Soy tonta pero muy bella. Soy pobre, pero estoy muy rica. Tengo un marido, pero también tengo un amor verdadero, así que no me compadezcáis, porque soy mucho más feliz que muchas de vosotras.
También soy testigo de que aquella noche el Calcao no pudo matar ni secuestrar ni violar a la niña Alma. Estuvo con nosotros por Gran Vía hasta las seis de la madrugada, mirando cómo el Tirao y yo levantábamos carteras a los tolis y vigilando que no nos junara algún secreta.
El Calcao tiene más ojo para los secretas que el Tirao, cosa que nunca me he podido explicar, porque el Tirao arrastra mucha más vida que el Calcao, y el Calcao, además, no es nada listo.
Yo creo que su retraso es casi tan grande como el mío. Aunque él sí puede hablar. Yo soy tonta, bella, muda y pobre, y me llaman la Muda. De chica podía hablar, pero me debió de ocurrir algo, no recuerdo qué. Quizá me caí de un sitio muy alto o me pegaron un cantazo en la sien. O vi algo tan terrible que se me arrebató el habla. O me hicieron chupar muchas pollas, o una sola polla muchas veces, a la edad en que a las niñas aún no nos gusta chupar pollas. Y me traumaticé.
Esta última es la teoría que menos me ralla. Me siento como la heroína de una de esas películas lloriqueantes que ponen en la televisión después de comer. Y a lo mejor un día el Tirao, que es tan listo aunque no sepa junar secretas, descubre mi trauma, me lo cura y me da un abrazo y un beso, y en el horizonte pone
The End
en letras muy gordas.
No vayáis a tomarme por una presuntuosa que anda por ahí fardando de que sabe americano o inglés, siendo, como he dicho, tonta y muda. No sé americano. Ni sé leer ni escribir, aunque el Tirao, cuando me conoció, quiso enseñarme. Pero de aquellas lecciones sólo saqué que la T minúscula es una cruz de la que se ha bajado el Cristo. Eso aprendí. Y para mí, siendo tan tonta, ya es bastante.
Sin embargo sí sé lo que significa
The End
. Pero no os lo voy a decir. Significa demasiadas cosas. Tantas que vosotras, las que estáis tristes y amargadas sin ser tan mudas, tan tontas, tan pobres y tan muertas como yo, no alcanzaríais a comprender.
No voy a alargarme más. Aunque hayas sido muda toda la vida, no te arranques a hablar demasiado tras curarte, que el hecho de haber dejado de ser muda no quiere decir, forzosamente, que hayas dejado de ser tonta.
The End
es lo único que yo sé de leer y de escribir tanto en español como en cualquier otra jerga; por eso sé lo que significa con tanta certeza y puntillosidad.
A veces, por las tardes, cuando me voy al páramo a pensar en el Tirao y a ver de lejos Madrid echando humo, escribo
The End
en la tierra con la puntera del zapato e imagino que él me besa, y me mira a los ojos, y me escucha aunque sea muda, y me acaricia el culito con su mano suave, pero borro esas seis letras enseguida con el pie, no sea que me descubra cualquier zorra del Poblao y ande largando por los chabolos que soy menos tonta de lo que parezco.
Por eso, aunque no me quejo porque fui feliz, y eso vosotras sabéis que no se paga, barrunto que mi vida hubiera sido incluso mejor habiendo sido sorda, y no muda. Pero estos traumas de origen incierto no se eligen, y conviene conformarse con lo que la tierra le ha dado a cada uno, como la tierra se conforma silenciosamente con el despojo que al final de nuestra vida le dejamos.
Perdonad. Me estoy yendo por los cerros.
A mí sólo me han llamado para deciros que el Calcao no mató a la niña Alma, ni la violó antes, ni tuvo nada que ver con su desaparición. Lo único que el pobre del Calcao hizo fue regalarle a la niña, para que jugara, ese cinturón tan hortera, con hebilla en forma de barco pirata, que yo había robado para él en El Corte Inglés; el cinturón que encontraron al lado del pañuelito con mocos de la niña y de un zapato roto entre los alerces melancólicos del páramo. Ya anuncié, aunque insisto en que ajena a cualquier tentación protagónica, que yo era una testigo muy principal en toda esta historia. Esto, y no otra cosa, es lo que tenía que decir. No es mucho, de acuerdo. Sólo soy un verso corto en la balada de los miserables, pero al menos soy un verso. ¿Tú has sido verso alguna vez, llorona? Deja de llorar, que tú no eres tonta ni muda ni pobre ni estás muerta. Y hazte verso antes de que sea tarde. Antes de que te metan en una caja y sólo esperes a que la madera se pudra, a que la tierra la venza y por fin te arrope, y los sueños que no has cumplido dejen de hacer eco en los tablones de pino sin dejar dormirse nunca a la paloma putrefacta de tu paz. Y, si te haces verso gracias a mis consejos, aunque yo sea más tonta que tú, págame el favor con una moneda limpia: si algún día te encuentras al Tirao, hazle el amor y cuídalo, que a mí nunca me ha dejado, y no permitas que nunca se muera, porque el Tirao guarda tantos sueños incumplidos que atronarían desde su caja barata de pino el fondo de la tierra hasta quebrar el escudo freático de roca, y toda la lava del vientre del planeta inundaría los continentes y los océanos, como inunda la sangre el pecho de un hombre con el corazón recién apuñalado.
La luna estaba mirando el Poblao,
pero nunca os dirá lo que vio
porque su voz sale de lo que vosotros
llamáis la cara oculta.
—¿De qué te ríes, O’Hara?
—Mira esto.
El inspector Ramos lee la carta que le ha tendido el inspector O’Hara y luego estudia descuidadamente el sobre sin remite. Ramos no tarda en devolvérselo todo al inspector O’Hara relajando en su rostro la misma expresión de gilipollas con la que, seguramente, ha nacido.
—¿Y? —pregunta O’Hara.
—¿Yo qué sé?
—La han colado entre mi correo.
—Ya. No tiene sello. —A Ramos parece que todo le importa un carajo.
—¿Alguien de dentro? —O’Hara bosteza.
—No. Papel manoseado. Seguro que con huellas. Si mañana te matan a tiros en uno de tus bares, cosa que no entiendo cómo aún no ha sucedido, analizarán tu correo reciente y tus llamadas. El laboratorio descubriría que un chocho loco de uniforme, de las que vienen a traerte los cafés sin que se los pidas, te estaba follando. No, O’Hara. —Pero Ramos me mira a mí—. Nadie de dentro te escribiría nada sobre la cara oculta de la luna.
—¿Entonces? —A O’Hara le encanta preguntar.
—¿Te has tirado a alguna adolescente que lea mucha poesía en los últimos tiempos?
—No me acuerdo. Pero ninguna ha podido colarse en la comi y meter la carta entre mi correspondencia personal.
—Yo qué sé. La hija de algún compañero… ¡No! Conociéndote, sólo te tirarías a la hija adolescente de algún mando. Y ni siquiera presumirías, cabrón.
—No necesariamente un mando. ¿Cuántos años tiene la tuya mayor?
Ramos no tensa su cara de gilipollas. Desabotona la pistolera, monta la Beretta y apunta a las sienes de O’Hara, que sigue leyendo la carta anónima una y otra vez y no se inmuta.
—Perdona —dice O’Hara—. Me he pasado.
Ramos vuelve a guardar la fusca.
En los viejos tiempos, solían expedientarlos por tirar de hierro y apuntarse a la cabeza dentro de la comisaría. Pero los compañeros y los jefazos se han ido acostumbrando a que estén locos. Ya ni recuerdo la última vez que suspendieron a alguno de los dos de empleo y sueldo por su inclinación a la barbarie.
—La mayor tiene dieciséis —dice Ramos—. Te gustaría. No se parece en nada a mí.
—Eso espero.
—Ni a Mercedes.
—Eso me tranquiliza incluso más —responde O’Hara, que sigue con el anónimo entre las manos leyéndolo una y otra vez, como si no lo hubiera memorizado a la primera.
—A mí también —reconoce Ramos marcando sin cansarse ese número de teléfono que siempre comunica.
O’Hara se despereza en la butaca, se frota la barba indócil de las mejillas y arroja el anónimo sobre su mesa de despacho.
—¿Cómo te atreves a hablar así de tu mujer delante del loro? —Se ríe y enrojece.
—El loro no va a decir nada —responde Ramos muy serio y muy pálido.
—Gilipollas —dije yo, balanceándome burlonamente en el palo y batiendo las alas.
—¿Lo ves? —dijo O’Hara señalándome mientras mi balanceo se iba mitigando por razones inerciales que ahora no estoy dispuesto a formular.
—Ese loro nunca ha sabido decir otra palabra.
—Pero esta vez la ha dicho con intención.
—Si crees que eso es cierto, tendré que matar al loro —contestó Ramos sacando otra vez la Beretta con toda tranquilidad y apuntándome. Yo miré hacia otro lado, como una dama con experiencia a la que ha querido asustar un exhibicionista en el parque. Después, muy dignamente, me eché una cagada que hizo plop en la base redonda de mi atalaya balanceante.
—Se ha cagado de miedo —dijo O’Hara.
—No, es su forma de pedir perdón —contestó Ramos mientras volvía a guardarse la Beretta—. Lo único que sabe hacer este loro es decir gilipollas para cabrearte y cagarse en el palo cuando te pide perdón. ¿Qué estás pensando, Pepe?
O’Hara se llama Pepe Jara, pero le pusieron O’Hara en cuanto llegó a la comisaría hace dieciséis años por esa inclinación acomplejada de los policías españoles a americanizarlo todo. Con Pepe Ramos no se pudo americanizar nada. O no se le ocurrió a nadie cómo hacerlo.
En todo caso, a O’Hara le cae bien el mote porque parece irlandés con su pelo rizado y sus ojos tristes. Unos tristes ojos grises de irlandés que ha perdido simultáneamente a una mujer y una revolución.
—¿Qué estoy pensando de qué, Pepe?
—El loro lo sabe. Yo lo sé. Tú lo sabes. La carta.
—¿La carta? —O’Hara la volvió a coger e hizo como si la leyera de nuevo—. Va a ser de un psicópata.
—Ya empezamos —se resignó Ramos.
—Sí. Un psicópata que escribe cosas sobre la luna porque ha decidido ir matando uno a uno a los creadores de
Un globo, dos globos, tres globos
. ¿Te acuerdas?
—Sí —contestó Ramos y cantó con su voz desentonada de rana escéptica—. «Un globo, dos globos, tres globos. La luna es un globo, que se me escapó».
—«Un globo, dos globos, tres globos —prosiguió O’Hara—, la tierra es el globo donde vivo yo».
—No creo que ninguno de los que hizo aquella serie siga vivo —añadió Ramos.
—Y eso te tranquiliza mucho.
—Más que el Orfidal.
—Pero sin embargo me sugieres que guarde la carta y el sobre en una bolsita por si acaso, aunque la hayamos enguarrado ya con nuestras manazas.
—Lo has dicho tú —tosió Ramos—. Eres el genio.
O’Hara sacó del cajón de su mesa una bolsa precintada y metió la poesía barata en ella.
—Espera —dijo Ramos—. Léemela otra vez.
O’Hara no sacó el poema del sobre precintado. Volvió hacia mí sus ojos trovadores y recitó de memoria: «La luna estaba mirando el Poblao, pero nunca os dirá lo que vio porque su voz sale de lo que vosotros llamáis la cara oculta».
—¿Te da mal punto? —preguntó Ramos mientras marcaba por enésima vez ese número de teléfono que siempre comunica.
—Muy mal punto —confirmó O’Hara—. ¿A quién estás llamando, joder?
—A mi mujer. Desde que le contraté una tarifa plana de móvil y fijo, siempre comunica por los dos. No sé cómo lo hace.
Se quedaron callados un rato largo. O’Hara tardó en pensar qué le iba a decir a su compañero, pero, en mi opinión de simple loro que lleva seis años colgado de un palo en el segundo piso de la comisaría del distrito de Puente Vallecas, creo que hubiera sido mejor quedarse callado. Los genios, muy a menudo, son gente bastante imbécil cuando amerizan en la superficie simplona de la cotidianidad.
—Mercedes tiene un amante —se arrancó O’Hara—. No, dos. No, tres. El de antes, un segundo por telefonía móvil y el tercero por fija. Eso os ocurre por contratarle a vuestras esposas tarifas planas. No se le debe contratar nada plano a una tetuda. Las desconciertas.
—Gilipollas —dije yo.
—Por cierto, Pepe, ¿me puedes dejar doscientos pavos? —preguntó O’Hara con cara de querubín.
—Joder, Pepe. Estamos a día once. ¿En qué te gastas la pasta?
—Como diría Georges Best, gasté muchísimo dinero en alcohol, mujeres y coches; el resto lo desperdicié.
Pepe Ramos no respondió ni alteró su expresión ofidia al darle los doscientos pavos a O’Hara.
Durante el resto del día no ocurrió nada más que tuviera que ver con la niña. Ni en los días sucesivos. Creo recordar que no volvieron a mencionar el poema barato hasta la tarde en que llegó el segundo poema barato, y O’Hara dedujo fácilmente quién lo había escrito.
He sido robado cuatro veces desde la aparición del euro, pero nunca como aquella noche en Gran Vía. Es increíble ver cómo grandes prestidigitadores encubren su talento en las calles de Madrid degradándose a carteristas. Yo no entiendo muy bien la mente humana, porque el amado nunca entiende demasiado bien al amante. Pero debe de haber algo que explique esa querencia del humano por ser ladrón antes que artista.
El caso es que llevaba demasiadas semanas en la cartera de aquel psicópata putañero que nunca me utilizaba para pagar, y me tenía apartado de los otros billetes por su recalcitrante afición a utilizarme sólo de tutelo.
Serían las cuatro de la madrugada del viernes ocho de noviembre, la Gran Vía a tope, alunizada de alcohólatras y pastilleros, cuando cambié de manos. Y para bien.
—Hola, guapa —le dijo mi psicópata.
La Muda debió de sonreír con esa sonrisa suya tan
déclasé
, como diría un viejo franco. El Tirao obliga a la Muda a ensayar sonrisas y gestos en el espejo. Y a la Muda eso le encanta.
—¿Qué hace una niña tan bonita como tú sola a estas horas?
La charla de siempre. Ahora viene lo de si le estabas esperando, guapa.
—¿A que me estabas esperando, guapa?
Al psicópata le gusta fingir que está ligando. Un mal síntoma que he reconocido en muchos puteros. Otra contradicción del ser humano, que siente amor por el dinero, pero considera sucio comprar amor. A mí, cuando soy pago por puta, me encanta fingirme
billet-doux
, e imito el gesto apergaminado de un soneto petrarquista por devoción a la dama.
El psicópata pasó un par de minutos recitando sus psicopatías a la nínfula gitana sin sospechar que era muda. La Muda posee una extraña habilidad para mantener conversaciones galantes de gran fluidez con apenas dos o tres gemiditos elocuentes, algunas risitas retóricas y un exqusito catálogo de graznidos erotizantes. Un trampitán onomatopéyico que acaba organizado en sintaxis sin que el interlocutor, sordo y ciego de la belleza de la Muda, se dé nunca cuenta de que la presunta puta no habla.