Read La balada de los miserables Online

Authors: Aníbal Malvar

Tags: #Intriga, #Policíaco

La balada de los miserables (19 page)

BOOK: La balada de los miserables
4.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Como no había llamado antes de entrar, O’Hara llamó a la puerta del despacho del subcomisario antes de salir. Abrió, cerró cuidándose de no aplastar ninguna mosca, y se fue hacia nuestra pocilga sin esperarme.

Yo me quedé allí sentado, delante del subcomisario, durante el tiempo que me dio la gana. Con mi cara fea y mi olor a pantalón de divorciado viejo. Después me levanté sin abrir la boca y lo dejé solo. Yo también me sentía solo. Cuando me sentía solo, me iba a tomar un café de máquina. Un solo para un solo, concierto en luna bemol. Yo y el café. Porque yo no era uno de esos tíos a los que, como a O’Hara, las niñas de la comisaría llevaban café sin que él lo hubiera pedido. Y, tomando el café, me acordé de Jaime Jiménez de Juana alias
JJJ
, el nadir de la biografía del inspector José Jara. Una historia que yo nunca me creí del todo, como nada de lo concerniente a O’Hara.

—Por JJJ —brindó por enésima vez O’Hara la primera noche que nos emborrachamos juntos, allá por 1992, cinco días después de que nos convirtieran en compañeros.

—Por JJJ —brindé yo.

No sabía quién o qué era JJJ, pero le seguía la corriente a O’Hara. Pepe Jara tenía entonces sólo veintiocho años. Me habían advertido de que lo tratara bien. Alguien había oído que otro había escuchado que O’Hara era uno de los crupieres de la caída de la cúpula de ETA en Bidart en marzo de aquel mismo 1992, una de esas leyendas sobre las que nunca se le pregunta al interesado, salvo pasados de copas para comprobar si el tío es alguien —y se lo calla— o solamente un fantasmón —y te lo cuenta.

—¿Cómo lo hiciste, Pepe?

—Estudié a los lepidópteros.

—Vale —dije como diciendo vete a tomar por el culo.

—Va en serio, Pepe —me contestó con mirada inocente bajo sus rizos de Huckleberry Finn.

—¿Tú crees que soy tan feo como parezco? —le pregunté.

—En absoluto, compañero.

—Pues tampoco soy tan tonto como parezco.

—¿Sabías que antes del proceso de Burgos el cabrón de Etxebeste coleccionaba mariposas? Las mariposas son lepidópteros, Pepe. En serio. Como de ETA yo no tenía ni pajolera idea, me convertí en un experto en mariposas. Para poder hablar de algo cuando me mandaron a Santo Domingo con el pollo. Ése fue mi plan —dijo, con naturalidad, mientras ofrecía galantemente su taburete a dos chicas que acababan de acodarse en la barra. Apenas volvió a hacerme caso durante el resto de la noche.

Se rumoreaba en la comisaría que, tras mariposear con Antxon Etxebeste, Pepe O’Hara había salido de la cárcel con cierto prestigio entre los
patxis
y se había infiltrado en un talde, en un comando. Que había pasado varios meses agachado en un caserío francés y había participado, ganándose confianzas, en varios atentados: gajes del oficio. Que luego se dejó detener en la frontera con explosivos y armas y que, después de ocho meses en el módulo de aislamiento de la cárcel de Puerto, en Cádiz, había sacado información de punto para el operativo de Bidart. Ecos de rumorilandia. De mí se decía que había sido el primer expediente de la promoción de 1979, que no es la mía y que, antes de cumplir los veinticinco, ya había perdido a dos compañeros en acto de servicio. Me pusieron de mote el Enterrador. Todo el mundo en la comisaría se refería a mí como el Enterrador. Hasta el día en que el mote llegó a mis oídos. Era 1992. Yo me conformaba con mi nuevo destino en Narcóticos y con mi novato. A un chaval sobre el que se cuentan tantas historias no puedes pedirle que esté, ni siquiera, medio cuerdo. Pero aquel mote que los lameculos me habían puesto a mí no me había gustado nada, y me lo mandé quitar. En esos días los dentistas tuvieron bastante trabajo.

—Por JJJ —volvió a brindar O’Hara y me derramó media copa sobre la barra del Penta, en Malasaña. Esto sería ya por 1994. Sonaba Siniestro Total, había dos niñas en la pista y yo aún tenía algo de pelo.

—¿Quién es JJJ? Estoy hasta los cojones de brindar por un tío al que no conozco.

—Adivínalo, Pepe —me contestó—. Eres policía.

—Yo no soy policía de los de pensar, Pepe —le dije sin apartar los ojos de las dos niñas
acid house
que se desganaban por la pista—. No lo necesito. Con esta cara, tengo la mitad del trabajo hecho. Soy tan feo que intimido. A veces, aun estando fuera de servicio, los delincuentes se me entregan por la calle sin yo decirles nada. Mi mujer no lo soporta. Siempre llegamos tarde al cine. ¿Qué significa JJJ? —Me costó pronunciar las tres jotas seguidas.

—Mi padre murió en el parto.

—Tu padre murió en el parto. —Solté una carcajada y olvidé a las desganadas
acid
en la pista—. En aquella época, cuando tú naciste, pasaba mucho. Muchos hombres no soportaban la cesárea. Un feto con tu cabezón no cabe por el culo. Hay que rajar.

—No. Qué hijoputa. Se emborrachó como un piojo para celebrar mi nacimiento y se mató en el coche al volver del bar a la maternidad —me contó retorciéndose de risa sobre la barra y con los ojos alumbrados por un tripi—. Mi madre no volvió a estar con otro tío. Me crié solo con ella. Así que me busqué un padre. Jaime Jiménez de Juana, Jota Jota Jota, era nuestro vecino de arriba. Había nacido el mismo año que mi padre, pero JJJ subía las escaleras de tres en tres y sabía silbar con dos dedos, entre otras habilidades. Tenía una mujer bellísima, supongo que un buen trabajo, dos angelitos de niñas y boxeaba de aficionado en un gimnasio del barrio. Lo máximo. Era amigo de Urtain y de otros púgiles famosos, decían. Yo quería que JJJ fuera mi padre. Cuando nos encontrábamos en el portal o en el ascensor, JJJ me enseñaba cómo lanzar un
uppercut
o un
crochet
. Con siete años ya me conocía de memoria el código del marqués de Quennsberry. Pero, cuando tuve doce, intentó inculcarme el de su
sparring
Oscar Wilde.

—¿Maricón?

—Una tarde nos encontramos en el parque y me metió mano.

—Qué tarado.

—Lo machaqué a hostias.

—¿No era boxeador?

—Y yo medía dos cabezas menos.

—¿Y cómo lo conseguiste noquear? —pregunté con el desinterés de quien escucha a un borracho.

—Con odio. Si odias de verdad, puedes acabar con cualquiera. Aquella noche fue la primera vez que me masturbé.

—¿No te denunció?

—Si me hubiera denunciado, yo aún estaría hoy chupando tambo. Se quedó cojo, perdió la visión de un ojo y sufrió una desviación irreparable de espalda. En el barrio se contó que unos pandilleros lo habían cogido por sorpresa. Ni JJJ ni yo dijimos nunca la verdad. Ya no era un héroe. Ni mío ni de nadie. Era sólo un tullido que no se metía en líos ni visitaba los bares.

—¿Y no te lo encontrabas nunca?

—Todos los días, en el ascensor.

—¿Y qué hacías?

—Mirarlo hasta obligarle a bajar el ojo azul que le quedaba. Me jodía no haberlo matado. Por eso, cuando cumplí catorce, desvirgué a su hija de trece para no dejar a medias las cosas. Se llamaba Alicita. Era preciosa, aunque, cuando me la follé, aún casi no tenía tetas. —Sus labios fruncieron un sentido pésame hacia la escasez de tetas de la pubertad, antes de apurar el whisky y levantar la vista para mejor escuchar el ruido: «Ayatolá, no me toques la pirola mááááás»—. La seduje, me la follé y se lo conté a su padre.

Pedí con un gesto de vaso que nos rellenaran las copas y no dije nada. Como ya llevábamos dos o tres años juntos, iba comprendiendo los mecanismos de las fábulas de Pepe O’Hara y ya no me sorprendía. Pepe tenía un concepto muy saturnal de sus presuntas biografías. Las dos ninfas
acid
seguían desparramando sus follantiscas lasitudes al ritmo de los bajos de La Herida. Esa canción ni nada de Héroes me ha gustado nunca, pero ya estaba sonando el final: «Siempre he preferido un beso prolongado, aunque sepa que miente, aunque sepa que es falso».

—¿Qué sabrá de besos falsos un roquero? —me pregunté a gritos con la espalda apoyada en la barra y mi hombro contra el de O’Hara—. Esta canción es una mierda.

—Los dueños de los bares ponen música porque saben que a las tías no les gusta beber —me gritó él—. Les ponen la música alta a las tías para saltarles el interruptor y que beban sin darse cuenta de que no les gusta.

—Lo peor de los bares es la música —resumí yo.

Nos quedamos mirando la pista con ojos vidriosos, las espaldas contra la barra y los cuellos camiseros blandos como gatos recién sacados de un balde. Parecíamos maderos, no lo disimulábamos mucho y a nadie en el Penta le caíamos bien. Las dos niñas
acid
dejaron de bailar en cuanto les pusimos los ojos encima y se metieron a chupar éxtasis en el lavabo de presuntas señoras. Desde una penumbra de la barra, dos maricas con revistas y pelos pintados nos olisqueaban con asco y morbo apoyados lánguidamente en dos martinis. El camarero nos odiaba posmodernamente. La chica de los abrigos y el pincha nos odiaban, respectivamente, con un odio neogótico y otro odio retro. La máquina de tabaco nos odiaba tan fehacientemente que exigía importe exacto. Sólo un niñato se acercó a nosotros. Nos pidió fuego para hacerse el Vaquilla delante de su chorba. O’Hara le tendió un mechero. Nadie más nos molestó. Se estaba muy a gusto en el Penta aquella noche.

—Un día me matará —dijo O’Hara con
La chica de ayer
ya anunciando el fin de fiesta. Acababa de meterse un tiro en el lavabo y se le había curado la borrachera de repente. No me había ofrecido. No solía hacerlo. Yo tampoco solía aceptar. Los que mezclan es porque ni les gusta beber ni saben drogarse, pienso yo.

—¿Quién te va a matar, O’Hara? —Apoyé los codos en la barra y puse la cara entre las manos. Bajo mi nariz se extendía el desolador paisaje polar del culo de mi vaso con dos hielos huérfanos—. ¿No para nunca de pensar tu cabeza?

—¿Te aburro? —O’Hara acercó su boca a mi oído y aprovechó que había terminado la música para ponerse confidencial. Algunos clientes recogían los abrigos para irse y otros todavía no.

—Generalmente, no. —Me bebí el whisky que aún sudaba el hielo.

—Me mirará con su único ojo azul y me matará por la espalda. JJJ es quien me matará. —O’Hara también apuró sin esperanza el sudor de sus hielos.

—Me voy a la cama. Estoy borracho. —Giré la cabeza sin levantarme del taburete; la gente se había vuelto más fea con tanta luz.

—Es el único que me puede matar.

—Joder, O’Hara, eres un psicópata de manual. Aprovéchalo y pide la jubilación anticipada. Y déjame tranquilo.

Catorce años más tarde se la acababan de conceder. Terminé el café infecto de máquina, me despedí con los ojos de dos uniformadas gordas que se habían acercado a la máquina de chocolatinas para cotillear atiborrándose, y regresé a nuestra pocilga. O’Hara estudiaba los informes que yo había elaborado como si nada hubiera ocurrido, concentrado en los listados sin actualizar de niños chabolistas evaporados. El loro sollozaba con la cabeza bajo el ala, por lo que supuse que O’Hara ya le habría explicado la vaina entera.

—Me da igual pasar a segunda actividad —me dijo O’Hara sin levantar la vista de los papeles—. Ser un jubilado de cuarenta y cuatro años. Un inútil sentado en los parques dando de comer a las palomas.

—Claro, Pepe. A mí también me la trae floja. Si te gusta tanto la ornitología, quédate con el loro.

Y, como yo no sé llorar, me puse a cruzar datos en el ordenador. Coincidencias en los apellidos de padres y madres de niños perdidos. Clasificación por barrios y poblados de sus direcciones actuales y antiguas. Lugares de trabajo (nunca imaginé que hubiera tanta gitanada como empleadas del hogar). Combinaciones por población de nacimiento o fechas de entrada en España. Posibles encuentros en módulos de cárceles, centros de acogida, albergues, plantas de psiquiatría de los hospitales. Mapa de los colegios donde estudiaban los niños, si es que estudiaban, para ver la densidad de desaparecidos por distrito escolar. Un montón de currelo informático que yo no confiaba en que valiera para nada. Pero me gusta hacerlo cuando O’Hara anda cerca. Él también dice que no sirve para nada pero que inspira.

XXIV

Como aquí siempre se está con los ojos abiertos, a veces puedo soñar y salir sola por mis ojos del agua blanda, y ver las cosas como cuando te veo a ti, mamá, y hoy he visto a papá y creo que estaba muy cerca, así que estoy muy contenta porque me parece que muy pronto vais a encontrarme.

Papá no estaba contento, aunque él nunca está contento, ésa es la verdad, y eso que entró por las puertas grandes de cristal con tres señores muy simpáticos. Eran unas puertas muy grandes que se abrían solas y con muchos policías que no te dejan entrar si no les enseñas los papeles, aunque yo no me acuerdo de que nadie me haya pedido los papeles para entrar aquí, o a lo mejor yo no estoy aquí, y lo que pasa es que mis ojos vuelan por sitios donde yo no estoy gracias a esta agua fría, oscura y, a lo mejor, mágica.

Los tres señores que acompañaban a papá son como te lo voy a decir. Uno es muy grande y con cara de perro bueno, y lo más gracioso es que, midiendo dos o tres o cuatro metros más que papá, le llaman Chico. Otro es muy pequeño, se parece al Manosquietas aunque no tiene nada de pelo, y le llaman Grande. Y otro, que le llaman J, es muy rubio y muy guapo. Aunque tiene la nariz un poco torcida y un ojo sin color, es hasta más guapo que papá. Y mucho más joven que los otros dos. Hace como si fuera el jefe de todos, hasta de papá, y yo no sé qué haría el Avivo Perro si viera cómo trata a papá, que es lo que te quería contar ahora, a ver si tú sabes si me han venido a buscar o no me han venido a buscar, porque a veces a los mayores no se os entiende nada, aunque no habléis raro como los papás de Hristo, que ya te digo también que, aunque los niños digan tonterías por ahí, Hristo no es novio mío ni es nada, que sólo jugamos.

Pues papá y Jota y Grande y Pequeño se montaron en un ascensor enorme que subió como un cohete a un sitio muy blanco que parecía un hospital, pero no era un hospital, y Jota, aunque es tan guapo, le dijo a papá una cosa que yo creo no se debe decir delante de los ojos invisibles de una niña.

—Ahora te vas a enterar de quién da por el culo a quién, Bellezas —le dijo Jota sin dejar de poner esa cara de guapo que tiene, y Pequeño y Grande se rieron para dentro, como yo cuando no quiero que papá me grite.

Cuando salieron del ascensor, una chica un poco gordita pero con un vestido de los que valen muchísimo dinero, un vestido que era casi todo de oro de ley, se levantó de la silla y se puso delante de una puerta con cara de estar muy enfadada.

BOOK: La balada de los miserables
4.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Sheep Look Up by John Brunner
An Everlasting Bite by Stacey Kennedy
Fox's Feud by Colin Dann
Damage Control by Michael Bowen
The Weight of Numbers by Simon Ings
Tears of the Dead by Brian Braden
Waking Kiss by Annabel Joseph