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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (34 page)

BOOK: La biblia de los caidos
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—¡Sara, sal de aquí! ¡Cruza la línea de runas!

La rastreadora tropezó y cayó al suelo. Hecha un manojo de nervios, Sara logró levantarse para intentar alcanzar la frontera de símbolos. Pero entonces, la niña cambió de objetivo. Justo antes de que la rastreadora se pusiera a salvo en el otro lado, el demonio la derribó. Sara cayó al suelo, gateó hasta cruzar el símbolo con el pecho. Diego se tiró al suelo y la agarró por la mano, tiró con todas sus fuerzas. El cuerpo de Sara se deslizó, haciéndose varios cortes en las piernas. Estaba a punto de rebasar la línea cuando una tenaza de fuego y ácido le agarró el tobillo y estiró en la dirección opuesta.

—No te vayas tan deprisa —rugió Silvia—. Tu hombre aún está aquí.

Sara aulló de dolor y rabia, las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—¡Tira, niño, tira! ¡Por favor!

Diego apretó los dientes, tensó los músculos y tiró de ella con todas sus fuerzas. Le dolía todo el cuerpo, pero no cedió, aunque notaba la fina muñeca de Sara resbalando lentamente entre sus manos.

La rastreadora vio horrorizada cómo el suelo se movía y la runa aparecía de nuevo ante su cara. Estaba retrocediendo.

En ese instante, el Gris atacó a la niña. Pero el demonio se lo esperaba. Soltó a la rastreadora, que salió disparada hacia delante, y con un golpe de revés le quitó el puñal. Luego hundió una de sus manos en el pecho del Gris y la extrajo manchada de rojo. El Gris se tambaleó.

Silvia lamió sus dedos.

—Deliciosa, aunque un poco fría.

Le dio un golpe brutal. De abajo arriba, esta vez con el puño cerrado. El Gris voló hasta estrellarse contra el techo. La lámpara se desprendió y reventó en pedazos. El Gris logró agarrarse con una mano y quedarse colgando.

Silvia alzó la cabeza.

—Muy hábil, exorcista, pero no aguantarás mucho. Estás muy débil.

No lo hizo, se soltó. Cayó sobre la niña y recibió otro zarpazo, pero aprovechó que el demonio no esperaba ese ataque para impulsarse con las piernas y rodar lejos, hasta las runas defensivas. Las atravesó una fracción de segundo antes de que Silvia se estrellara contra la barrera de protección. Rebotó y cayó, pero se levantó y lo volvió a intentar. Con cada embestida, los símbolos del suelo se iluminaban y el aire se combaba, como si hubiera una sólida capa invisible.

El Gris se quedó tendido recobrando el aliento. Un charco oscuro creció debajo de él.

—¡Estás sangrando! —gritó Sara, cayendo a su lado.

La habitación quedó sumida en las tinieblas al caer la lámpara. Llegaba algo de luz proveniente de las farolas de la calle a través de las ventanas. El horizonte empezaba a clarear, anunciando la inminente salida del sol.

La pequeña Silvia seguía luchando contra la barrera, con zarpazos, patadas y empujones, incluso arrojándose de cabeza contra ella.

El martillo de Miriam atravesó finalmente la pared.

—Vámonos, Gris —dijo Diego—. Te curaré. Salgamos de aquí.

Le levantaron entre el niño y la rastreadora. El Gris soltó un gemido. Su gabardina estaba empapada.

Silvia se paró a un metro escaso de distancia, con las runas entre ellos.

—No hay necesidad de que mueras, exorcista —dijo con una sola voz, aunque muy desagradable—. Solo quiero irme. Disuelve las runas que me encierran en esta casa y no te mataré. Sabes que no puedes enfrentarte a mí.

El Gris la midió con una mirada corta, cansada.

—Ya lo veremos. Si de verdad no puedo contigo no tienes nada que temer, ¿no? —hablaba despacio, con esfuerzo.

—Ya veo —dijo el demonio—. No tienes miedo, ¿verdad? No puedes tenerlo. Olvidaba que eres aquel que no tiene alma, que no siente nada. Pero sentirás dolor, te lo aseguro.

—Sacadme de aquí —dijo el Gris.

Sara y Diego retrocedieron cargando con el peso del Gris.

—¡Espera, exorcista! —tronó Silvia. A un gesto del Gris, todos se detuvieron—. Puedo ayudarte con tu dolor, con tu problema para pescar almas. Al fin y al cabo, conseguirlas es lo que se nos da bien a los demonios. ¿Por qué ayudas a los humanos? Tú no eres como ellos, no te sientes como un humano. Y te rechazan allá donde vas, te desprecian.

—No necesito tu ayuda —repuso el Gris—. Sobrevivo bien yo solo.

—Pero no tienes nada en común con ellos. En cambio, con nosotros... Ambos perseguimos almas.

—Yo no las robo. Acceden a entregármela libremente, y solo por un breve período de tiempo, el mínimo imprescindible para mis propósitos.

—Si así te consuelas a ti mismo... Pero la verdad es que disfrutas cuando tienes alma. Tu tormento retrocede un poco, conoces la paz y te recuperas. Y les envidias. Al mismo tiempo, te haces más consciente de lo diferente que eres de un ser humano corriente, y sufres de otra manera.

—También soy diferente a vosotros. Yo busco una solución, un modo de no tener que seguir haciéndolo. Vosotros robáis almas por placer, o por algún propósito oculto que no reveláis, pero no tiene nada que ver conmigo.

—Te equivocas, exorcista. Estás mucho más cerca de nosotros de lo que crees. Incluso mataste a un ángel. Sí, lo sé todo. Despedazaste el cuerpo de Samael, lo descuartizaste hasta reducirlo a pedazos tan pequeños que se podían coger a puñados. ¿Sabes cuánto hace que nadie consigue matar a un ángel? Los míos te lo agradecen, Gris, inmensamente. Te protegerían del cónclave, estarías a salvo. Y nadie te despreciaría por ser lo que eres, al contrario.

El Gris inclinó levemente la cabeza. Sara se horrorizó de que no rechazara de inmediato la propuesta de Silvia.

—Has olvidado un detalle —dijo finalmente el Gris—. Tú no eres uno de los demonios puros, de los que realmente tienen voluntad. Si lo fueras, me habrías destruido chasqueando los dedos. Solo eres un secuaz, un siervo a las órdenes de otro.

—Es cierto —Silvia hizo una reverencia—. Pero mis palabras transmiten los deseos de mi amo. Puedes tomarlas como si te las dijera él mismo.

—Y convertirme en lo que tú eres —dijo el Gris asqueado—. En un peón sin voluntad, el esclavo de un demonio. No hay ventajas que compensen eso.

—Cometes un error, exorcista.

—Cometo muchos. Dime algo que no sepa.

—Pasa de ella, Gris —dijo el niño, dando un pequeño salto para que el brazo del Gris no se le escurriera por la espalda—. Vámonos ya.

—Cuidado, enano —le advirtió el demonio a Diego—. Puedo sentir tu miedo.

—¿En serio? —dijo el niño—. Pues que te den una medalla, ¿eh? ¡Será gilipollas! Hasta el más necio es capaz de darse cuenta de que estoy acojonado, y va y lo dice todo orgulloso, el payaso. Debes de ser uno de los más tontos del infierno, macho.

Una figura se interpuso entre ellos y el demonio. Una figura esbelta, de movimientos ágiles y decididos, coronada por una melena rubia y portando un martillo en la mano derecha.

—Deja de hablar con ella, niño —dijo Miriam.

—Bienvenida, centinela —dijo Silvia alzando la cabeza. Se la veía muy pequeña frente a Miriam—. Estas runas son tuyas. Buen trabajo. Pero no es suficiente para retenerme.

La niña dio un brinco, se puso a cuatro patas y corrió, saltando a toda velocidad. Se alejó en la dirección opuesta. Justo antes de llegar a la pared, donde estaban colgando las cadenas, se elevó en el aire y aulló. El choque sacudió la casa. Atravesó la pared arrojando cascotes en todas direcciones.

—Mierda —dijo Diego—. Esto no me gusta nada.

VERSÍCULO 24

Estaban en una especie de salón de juegos. Había una diana colgada de la pared, una mesa con un tablero de ajedrez pintado, y una barra de bar recorriendo una de las paredes.

Habían llegado allí buscando un lugar en el que refugiarse temporalmente. El niño les guió a esa sala argumentando que estaba bien protegida por runas. Se aseguró de recalcar que se había tirado toda la noche pintando símbolos por la casa, que podían sentirse tranquilos gracias a él.

Álex había desaparecido, y lo mismo había sucedido con Mario y su mujer. Sara no había visto a ninguno de ellos desde que fracasara el exorcismo por segunda vez, y en aquel momento no le importaba dónde se pudieran haber metido. Toda su atención estaba centrada en el Gris, en el grave estado en que había quedado tras la pelea.

La centinela dejó al Gris en una mesa de billar, en el centro. Luego observó su chaqueta de cuero, que estaba cubierta de sangre.

—¡Imbécil! —le dijo examinando su cuerpo. Estaba furiosa—. Eso te pasa por dejarme al margen. Nunca me escuchas, Gris. Debería alegrarme, así aprenderías. —Volvió la cabeza hacia Diego—. ¿Qué pasó? ¿El demonio llegó a entrar en ella? —preguntó señalando a la rastreadora.

El niño, que había terminado con la puerta, se acercó a la mesa de billar.

—No. La niña se rio del exorcismo, la muy puta. Ni siquiera le hicimos cosquillas. No lo entiendo, tía, de verdad. Debería de haber abandonado el cuerpo.

—Aficionados...

El Gris gimió, se llevó la mano a la tripa.

—Niño —susurró—. ¿Te importaría?

—Voy —dijo Diego—. Aparta, rubia, luego nos das la brasa con tus sermones. Aquí estoy, pichón, no te preocupes. Vamos allá.

El niño cogió las manos del Gris y cerró los ojos. Permanecieron así unos segundos. Sara no sabía qué estaban haciendo. El cuerpo del Gris resplandeció, envuelto en una luz dorada y tenue que confirió un tono cálido a su piel descolorida. Sus cabellos plateados parecieron rubios y sus labios rosados. Las severas facciones del Gris se relajaron en una mueca de paz y calma. La rastreadora le contempló embelesada. Su rostro era hermoso, lleno de vida. Se preguntó si ese sería su aspecto cuando tenía alma.

Diego soltó una carcajada torpe, se revolvió y dio un pequeño bote.

—Es el cosquilleo —explicó con una sonrisa estúpida.

La luz dorada se extinguió en cuanto sus manos se soltaron. El Gris se incorporó hasta quedar sentado sobre la mesa de billar. Ya había recobrado su aspecto habitual.

—¿Le has...? —A Sara le costaba asimilar lo que acababa de ver.

—Curado —terminó Diego—. Sí, eso he hecho. ¿Qué tal, tío? —Le dio una palmada al Gris—. No está nada mal, ¿eh? —De repente se quedó quieto. Su expresión cambió, parecía asustado—. ¿Cómo estoy, Gris? ¿He cambiado?

—Estás igual, niño.

—No me mientas, tío, que ya soy mayorcito. ¿Me han salido canas? —Se estiró el flequillo intentando verlo, pero era demasiado corto—. Miriam. ¿Cómo estoy? Sé sincera. Podía haber un espejo en esta habitación, joder.

—No has cambiado —le tranquilizó la centinela—. No empieces con tus agonías.

Diego bufó, pateó el suelo. Abrió la boca para decir algo, pero una sacudida tremenda retumbó y le interrumpió.

—Me parece que la nena quiere salir a dar una vuelta.

Sara le ignoró, no tenía tiempo para las locuras del niño. Ya habría otra ocasión para preguntarle por ese don que tenía para la curación.

—Gris, ¿estás bien? Hace un momento sangrabas...

—Está perfectamente —la interrumpió Miriam de mala manera—. No te pongas melodramática, santurrona. Dedícate a rastrear, que es lo tuyo.

Sara no entendió a qué venía esa actitud. Antes, Miriam había intentado evitar el exorcismo para protegerla y ahora la trataba con desprecio. La centinela ni siquiera la miraba, sino que se plantó delante del Gris, con los puños apoyados sobre las caderas:

—Eres un maldito estúpido. Sé que eres temerario, Gris, pero esto es demasiado, incluso para tu falta de sentido común. Nadie ha cometido una idiotez más grande en la vida.

La rabia impregnaba las palabras de Miriam, las convertía en ácido. A Sara le pareció una reacción exagerada, ya que después de todo, se suponía que ella le iba a entregar a los ángeles. ¿A qué venía tanta preocupación?

—No empieces, Miriam —dijo el Gris—. Tenía que hacerlo. ¡Es mi trabajo, maldita sea! Tú solo tienes que obedecer órdenes, para ti el camino siempre es claro, tienes esa suerte. Y para los problemas que pudieran surgir, tienes tu código. Así, no tienes dudas, no sabes lo que es tomar decisiones ni arriesgarse. —Su tono de voz se agravaba, reflejando su frustración y su furia. Sara se sintió ante un enfrentamiento entre titanes. Ninguno de los dos parecía dispuesto a dar su brazo a torcer—. Tú siempre sabes o crees saber qué es lo correcto, Miriam, pero ese no es mi caso. A mí me toca intervenir cuando todos vuestros códigos y normas han fracasado, cuando nadie sabe cuál es el camino. ¡Así que no me digas lo que tengo que hacer! Intentaba expulsar al demonio del cuerpo de esa niña...

—¡No hablaba de eso! —le cortó la centinela. El Gris se sorprendió y frunció el ceño—. Olvida el exorcismo. Tienes problemas mucho peores. Oí lo que dijo Silvia. Antes no lo creía, pensaba que no lo habías hecho. ¿Cómo pudiste matar a Samael? ¿Cómo pudiste descuartizarle? Tienes que estar completamente loco, Gris. Es la única razón que se me ocurre.

Diego y Sara le observaron con expectación.

—No puedo hablar de eso —dijo el Gris apartando la vista—. Es por vuestro bien.

Otro golpe retumbó, en el otro lado de la casa, el opuesto a donde había sonado el primero.

—Está buscando una salida —dijo el niño—. Espero que la encuentre y se largue de aquí.

—Eso no debería ser posible si hiciste bien tu trabajo —le recordó el Gris.

—¿Ya estamos otra vez, tío? ¿Dudando de mí? Me recuerdas a Álex, macho, siempre gruñendo. Por cierto, ¿ese dónde se ha metido? Estará escondido por ahí, menudo pájaro, y luego el cobarde soy yo. Bueno, es igual. Las runas están bien grabadas, me lo he currado que no veas.

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