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Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

La balada de los miserables (12 page)

BOOK: La balada de los miserables
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—No oigo nada.

—Escucha bien.

—No te quiero.

—Eres un mierda, O’Hara. ¿Por qué me dejaste?

—Tú eres muy joven y yo muy viejo. Tú eres muy buena y yo muy malo. Tú eres muy rica y yo muy pobre. ¿Sigo?

—No me jodas, O’Hara.

—No hables así, niña. ¿Por qué me has buscado?

—Los niños no se pierden, Pepe. A los niños se los llevan. Nosotros lo sabemos y vosotros también. Tienes que hacer algo.

—Cállate, por favor.

—Si quieres que me calle, vas a tener que hacerme el amor.

—Aún me duele.

—A mí también…

Soledad no puede dormir porque yo no la dejo. Tengo su tiempo en mis manos. Escucha el muelle de la cama cuando los amantes se sientan. Es tan ridícula que intenta roncar un poco más fuerte sin que parezca falso. Intenta mirar la luna y dormirse. Intenta ser vieja, que lo es, y no le sale. Huir del deseo. Y ahora escucha los cuerpos recostados. Agitados. Trémulos. Jóvenes. Jóvenes. Jóvenes. Y se toca otra vez, como no queriendo. Y oye ruidos que ella nunca ha pronunciado. Y recuerda el cuerpo desnudo de la niña Ximena en la furgona, cuando los ojos se le iban. Y el ruido de la habitación de al lado quizá no es mayor, pero lo entiende como un puñal secreto que se le clava en la espalda. Y, mientras los muelles de la otra cama rezongan disimulos, ella sigue roncando en falso. Haciendo un ridículo asqueroso y viejo que sólo un loro asombradizo contempla. Me encanta ser tu vejez, la vejez de todos vosotros. Cómo me lo paso contigo, vieja. Pero tengo que disimular. Taparme la boca.

Si me riera más fuerte, se rompería la luna.

XVII

Parad ya, por favor. Decidle a las voces que se callen. Dile a las voces que se callen, mamá, o por lo menos que digan mi nombre para ver si alguien me encuentra. Que no digan sólo niña. Si las voces dicen sólo niña, nadie me va a encontrar. Dile a las voces cómo me llamo, díselo, y tráeme mis braguitas antes de que me encuentren, que no sé dónde he perdido las mías, y me da mucha vergüenza. Me da muchísima vergüenza y no soy capaz de taparme la rajita con las manos. Date prisa, mamá. Y no le digas al Avivo que me he metido yo solita en esta agua oscura y quizá mágica, que te juro por
Eres niño como yo
que no sé cómo ha pasado.

XVIII

La luna no tiene por qué huir de los gitanos. Eso son invenciones de los poetas granadinos muertos, de los antropólogos y de los astrólogos racistas. La luna huye del humano en general, como todo lo bello. Cada año, la luna se va alejando treinta y ocho milímetros más de vuestros ojos en vela, así que dentro de trescientos ochenta mil millones de años estará un kilómetro más lejos. Este tipo de divorcios no hay que negociarlos a la tremenda.

La luna hace esto porque no desea que volváis a pisarla. Eso de que se aleja es algo que casi nadie intuye, salvo los astrólogos, porque casi nadie se ha preocupado nunca de conocer íntimamente a la luna. Con saber que oculta una cara, parece que hombres y mujeres ya se sienten reconfortados. Pero la luna no oculta una cara por hipocresía, como vosotros. Sencillamente, soy coqueta. Sé que la belleza sin misterio sólo es decorativa. Y actúo en consecuencia.

Aquella noche de hogueras la luna fue la única que vio al Tirao robar la cámara de Ximena de lo alto de la caravana médica de Sanitale. Después el gitano ladrón salió camino del bosquecillo de alerces, escondido en su gabán bruno y en su cara de oliva, acechando las sombras que la luna dibujaba para darle cobijo a su delito. Las nubes veloces vestían de gasas espectrales a la luna, y la luna aprovechaba su aspecto fantasmal para inyectar miedo en los ojos de los gatos y de los niños insomnes de hambre del Poblao.

El gitano se sentó en un tocón entre los alerces protegido por arbustos escleróticos de frío y estudió la cámara. Tenía que hacerlo. Nunca había tenido en las manos nada tan sofisticado, si se excluye a algunas mujeres de su época joven, antes de que el caballo le venciera.

Al Tirao, entonces, no le llamaban el Tirao. Era el Largo. El Largo, con sus veinte añitos, su 1,89 de estatura, sus hombros anchos, su rostro atezado y semental de haberse respirado todo el aire de la sierra de la Almijara, y su voz, heredada verso a verso de su padre El Bracero, era un reclamo sexual exótico y apetecible en la noche de Madrid. Él se asombraba cada noche al desnudar a aquellas damas de eternales lasitudes en sus áticos posmodernos, bajo unas penumbras que las
flappers
de la movida madrileña denominaban, con una guinda roja e invisible entre los labios, luz ambiente.

Las
flappers
de aquellos ochenta tenían vinilos adquiridos en Londres, nunca casetes mangadas en la gasolinera de Algarinejo, y esnifaban la coca por unos turulos esbeltísimos de plata que nunca le ofrecían, quizá porque, aunque era guapo y garañón, no dejaba de ser gitano. El Largo se avergonzaba de enrollar para la farlopa sus billetes sudados de cinco mil pelas. Hasta que una noche una rubia le tocó demasiado las pelotas, poniéndole una carita pruna pasa que denotaba mucho asco. A la mañana siguiente, tras haberla agasajado con tres polvos, el gitano le robó el turulo sabiendo que nunca jamás volvería a verla. Salió corriendo del apartamento como un niño. Ya no pasaría más vergüenza esnifando junto a aquellas
flappers
.

Porque él se consideraba aún el mismo niño que garabateaba acordes inmaduros de guitarra a la sombra de los quejigos, de los majuelos o de los pinos negrales, cazaba lagartos a cantazos y robaba espárragos a la vega del Genil. Viajaba con su padre de tablao en tablao, encendiendo de cantes Puerto Lope, Jayena, Brácana, Chimeneas, Riofrío, Ventas (la de Zafarraya, nunca la de Huelma, donde barbechaban un viejo litigio con un gaje cabrón). El arte del padre los había convertido en gitanos ricos, nómadas los cuatro que conformaban aquella kumpania arrastrando de pueblo en pueblo su vardo atestado de guitarras, ropa a medio lavar, casetes, libros ajados y panderetas. Su hermano pequeño, Kaén, había nacido en aquella caravana.

Y a las noches, después de cenar orilla de alguna carretera poco transitada por civilones, el padre abrazaba la guitarra y amagaba su soleá.

Venteando mis pecados
y arenaditos de tierra,
me traen mis antepasados
un viento ungido de sierra.
Para gritarle al cobarde,
libertad gitana, un lema:
«Que, aunque en la guerra se arde,
a mí es tu amor quien me quema».
A los pies de los caballos
de los sargentos feroces
no lloraremos vasallos
ni sentiremos las coces.
Cuando me busque entre tumbas
mi gitana de Poniente,
yo le cantaré por rumbas
menos muerto que valiente.

Y el niño miraba las lágrimas discretas de su madre, gitana de Poniente, reflejarse en las llamas de la candela. Y la imaginaba vagando, buscando en los barrancos la sepultura de un gitano, su hombre, menos muerto que valiente. Hasta que la guitarra callaba y se iban los cuatro a dormir.

Siempre que la luna se ponía furcia de gasas encelajadas, como aquella noche, el Tirao se acordaba de su padre, Paco de Poniente El Bracero. Y revivía los patios guitarreros y el sabor del vino de pitarra, y a los zánganos como él saltando hogueras y a las viejas sucias escupiendo dientes casi póstumos en los geranios de las corralas.

A mediados de los setenta, su padre, Paco de Poniente El Bracero, empezó a llamar la atención de los flamencólogos y los flamencófagos de Sacromonte por sus cantes de rudeza obrera poscomunista, por sus experimentos sonoros con los boshnegros rumanos, por sus seguiriyas cósmicas, por su vindicación de las culturas romaní y nazarí, y por una voz macho que a la vena gorda le sacaba armonías rabiosas. Al Bracero le grabaron en el Sacromonte, con una Tascam de ocho pistas y una mesa de mezclas que prestó el mismísimo Rafael Farina, una casete que tituló
Parasmitsha
—cuento de hadas, en romaní— y que se vendió mucho en las gasolineras y en las fondas camioneras de Granada.

Poco después, el éxito trasladó a la kumpania lejos de Poniente, a Madrid. Vendieron la furgoneta por cuatro perras gordas y El Bracero grabó otro disco, pero éste se ahogó en el torrente de la movida madrileña. Empezaron a pasarlo mal. Sobre todo por culpa del Tirao y de su amria, su maldición, y se acabaron muriendo todos, los hijos por dentro y los padres por fuera.

Pero de aquello han pasado ya más de doscientas cincuenta lunas. Y ahora el Tirao apunta la cámara de fotos como si fuera un arcabuz óptico al blancor lunar, y dispara. Observa la pantalla y comprueba que la sensibilidad es suficiente como para fotografiar a oscuras, sin
flash
. Camina entre los alerces, alejándose del Poblao, hasta alcanzar las roderas que le descubrieron Gavroche y sus hijos por la tarde. Fotografía todas las marcas que ha dejado el vehículo en el barro y las costras incurables que la marcha atrás ha infligido a los tomillares y a los arbustos. Fotografía las huellas de pisadas, unas grandes y otras pequeñas, con meticulosidad de entomólogo. Levantándose, agachándose, haciendo planos generales y detalles, estudiando los encuadres para que quien observe las fotos pueda ubicar el lugar. La luna ayudaba alumbrando, selectiva, los retazos de selva que iba eligiendo el Tirao.

Aunque La Pálida, realmente, estaba más pendiente de otros asuntos. La luna no es sorda, aunque su atmósfera casi inexistente no transmita el sonido. La luna lee los labios de los hombres y de los mares. Por eso sabía que la cena en el chabolo del Perro había sido inquieta, y eso la preocupaba. El Bellezas se había instalado en el chabolo de su padre apenas dos días después de que encarcelaran al viejo y, salvo para dar garbeos en su Audi—8 nuevo con el Manosquietas y tirarse el moco por la M—40 a ciento ochenta por hora, se pasaba allí la vida trajinando mentalmente su recién heredada condición de jefe del Poblao.

Aquella noche la chi del Manosquietas, La Rana, que es oblonga como la hija de un huevo, cocinó para El Bellezas y para otros ocho primos de la familia. Preparó potaje. El nuevo patriarca hizo instalar tablones sostenidos con tocones altos para que cupieran todos a la mesa. La chabola del Perro, de adobe y ladrillo, dejó de ser una ermita austera. El Bellezas compró un televisor de cincuenta y dos pulgadas, la cadena musical con más luces de colores que vendían en Mediamarkt, una cama grande, una vitrocerámica y una mesa de despacho que no usaría nunca. Se comió poco, se bebió mucho, las narices escocieron y se habló demasiado. Hasta que el Bellezas nombró al Perro a medianoche.

—Me ha pedido ropa negra y no se afeita desde que lo hospedaron.

Fue como si el mismo Perro hubiera dado un golpe en la mesa. Hasta el borboteo del potaje pareció silenciarse un rato. El patriarca estaba de luto. Durante seis meses no se afeitaría la barba ni usaría ropa de color, como ordena la tradición. Eso significaba que el Perro daba por hecho que su nieta Alma estaba muerta.

—M’hija. —El Bellezas emitió un sollozo excesivo—. Los krisatora me han llamado esta tarde. Dicen que no van a reunir a las familias hasta ver qué hace la pestañí. Hay que joderse.

—La pasma se va a poner a buscar a la niña por mis cojones —terció el Remí, que llevaba las pupilas más dilatadas que un plato sopa.

El Perdigón tenía fama de bostaris, de bastardo, pero nadie se lo insinuaba nunca porque era malo como una rata con hambre.

—Aquí ya se ha hablado de quienes meten la tocha de más en el tema de los chavitos. Pero se habla, se habla, se habla y se espera y se espera y no se hace ná.

El Perdigón acercó la bandeja de coca y se cortó una raya de veinte centímetros con la cuchilla de afeitar en tres tajos hábiles.

—¿Tú que dices? —le preguntó al Bellezas mirándole a los ojos para envalentonarle. Sabía que era cobarde. El Bellezas le sostuvo la mirada, pero no mascó más que silencio—. Ahora quien manda eres tú. El Perro no va a salir nunca.

El Perdigón se levantó de su silla, cogió por el cañón una de las escopetas del patriarca y la mantuvo en el aire a la altura de la cabeza del Bellezas.

—Vamos a llamar nosotros a la pasma. Si hay cojones.

Al Bellezas no le quedaba otro remedio. Así actuaba siempre el Perdigón, ordenando aunque no tuviera mando en plaza. Tenía que haber cojones. El Bellezas cogió el arma y se levantó despacio, medio tambaleándose por culpa de las cuatro botellas de whisky que envidriaban los ojos y la mesa. El primero en levantarse y salir del chabolo del Perro fue el Remí. Después salió Rambo y, detrás de él, el Mulero. El resto fue desfilando a golpe de arritmias. Algunos se demoraron unos segundos entre el último whisky y la última raya, muy conscientes de que el jaleo que se preparaba era grave. El último en salir, y también el primero en volver, fue el Perdigón, que trajo sobre la calva la visera a cuadros de ir de caza para dar atrezo a la escena.

En diez minutos, todos los hombres estaban de regreso, todos con guantes, cananas, escopetas de caza con las guías limadas y mucho gesto fandanguero en los labios y en los ojos.

—Rana, sal de naja que hay jaleo —gritó el Bellezas hacia la cocina; Manosquietas no se atrevió a mirarlo mal. Su mujer dejó el chabolo sin levantar la cabeza para no ver lo que no tenía por qué ver.

IN BILI R A GUANA TEME
ISOS N C ONSTRUCC ON, P EC OSAS I STAS
DE DE 8.0 0.00
NO S EÑES SOLO N TU ORMITORI,
SU ÑA C N TU BAR IO
T F 91 5 55 83

Los hombres vaciaron de cartuchos los bolsillos de los pantalones y las cazadoras y cargaron las escopetas en silencio. El Remí cogió una lata de gasolina que el Perro tenía en la trasera. Todos se miraron antes de salir. El Bellezas presidió la comitiva. Caminaron Poblao arriba espantando ratas, gatos, rumanos, lechuzas y yonquis. A medida que recorrían trecho, los pasos de los diez hombres se sincronizaban en cadencia militar. El Bellezas se detuvo a quince metros de la camioneta medicalizada. Levantó el arma y plantó los dos primeros cañonazos en la puerta del conductor. Antes de que los demás lo imitaran, el Remí se adelantó y arrojó la lata de gasolina bajo las ruedas del vehículo. La balacera duró apenas quince segundos. La lata estalló bajo la Sanitale y el pequeño ejército derrotó unos pasos. Después fueron arrojando las armas a la hoguera y se retiró cada uno a su chabolo, con más prisa que culpa.

El Tirao no le dio importancia a los dos primeros disparos que sonaron a sus espaldas y siguió caminando entre las escombreras y las ruinas de la Urbanización hacia Valdeternero. Estaba acostumbrado a los petardazos de los niños e, incluso, a las batidas de ratas con cartuchos del doce. Pero instantes después, cuando atronó el dos de mayo y la camioneta medicalizada reventó en llamas, intentó comprender lo que ocurría en el Poblao. Y lo comprendió. Rápidamente, desencaminó sus pasos hacia el último esqueleto de la Urbanización Paraíso, un bloque de apartamentos de seis alturas.

BOOK: La balada de los miserables
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