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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (71 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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Una profunda sensación de calma la invadió, y en el ojo de su mente Raquella vio las conexiones que salían de su cerebro, conexiones neurológicas que se extendían hacia venas, tendones, músculos… y controlaban cada función de su cuerpo, tanto si era de forma voluntaria como si no. Era todo tan claro, como un detallado plano del humano. El insidioso veneno invadía su sangre, sus órganos, su sistema inmunitario. La droga de Rossak casi parecía un ser vivo, maligno, totalmente consciente de su perverso propósito.

No, el veneno no era maligno… la persona que la había envenenado sí.

—No me rendiré —murmuró—. Lucharé. Solo el miedo puede matarme.

Y, adentrándose cada vez más en sí misma, Raquella libró un combate en su organismo.

Preparó las defensas de su cuerpo y levantó una muralla bioquímica frente al ataque del veneno. Entonces se enfrentó al enemigo. Tras analizar la estructura molecular de la droga, varió el orden de sus elementos, reconectando los radicales libres, cortando cadenas de proteínas sueltas. Despojándola de sus armas.

En el proceso, Raquella transformó pacientemente el veneno y lo descompuso, hasta reducirlo a la impotencia. Ya no podría hacerle daño. Dado que era la primera vez que hacía aquello, Raquella quiso explorar y se dio cuenta de que podía controlar cada célula y cada molécula extraña de su cuerpo. Su mentalidad de médico se maravilló ante aquella idea. Ella controlaba incluso las funciones más complejas de aquella complicada máquina biológica.

«Como la supermente».

Este pensamiento la inquietó, la intrigó. ¿Hasta qué punto se parecían los humanos a las máquinas pensantes que habían creado? Puede que más de lo que ninguno de los dos bandos reconocería jamás.

Allí dentro vio algo más, como un asombroso libro de relatos escrito en su código genético. Al principio le llegó gota a gota, dosificado, como el agua que goteaba de forma ininterrumpida en el estanque de la cueva de Jimmak; luego los datos llegaron en una avalancha, en la forma de recuerdos hereditarios de sus antepasadas. Raquella sabía que aquel pozo de saber siempre había estado ahí, que había pasado de generación en generación, sellado allí dentro, intocable… y ahora, gracias al efecto catalizador del veneno, ella tenía la llave para abrir esa puerta.

Se sentía como si tratara de beber un sorbito de un torrente. La mayor parte de la información fue a su cerebro e inundó su conciencia, aunque siempre había estado ahí… acechando, escondiéndose, esperando. Curiosamente, solo podía acceder a sus antepasadas femeninas.

Y entonces, en medio de la euforia, los recuerdos se esfumaron, quedaron fuera de su alcance. Al principio, cuando todas aquellas maravillosas antepasadas la abandonaron, Raquella se sintió como una huérfana. Poco a poco, comprendió que solo irían a ella ocasionalmente, para ayudarla, y luego volverían a replegarse al pasado reverberante.

En el vacío cavernoso que quedó cuando los recuerdos cesaron, Raquella notó que el retrovirus ya no estaba activo en su organismo. Lo había neutralizado, creando anticuerpos invencibles. Raquella podía seguir el rastro de cualquier enfermedad a través de sus estructuras celulares, seguirla como una fuerza vengadora y expulsarla. Ya nunca más tendría que temer a la enfermedad.

En las regiones más profundas de sus células, Raquella trabajaba con lo que tenía, y lograba unos resultados con los que Mohandas Suk ni siquiera habría soñado en su laboratorio orbital. Ahora tenía su propio laboratorio dentro de su cuerpo, y en aquellos momentos creó exactamente lo que quería: los anticuerpos necesarios para sintetizar una vacuna lo bastante potente para erradicar la epidemia de Rossak.

Ya no necesitaba el agua del cenote. Sus propias células y su sistema inmunitario eran una fábrica mucho más compleja y eficaz que todo el material médico que Mohandas pudiera utilizar en el
Recovery
. Podía fabricar tanto antídoto como hiciera falta.

El veneno no la había matado; en realidad, la había liberado.

Y salvaría a todo el planeta. Justo lo contrario de lo que Ticia Cenva buscaba.

Gracias a los tests concienzudos y aquel nuevo saber intuitivo de Raquella, se demostró que las vacunas de Mohandas habrían reforzado los sistemas inmunitarios de las afectadas. Raquella comprendió que no habían muerto por culpa del medicamento. Las habían asesinado.

Ticia Cenva.

Con aquella nueva conciencia, Raquella no centró sus pensamientos en la venganza, sino en la curación. A través de catalizadores producidos por las biofábricas de su cuerpo, pudo transmutar las vacunas disponibles, enriqueciéndolas con anticuerpos de su sangre. Ya no necesitaba el agua del cenote, no había por qué perturbar la miserable existencia de los Defectuosos. Tenía todo lo que necesitaba en su cuerpo.

Raquella iba arriba y abajo administrando la cura a los pacientes moribundos que se amontonaban en las salas y las enfermerías de la ciudad de cuevas, con la ayuda de los médicos y ayudantes que quedaban de la HuMed. Cada vez eran más los que se curaban y podían ayudarles en sus esfuerzos, y la epidemia empezó a aflojar, se estancó y finalmente remitió.

Parecía una ironía que Raquella hubiera conseguido el agua que la curó gracias a los parias, una gente que las hechiceras consideraban indigna. Ahora, gracias a la transformación de su química interna, Raquella salvaría a esas mismas mujeres que habían estado tratando a los Defectuosos como poco más que animales, como errores.

Lejos de celebrar la salvación de su gente, Ticia Cenva no se veía por ningún lado. A Raquella, que milagrosamente había evitado la muerte una vez más, no le sorprendió que permaneciera en un estricto aislamiento. Ella y su red cada vez más extensa de ayudantes sanos distribuían viales con la vacuna y cuidaban de los enfermos.

Cuando se aseguró de que prácticamente todo el mundo había sido vacunado, Raquella quiso saber qué había pasado con la hechicera suprema. ¿Había evitado Ticia el virus, había muerto? Las otras mujeres trataban de eludir sus preguntas, y en sus palabras Raquella intuía mentiras, directas e indirectas. Las mujeres de Rossak ocultaban algo importante.

Por propia iniciativa, sin sentir ningún temor a pesar de que la hechicera suprema había tratado de envenenarla, Raquella fue a los alojamientos privados de Ticia Cenva. Ella no había querido en ningún momento usurpar su autoridad, solo quería combatir la epidemia y marcharse de allí. Pero ahora Ticia seguramente la vería como un conquistador satisfecho regodeándose sobre los vencidos.

Cuando llegó a la abertura de la cámara, Raquella la encontró bloqueada por una barrera de energía, un muro de fuerza proyectada por una mente furiosa y delirante, no por un generador Holtzman de escudo. Del otro lado de la barrera, vio a una joven Karee Marques con aire turbado. A su izquierda, la imagen de Ticia Cenva, distorsionada por las ondas de energía, resplandeciente como un arma psíquica a punto de desatarse.

«Solo el miedo puede matarme», se dijo Raquella a sí misma, y buscó la serenidad de su yo espiritual, algo que nadie podría arrebatarle. Desde esa plaza fuerte, la ciudadela de su alma, Raquella contempló la barrera de energía, utilizando unos poderes que ninguna hechicera conocía.

La barrera desapareció, se desmoronó tras parpadear brevemente, como una fuente moribunda de electricidad. Ticia trató de rehacer la barrera, pero cada nuevo intento fracasaba, la barrera no aguantaba. La hechicera suprema perdió el resplandor psíquico, como si las ondas de la desesperación se lo hubieran llevado. Y se quedó temblando, totalmente derrotada, con su bello rostro marcado por la angustia y la enfermedad.

Raquella entró y se enfrentó a su verdugo, que permanecía en pie, tambaleante, con el rostro sofocado, sudando. Ahora en su cara y sus brazos se veían claramente las lesiones provocadas por la epidemia; su piel y sus ojos tenían un tono amarillento. Karee Marques se quitó de en medio y se acurrucó, asustada por el juego de poderes que acababa de presenciar. Otras cinco hechiceras salieron de la parte de atrás de la cámara, impresionadas ante el visible fracaso —y enfermedad— de su líder.

—Dime qué estáis ocultando —preguntó Raquella con tono autoritario, con una voz que no era del todo la suya. Las antepasadas que llevaba en su interior, un auténtico ejército, hablaban con ella, desde el pasado, el presente, el futuro. Las palabras resonaron por el espacio y el tiempo y volvieron a replegarse sobre sí mismas.

—No puedo —dijo Ticia—. No p-puedo…

—¡Dímelo! Habla a nuestras antepasadas de tu culpa, de las vidas que te has llevado. —De nuevo la Voz salió de la garganta de Raquella, pero mucho más fuerte, mucho más insistente, con tono imperioso. Era imposible desafiarla.

De pronto Ticia empezó a hablar y confesó, explicó cómo había frustrado todos los intentos de Raquella por salvar al pueblo de Rossak, cómo había matado a las pacientes en las que se probó la vacuna y había tratado de asesinar a Raquella. Estaba en los estadios iniciales de la enfermedad, y la paranoia y la desorientación hicieron que le pareciera lo más lógico.

Pero Raquella sabía que Ticia Cenva escondía mucho más, que su secreto iba mucho más allá de una absurda rivalidad.

—Y ahora dime qué protegéis ahí dentro. —La Voz afloraba, como un ser primario, y era innegable.

Ticia no podía oponerse. Moviéndose a sacudidas, como una marioneta mal utilizada, acompañó a Raquella a una inmensa cámara llena de ordenadores y material electrónico, una ingente reserva de información. Los ordenadores vibraban suavemente mientras hacían su trabajo de procesamiento, intercambiaban información entre ellos y la elaboraban, llevándola a un nivel cada vez más elevado: las secuencias de ADN de millones de personas de diferentes razas, el almacén más detallado de registros genéticos jamás reunido, no solo de la época de la plaga original, sino de generaciones de selección reproductiva en Rossak.

En algún lugar de su inconsciente, Raquella ya conocía la existencia de aquel lugar. Mientras la hechicera enferma seguía contestando a instancias de la Voz, Raquella intuyó que sus antepasadas la habían llevado hasta aquello, como si hubieran previsto lo que pasaría y hubieran movido a la gente que la rodeaba como piezas en una partida. «¿Qué estoy destinada a hacer aquí?».

Ella misma contestó su pregunta, y aquello le produjo una sensación extraña, incómoda y tranquilizadora a la vez. Mujeres que habían vuelto al polvo tiempo ha la estaban observando, la guiaban y le daban consejo en las importantes decisiones que tenía por delante.

De pronto, Ticia tosió y trastabilló. Se dejó caer de rodillas sobre el duro suelo de piedra.

Raquella corrió a su lado. Mientras Karee Marques la sujetaba y trataba de consolarla, Raquella se sacó un vial con una vacuna del bolsillo.

—La enfermedad está muy avanzada, pero esto la expulsará de tu cuerpo y neutralizará el virus.

Ticia se retorcía de dolor en el suelo, y tuvo un ataque de tos. Sus ojos azules se veían legañosos, surcados de venillas rojas, como una ventana a su alma que le hacía parecer mucho mayor. Desde hacía un tiempo, se había visto obligada a consumir grandes cantidades de melange, que le habían proporcionado un aspecto más juvenil y habían dado a sus ojos el azul de los adictos a la especia. Pero eso estaba cambiando porque la epidemia estaba haciendo estragos en su sistema inmunitario.

Con sus últimas fuerzas, Ticia apartó a Raquella de un empujón.

—¡No quiero tu ayuda! Ahora ya conoces la existencia de nuestra base de datos. De los ordenadores. Traerás aquí al Culto a Serena para que destruyan todo nuestro trabajo.

—Yo no quiero destruir vuestro trabajo —dijo Raquella—. Quiero colaborar con vosotras. Esos fanáticos destruyeron el Hospital de Enfermedades Incurables en Parmentier. No les tengo ningún aprecio.

Ticia se calmó, pero en sus ojos el odio ardía con más fuerza. Cuando se sacó la mano de un pliegue de su túnica negra y empapada de sudor, en ella sujetaba un frasquito con una sustancia acre y acida. Se había manchado los dedos con ella. Raquella enseguida lo reconoció: era la sustancia que había estado a punto de matarla, la droga de Rossak.

Raquella quiso coger a la hechicera, pero con un último golpe de poder mental, Ticia la derribó. El frasco cayó al suelo y se rompió. Antes de que nadie pudiera detenerla, la hechicera se llevó los dedos manchados de veneno a los labios. Con una gota bastaba.

La vida se apagó rápidamente en los ojos de Ticia y se perdió en el infinito.

89

Quizá quien da la recompensa la definiría de forma muy distinta a quien la recibe.

P
ENSADORA
K
WYNA
, archivos de la
Ciudad de la Introspección

Dante, tranquilo pero escéptico, se aposentó en su forma mecánica y recitó los puntos en contra como si los estuviera leyendo en una lista. Los otros dos titanes ya habían expuesto su opinión, y escuchaban.

—Por tanto —dijo a modo de conclusión—, si de verdad crees que Vorian Atreides ha venido a nosotros por voluntad propia, que colaborará en nuestros intentos de expansión y se volverá en contra de los hrethgir… entonces es mejor que lo convirtamos en cimek antes de que cambie de opinión.

—Estoy de acuerdo —dijo Agamenón lleno de regocijo—. Eliminaremos la carne y entonces su nueva lealtad por nosotros será más que intelectual. Será irrevocable.

—Oh, no creo que haya nada intelectual en su decisión —terció Juno—. Prepararé la sala de operaciones, y Quentin, nuestra querida mascota, me ayudará. Una importante prueba para demostrar su… su cambio de actitud.

—A Butler no le gustará nada —dijo Dante.

—Lo sé. Pero así demostrará si realmente ha entrado en razón, como dice Vorian. —Juno rió. Y salió en busca de su nuevo converso, envuelta en el estrépito de su forma móvil.

—Sí, padre, quiero ser cimek. Más que ninguna otra cosa. —Vor había ensayado la mentira una y otra vez—. Cuando era humano de confianza, era el sueño de mi vida. Siempre supe que, si hacía que estuvieras orgulloso de mí, algún día me permitirías convertirme en cimek, como tú.

—Entonces, ha llegado la hora, hijo. —La inmensa forma de combate de Agamenón se alzaba ante él en el puente de hielo, en el exterior de la ciudadela. La forma móvil del general era el doble de alta que Vor, y llevaba unos adornos dorados a modo de cota de malla—. Te esperan en la sala de operaciones.

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