—Estáis subiendo los precios en exceso. —Sin vacilar lo más mínimo, Adrien miró a un buscador recio y con barba que tenía el doble de su tamaño. Al igual que los otros nativos, el hombre vestía con un traje de camuflaje, y llevaba sus herramientas polvorientas colgadas del cinto—. VenKee no lo tolerará.
—Buscar especia es peligroso —contestó el de la barba—. Merecemos una recompensa justa.
—Muchos grupos de búsqueda han desaparecido sin dejar rastro —dijo un segundo buscador.
—No es culpa mía si los hombres se arriesgan demasiado. No me gusta que me tomen el pelo. —Adrien se acercó más a aquellos hombres imponentes, porque era lo contrario de lo que esperaban. Tenía que dar una imagen fuerte y poderosa—. VenKee os ha concedido un contrato importante. Tenéis un trabajo seguro. No queráis pedir más. Una anciana se queja menos que vosotros.
Los hombres del desierto se ofendieron por el insulto. El hombre de la barba se llevó una mano al costado como si fuera a coger un arma.
—¿Quieres conservar el agua de tu vida, extraplanetario?
Sin vacilar, Adrien apoyó las palmas en el pecho polvoriento del buscador y lo empujó con la suficiente fuerza para hacerle caer hacia atrás. Mientras algunos de sus compañeros lo ayudaban a ponerse en pie, furioso, otros sacaron sus cuchillos.
Adrien cruzó los brazos sobre el pecho y les dedicó una sonrisa enloquecedoramente segura.
—Y vosotros ¿queréis seguir haciendo negocios con VenKee? ¿Creéis que no hay otros zensuníes esperando para conseguir lo que ofrezco? Me habéis hecho perder mi tiempo viniendo aquí a Arrakis, y me lo hacéis perder con vuestros lloriqueos infantiles. Si sois hombres de honor, cumpliréis con los términos que acordamos. Si no lo sois, me niego a tener más tratos con vosotros.
Aunque hablaba con tono informal, sabían que no era un farol. Las tribus del desierto se habían acostumbrado a recoger y vender especia. VenKee era su único cliente habitual, y Adrien era VenKee. Si decidía ponerlos en la lista negra, tendrían que volver a subsistir arañando lo poco que ofrecía el desierto de Arrakis… y muchos zensuníes habían olvidado cómo hacerlo.
Se miraron unos a otros en medio de aquel calor y el hedor del mercado bullicioso. Al final, Adrien les ofreció un aumento simbólico en el precio del producto, una cantidad que cargaría a los clientes, en su mayor parte ricos. Sí, estarían encantados de pagar, seguramente ni notarían la diferencia, ya que la melange era un producto raro y caro. Los hombres del desierto se fueron, satisfechos solo a medias.
Cuando se fueron, Adrien meneó la cabeza.
—Algún genio perverso ha complicado las cosas a base de bien en este planeta… y ha puesto la especia en medio.
El universo tal vez cambie, pero el desierto, no. Arrakis se mueve a su propio ritmo. El hombre que se niegue a aceptar esto deberá enfrentarse a su locura.
La leyenda de Selim Montagusanos
Tan pronto empezó a remitir el calor del día, el grupo de zensuníes salió de sus escondites y se dispuso a continuar el descenso por la Muralla Escudo. A Ishmael no le apetecía especialmente volver al bullicio y el hedor de la civilización, pero no permitiría que El’hiim fuera sin él al asentamiento de VenKee Enterprises. Con frecuencia, el hijo de Selim Montagusanos escogía un camino peligrosamente fácil para tratar con los extraplanetarios.
Ishmael cubrió su piel curtida con ropas protectoras, demostrando un gran sentido común, aunque los miembros más jóvenes y temerarios de la tribu no lo hacían. Una mascarilla le cubría el rostro arrugado para retener la humedad que expulsaba con la respiración, y las capas filtradoras de tejidos superpuestos de su atuendo actuaban a modo de destiladora para aprovechar el sudor. Ishmael no malgastaba nada.
Sin embargo, los otros eran más descuidados, e imaginaban que siempre podrían comprar agua. Vestían ropas de factura extranjera, diseños escogidos por su estilo y no por su utilidad en el desierto. Incluso El’hiim vestía con colores chillones, olvidando la importancia del camuflaje en aquel territorio.
En su lecho de muerte Ishmael había prometido a la madre del chico que cuidaría de él, y había intentado hacer que lo entendiera… quizá con demasiada frecuencia. Pero El’hiim y sus amigos pertenecían a otra generación y lo miraban como si fuera una reliquia.
La brecha que los separaba era cada día más profunda. Cuando su madre se estaba muriendo, El’hiim le suplicó que le dejara ir a Arrakis City a por un médico, pero Ishmael se había negado a permitir la interferencia de extranjeros. Marha escuchó al marido en lugar de al hijo. Y por eso El’hiim lo culpó de su muerte.
Después de aquello el joven huyó, y viajó de polizón en una nave de VenKee que lo llevó a mundos lejanos, incluido Poritrin, que aún estaba bajo los devastadores efectos del levantamiento de esclavos durante el que Ishmael y los suyos huyeron a Arrakis. Tiempo después, El’hiim regresó con su tribu, pero las cosas que había visto le habían influido de forma irremediable. Sus experiencias le habían convencido más que nunca de que los zensuníes debían adoptar nuevas prácticas… entre ellas la de la recolección y venta de especia.
Para Ishmael aquello era un anatema, una bofetada en la cara de Selim Montagusanos y su misión. Pero no estaba dispuesto a faltar a su promesa, así que a desgana decidió acompañar a El’hiim, aunque estuviera equivocado.
—Preparemos los paquetes, luego redistribuiremos el peso —dijo El’hiim, con voz expectante—. Podemos llegar al asentamiento de VenKee en unas pocas horas; luego tendremos el resto de la noche para nosotros.
Los zensuníes reían y se movían con energía, pensando ya cómo iban a gastar aquel dinero sucio. Ishmael frunció el ceño, pero se guardó sus palabras. Ya las había dicho con la suficiente frecuencia para saber que sonaba como una vieja quisquillosa. El’hiim era el nuevo naib y tenía sus propias ideas sobre cómo dirigir a su gente.
Ishmael se daba cuenta de que no era más que un viejo obstinado, con el peso de sus ciento tres años sobre sus huesos cansados. La dura vida del desierto y la dieta a base de melange le habían mantenido fuerte y sano, mientras que los otros se habían vuelto blandos. Era como el Matusalén de las Escrituras, y sin embargo estaba convencido de que podría haber superado en ingenio y fuerza a cualquiera de aquellos críos si le hubieran desafiado.
Pero nadie se habría atrevido a hacerlo. Esa era otra de las cosas en las que habían traicionado las viejas costumbres.
Los hombres cargaron los pesados paquetes de melange purificada y condensada que habían recogido en la arena. Aunque no veía con buenos ojos que vendieran especia, Ishmael se echó al hombro un fardo tan pesado como el de los demás. Él ya estaba listo para partir antes de que sus compañeros más jóvenes terminaran, y esperó en un estoico silencio hasta que, finalmente, El’hiim abrió la marcha con paso alegre y ruidoso. El grupo salió al exterior y empezó a descender por las empinadas rocas bajo la luz del atardecer.
Bajo las sombras alargadas del ocaso, veían brillar las luces del asentamiento de VenKee, al amparo de la Muralla Escudo. Los edificios formaban una maraña de estructuras extrañas, levantadas sin ningún orden. Como un tumor canceroso compuesto de casas prefabricadas y oficinas vomitadas por los cargueros espaciales.
Ishmael entrecerró sus ojos azul sobre azul y miró al horizonte.
—Mi pueblo construyó ese asentamiento cuando llegamos de Poritrin.
El’hiim sonrió y asintió.
—Sí. Ha crecido bastante, ¿eh? —El joven naib se mostraba muy hablador, y malgastaba la humedad que escapaba de su boca desprotegida con el aliento—. Adrien Venport paga bien y siempre tiene pedidos para nuestra especia.
Ishmael se adelantó con tiento, dando pasos seguros sobre la roca suelta.
—¿No recuerdas las visiones de tu padre?
—No —dijo El’hiim con voz cortante—. No recuerdo nada de mi padre. Dejó que un gusano se lo tragara antes de que yo naciera, y lo único que tengo son leyendas. ¿Cómo puedo saber qué es leyenda y qué realidad?
—Selim comprendió que el comercio de especia con los extraplanetarios destruiría nuestro modo de vida y mataría a Shai-Hulud… a menos que pongamos freno a todo esto.
—Eso sería como intentar evitar que la arena se cuele por las rendijas de las puertas. Yo he elegido otro camino, y en los pasados diez años nos ha dado prosperidad. —Le sonrió a su padrastro—. Pero tú siempre encuentras un motivo para quejarte, ¿verdad? ¿No es mejor que seamos nosotros, los nativos de Arrakis, quienes recolectemos la especia y nos beneficiemos de su venta en lugar de algún extranjero? ¿No debemos ser nosotros quienes recojamos la especia y la llevemos a VenKee? Si no lo hacemos, enviarán a sus propios hombres, gente de otros planetas…
—Ya lo han hecho —dijo otro de los hombres del grupo.
—Me preguntas qué pecado es más aceptable —dijo Ishmael—. Yo te digo que ninguno.
El’hiim meneó la cabeza y miró a sus compañeros, como diciendo que el viejo era un caso perdido.
Tiempo atrás, Ishmael había aceptado a la madre del chico por esposa, y había tratado de educarlo de acuerdo con los valores tradicionales, siguiendo las visiones de Selim Montagusanos. Quizá le había presionado demasiado e involuntariamente lo había empujado en la dirección contraria…
Antes de morir, Marha le había hecho jurar que protegería a su hijo y le daría consejo, pero con el paso de los años para él aquella promesa había acabado por convertirse en una piedra afilada metida en el zapato. A pesar de sus reservas, no había tenido más remedio que apoyar a El’hiim en su decisión de ser naib. Y, a partir de ese momento, no había dejado de sentirse como si cayera por la pendiente cambiante y pronunciada de una duna.
Recientemente, El’hiim había demostrado su poco sentido común disponiendo que dos pequeñas naves de transporte viajaran a uno de los campamentos de los zensuníes ocultos en el desierto. El’hiim lo veía como una forma más conveniente de intercambiar suministros demasiado pesados para cargar con ellos durante largas distancias, pero a Ishmael el pequeño carguero le recordó en exceso a las naves de los esclavistas que lo habían capturado de pequeño.
—Nos estás poniendo en una posición vulnerable. —Ishmael había tratado de controlar el tono de voz para no abochornar al naib—. ¿Y si esos hombres tratan de capturarnos?
Pero El’hiim había agitado la mano quitándole importancia.
—No son esclavistas, Ishmael. Son mercaderes y comerciantes.
—Nos has puesto en peligro.
—Hemos entablado una relación comercial. Son personas de confianza.
Ishmael meneó la cabeza, mientras su ira iba en aumento.
—Te has dejado seducir por las comodidades. Lo que deberíamos hacer es tratar de poner fin al negocio de exportación de especia y rechazar las tentadoras ventajas que nos ofrecen.
Al oír sus palabras El’hiim había suspirado.
—Te respeto, Ishmael… pero a veces eres increíblemente obtuso. —Y se adelantó para salir a recibir a los mercaderes de VenKee, dejando a Ishmael hecho una furia.
Ya empezaba a oscurecer cuando llegaron a la base de la Muralla Escudo. Edificios aislados, condensadores de humedad y estaciones generadoras solares habían proliferado como moho en los lugares más resguardados entre la roca.
Ishmael mantuvo el paso, pero los otros tenían prisa por llegar a la llamada civilización. En la ciudad, el ruido de fondo era una algarabía que no se parecía a nada que pudiera oírse en pleno desierto. Se oía hablar a mucha gente, la maquinaria retumbaba y resonaba, los generadores zumbaban. Las luces y los olores eran una ofensa para sus sentidos.
Por las calles del asentamiento, se había corrido la voz de que llegaban. Los empleados de VenKee salían de sus alojamientos para recibirlos, ataviados con extravagantes vestiduras y extraños artilugios. La noticia llegó también a las oficinas, y un representante de la empresa salió a recibirlos con alegría. Levantó las manos en gesto de bienvenida, pero a Ishmael su sonrisa le pareció empalagosa y desagradable.
El’hiim saludó al individuo con energía.
—Traemos un nuevo cargamento. Puede comprarlo… si el precio es el mismo.
—La melange siempre es una mercancía valiosa. Y las comodidades de nuestro asentamiento están a vuestra disposición si os apetece.
Los hombres de El’hiim demostraron su alegría con gran bullicio. Los ojos de Ishmael se entrecerraron, pero no dijo nada. Con rigidez, se quitó el fardo de especia y lo dejó caer sobre el suelo polvoriento, como si no fuera más que basura.
Con gran placer, el representante de VenKee ordenó que unos porteadores aliviaran la carga de aquellos hombres del desierto y se llevaran los paquetes de melange a una sala de pruebas donde pesarían la mercancía y la clasificarían. Luego la pagarían.
Las luces artificiales aumentaron en intensidad para ahuyentar la oscuridad del desierto, y una música extraña y grosera empezó a castigar los oídos de Ishmael. El’hiim y sus hombres fueron a divertirse con el dinero que habían conseguido por la venta de la especia. Vieron actuar a bailarinas rebosantes de líquidos con una piel clara y poco apetecible; bebieron cantidades copiosas de cerveza de especia y se emborracharon de una forma vergonzosa.
Ishmael no participó de aquello. Él se limitó a sentarse y observar a los otros, detestando cada minuto que pasaba allí y deseando volver a su casa, a la seguridad y el silencio del desierto.
Dado que no ha habido ninguna descarga que nos uniera a mí y a la supermente desde hace décadas, Omnius no conoce mis pensamientos, que podrían considerarse desleales. Pero yo no lo veo de ese modo. Simplemente, soy curioso por naturaleza.
Diálogos de Erasmo
Erasmo tomaba diligentemente notas sobre cada uno de los sujetos de estudio, rodeado de muerte, mientras escuchaba sus gemidos de dolor y un abanico completo de expresiones de súplica. La exactitud científica lo exigía. Y el mortífero retrovirus ya casi estaba listo.
Acababa de regresar de la última de una serie de reuniones con Rekur Van para decidir los mejores métodos para extender la epidemia, pero el tlulaxa no había dejado de cambiar de tema, fastidiando con sus preguntas sobre el experimento de regeneración con reptiles, y Erasmo se sentía frustrado… tanto como puede estarlo una máquina pensante. Van estaba obsesionado con la posibilidad de poder regenerar sus extremidades, pero el robot tenía otras prioridades.