zumo de tomate. Antes, sin embargo, debía regresar a la planta superior y bajar la silla de ruedas, como habíamos quedado al inicio de la fuga.

De estas minuciosas pero necesarias especulaciones mentales me arrancó de golpe un sospechoso olor a lana quemada. El inválido y yo lanzamos sendos reniegos al unísono. Por descuido habíamos olvidado apagar la vela y ardía la manta.

Como mi altruismo tiene un límite, dije al inválido que se arreglara por su cuenta y salí arreando. Con tan mala fortuna que la manta se me enredó en la ropa y se vino conmigo. El zafarrancho no podía pasar inadvertido y al instante se oyeron voces en la habitación iluminada exclamar:

—¿Qué demonios está pasando ahí afuera?

El señor alcalde asomó la cabeza y dijo:

—No lo sé. Hay una manta en llamas corriendo por la casa.

—Santi, coño, haz algo —exclamó el abogado señor Miscosillas—, que para eso se te paga.

—Estoy de baja —replicó el antiguo guardia de seguridad.

—Pues dame la pistola, gandul —dijo el abogado señor Miscosillas.

Salió éste empuñando una Beretta 89 Gold Standard calibre 22 en el momento en que yo lograba desprenderme de la manta. Por si acaso, me desprendí también de la americana y los pantalones y luego levanté los brazos y grité:

—¡Me rindo!

—Baje los brazos y apague esta hoguera antes de que se queme la casa, majadero —me ordenó el abogado señor Miscosillas.

Tan interesado como él en evitar un desastre, corrí a la cocina y regresé con dos vasos llenos de agua. Esta intervención y unos violentos pisotones redujeron la manta a humo y cenizas. A continuación el abogado señor Miscosillas me hizo entrar en la habitación iluminada y enfrentarme a los allí reunidos. El señor alcalde fue el primero en reaccionar.

—Caramba, es usted —dijo—. Creí que ya habíamos acabado de rodar el spot.

*

Me habían hecho poner de nuevo el traje, ligeramente chamuscado, y me habían hecho sentar en un ajado puf de cuero repujado que me maltrataba las nalgas. Santi, el pistolero inválido, había recuperado entre tanto la Beretta 89 Gold Standard calibre 22 y no dejaba de apuntarme con ella; el señor alcalde y el abogado señor Miscosillas ocupaban gravedosos el amplio sofá, y el individuo encapuchado deambulaba por la habitación a grandes zancadas, como un león enjaulado y con capucha. Transcurrido de esta suerte un buen rato, en vista de que nada sucedía y considerando que en aquella ocasión el tiempo no jugaba a mi favor, decidí tomar la iniciativa hablando en estos términos:

—Señores, de su actitud desasosegada y de las miradas furtivas que entre ustedes veo cruzarse deduzco que esta situación les resulta enojosa, y como aún me lo resulta más a mí, les propongo desbloquearla por el único medio que funciona en estos casos, es decir, poniendo las cartas boca arriba o sobre el tapete, siendo correctas ambas acepciones.

Hice una pausa para sondear el efecto de mi propuesta y no advirtiendo reacción alguna en pro ni en contra y considerando adecuado a mis propósitos iniciar la sesión con un golpe de efecto, me dirigí al encapuchado y le dije:

—Hora es ya de poner fin a la farsa del cucurucho y la sordina. La primera vez me engañó usted, señorita Ivet, pero luego ya no. Es inútil seguir fingiendo. Y llevar la cabeza tapada tanto rato deshidrata la piel, estimula la secreción sebácea y deja el cabello graso y apelmazado.

Con un encogimiento de hombros se desprendió la interesada del caperuzón, que llevaba incorporado a la altura del orificio bucal un distorsionador electrónico de sonido y lo arrojó al suelo. Luego se quitó la americana, los pantalones y las almohadillas que, colocadas bajo la ropa, ocultaban sus formas femeninas y le proporcionaban la apariencia y el mal tipo de un hombre fondón. Debajo de estas prendas llevaba un ajustado pantalón de lycra gris claro y una sencilla camiseta blanca sin mangas. El conjunto, cómodo, actual y sin pretensiones, la rejuvenecía y le sentaba francamente bien. Al punto se levantó el señor alcalde del sofá, corrió hacia ella con la mano tendida y le dijo:

—Encantado. Soy el alcalde de Barcelona y me presento a la reelección.

Ella le lanzó una mirada cargada de enojo y desdén, cruzó los brazos sobre la camiseta y le espetó:

—Soy Ivet Pardalot, cretino, y me conoces desde que nací.

—Ah, sí, es verdad. No había caído. Y eso que recibiste en mis brazos las aguas bautismales… o freáticas, ya no recuerdo —admitió el señor alcalde regresando a su asiento algo confuso—. Cómo iba uno a sospechar… Horacio, ¿a ti esta metamorfosis no te ha dejado de pasta de boniato?

—No, señor alcalde —dije yo antes de que el aludido pudiera responder a la pregunta del señor alcalde—, el abogado señor Miscosillas ha estado desde el principio en el secreto de la doble personalidad de la señorita Ivet. Mejor dicho, ha estado en una parte del secreto, porque hay cosas que él no sabe y que no le gustará saber cuando yo se las cuente.

—Basta ya —dijo Ivet Pardalot interrumpiéndome en este punto—. No tenemos ninguna necesidad de escuchar a este profesional de la laca y la labia. Como intruso que es, nos corresponde a nosotros ocuparnos de él, no a él de nosotros. Y eso haremos sin más circunloquios. La presencia de esta mierda con moscas complica un poco nuestros planes, pero si la sabemos aprovechar, también los simplifica. Porque esta mierda con moscas, no contenta con ser el principal sospechoso del asesinato de mi padre, ha entrado en esta casa con nocturnidad y escalo. Nada de raro tendría, dado lo que antecede, que acabara recibiendo su merecido. Por ejemplo, un balazo bien dado. De este modo la policía podría decir que el asesino de Pardalot fue muerto en legítima defensa cuando trataba de perpetrar un nuevo crimen y así dar carpetazo a una investigación que sólo puede causarnos molestias a todos. ¿Alguien tiene algo que añadir a la propuesta?

El abogado señor Miscosillas se levantó del sofá como impulsado por un resorte (del sofá) y preguntó con voz trémula:

—¿La propuesta consiste en asesinar a esta mierda con moscas a sangre fría?

—Por Dios, Horacio —exclamó el señor alcalde—, cuida el vocabulario. Éstas no son cosas que yo deba oír.

—Sólo es un peluquero indocumentado que sabe demasiado —respondió Ivet Pardalot—. Su desaparición no perjudica a nadie. Vivo, por contra, es un engorro constante. La otra noche, en mi propia casa, trató de meterse en la cama conmigo.

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