La caída de los gigantes (38 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Por la mañana, temprano, se puso su propia ropa, dejó el vestido de ama de llaves colgado de su clavo y salió a hurtadillas de Ty Gwyn. Al final del camino de entrada echó la vista atrás para mirar la casa, los sillares negros a causa del polvo del carbón, las largas hileras de ventanas que reflejaban el sol naciente, y pensó en lo mucho que había aprendido desde que llegó allí a trabajar con trece años y recién salida del colegio. Ahora sabía cómo vivía la élite. Tenían alimentos extraños, preparados de formas complicadas, y malgastaban más de lo que comían. Todos hablaban con el mismo acento estrangulado, incluso algunos de los extranjeros. Se había encargado de cuidar la bonita ropa interior de las mujeres ricas, hecha de delicado algodón y finísima seda, cosida y bordada a mano, y adornada con encajes, doce prendas de cada bien ordenadas en sus cómodas. Podía mirar un aparador y decir con un solo vistazo en qué siglo había sido fabricado. Y sobre todo, pensó con amargura, había aprendido que no se puede confiar en el amor.

Bajó por la loma hasta Aberowen y se dirigió a Wellington Row. La puerta de la casa de sus padres no estaba cerrada, como siempre. Entró. La habitación principal, la cocina, era más pequeña que la Habitación de los Jarrones de Ty Gwyn, que se usaba solo para hacer arreglos florales.

Su madre estaba amasando el pan, pero cuando vio la maleta se quedó quieta y preguntó:

—¿Qué ha pasado?

—Vuelvo a casa —dijo Ethel. Dejó la maleta y se sentó a la mesa cuadrada de la cocina. Le daba demasiada vergüenza explicar lo ocurrido.

Sin embargo, su madre lo adivinó.

—¡Te han despachado!

Ethel no era capaz de mirarla.

—Sí. Lo siento, mamá.

Su madre se limpió las manos en un trapo.

—¿Qué has hecho? —preguntó, enfadada—. ¡Desembucha, venga!

Ethel suspiró. ¿Por qué lo estaba postergando?

—Me he quedado encinta —dijo.

—Ay, no… ¡Serás desvergonzada!

Ethel intentó contener las lágrimas. Había esperado recibir compasión, no condena.

—Soy una desvergonzada, sí. —Se quitó el sombrero, intentando mantener la compostura.

—Se te ha subido todo a la cabeza: trabajar en la casa grande y conocer al rey y a la reina. Se te ha olvidado cómo te educamos.

—Supongo que tienes razón.

—Matarás a tu padre del disgusto.

—Él no tiene que dar a luz —replicó Ethel con sarcasmo—. Supongo que no le pasará nada.

—No seas descarada. Se le va a partir el corazón.

—¿Dónde está?

—Ha ido a otra reunión de la huelga. Piensa en la reputación que tiene en la ciudad: miembro del consejo del templo, representante de los mineros, secretario del Partido Laborista Independiente… ¿Cómo va a tener la cabeza alta en las reuniones, mientras todo el mundo piensa que su hija es una fulana?

Ethel perdió los nervios.

—Siento mucho ser una vergüenza para él —dijo, y rompió a llorar.

La expresión de su madre cambió.

—Ay, bueno —dijo—. Es la historia más vieja del mundo. —Dio la vuelta a la mesa y estrechó la cabeza de Ethel contra su pecho—. No pasa nada, no pasa nada —musitó, igual que hacía cuando Ethel era pequeña y se rasguñaba las rodillas.

Los sollozos de la muchacha remitieron al cabo de un rato.

Su madre la soltó y dijo:

—Lo mejor será que nos tomemos un té. —Cara siempre tenía una tetera sobre los hornillos. Echó unas hojas de té en un cazo, vertió agua hirviendo sobre ellas y después dio vueltas a la mezcla con una cuchara de palo—. ¿Para cuándo lo esperas?

—Para febrero.

—Ay, válgame Dios. —Su madre se volvió de espaldas al fuego para mirarla—. ¡Voy a ser abuela!

Las dos se echaron a reír. Su madre sacó unas tazas y sirvió el té. Ethel bebió un poco y se sintió mejor.

—¿Tuviste partos fáciles o difíciles? —preguntó.

—No hay partos fáciles, pero los míos fueron mejores que los de la mayoría, me dijo mi madre. De todas formas, desde Billy tengo la espalda mal.

Billy bajó por la escalera diciendo:

—¿Quién habla de mí? —Ethel cayó en la cuenta de que su hermano había podido dormir hasta tarde porque estaba en huelga. Cada vez que lo veía le parecía más alto y más fornido—. Hola, Eth —dijo, y le dio un beso con un bigote que rascaba—. ¿Por qué traes maleta? —Se sentó y su madre le sirvió un té.

—He hecho una tontería, Billy —dijo Ethel—. Voy a tener un niño.

Él se la quedó mirando, demasiado sorprendido para decir nada. Después se ruborizó, sin duda pensando en lo que había hecho para quedar embarazada. Bajó la mirada, avergonzado. Entonces bebió algo de té y, por fin, dijo:

—¿Quién es el padre?

—Nadie que conozcas. —Lo había estado pensando y había inventado una especie de historia—. Era un ayuda de cámara que vino a Ty Gwyn con uno de los huéspedes, pero ahora se ha ido al ejército.

—Pero te apoyará.

—Ni siquiera sé dónde está.

—Encontraré a ese miserable.

Ethel le puso una mano en el brazo.

—No te enfades, cariño mío. Si necesito tu ayuda, te la pediré.

Era evidente que Billy no sabía qué decir. Estaba claro que amenazar con vengarse no servía de nada, pero no sabía de qué otra forma reaccionar. Parecía desconcertado. Solo tenía dieciséis años.

Ethel lo recordaba de niño. Ella solo tenía cinco años cuando nació él, pero quedó completamente fascinada por su hermanito, por su perfección y su vulnerabilidad. «Pronto tendré un niño hermoso e indefenso», pensó, y no supo si sentirse feliz o aterrorizada.

—Papá tendrá algo que decir sobre esto, digo yo —añadió Billy.

—Eso es lo que me preocupa —dijo Ethel—. Ojalá pudiera hacer algo para que le pareciera bien.

Entonces bajó el abuelo.

—Despachada, ¿a que sí? —dijo al ver la maleta—. ¿Has sido demasiado descarada?

—No seas cruel con ella, anda, papá. Está esperando un niño —dijo su madre.

—Ay, caray —exclamó—. Uno de esos encopetados de la casa grande, ¿a que sí? No me extrañaría que hubiera sido el mismísimo conde.

—No diga bobadas, abuelo —lo atajó Ethel, consternada al ver que había adivinado la verdad tan deprisa.

—Ha sido un ayuda de cámara de un huésped de la casa. Ahora está en el ejército, se ha ido y Ethel no quiere que vayamos tras él —explicó Billy.

—¿Cómo que no? —dijo el abuelo. Ethel vio que no estaba muy convencido, pero no insistió más. Por el contrario, añadió—: Es tu parte italiana, niña mía. Tu abuela era de sangre caliente. En buenos líos se habría metido si no me hubiera casado con ella. La verdad es que no quiso ni esperar hasta la boda. De hecho…

—¡Papá! —lo interrumpió su hija—. Delante de los niños no.

—¿Qué les va a sorprender tanto, después de esto? —dijo—. Yo ya estoy muy viejo para cuentos de hadas. Las muchachas quieren acostarse con los muchachos, y lo desean tanto que acaban haciéndolo, estén casadas o no. Y el que pretenda hacer creer lo contrario es que es un tonto… y eso incluye a tu marido, Cara, niña mía.

—Ten cuidado con lo que dices —le advirtió ella.

—Sí, está bien —dijo el abuelo. Decidió guardar silencio y se bebió su té.

Un minuto después llegó el padre. Cara lo miró con sorpresa.

—¡Qué temprano vuelves! —exclamó.

Él percibió el disgusto de su voz.

—Lo dices como si no fuera bienvenido.

La mujer se levantó de la mesa para dejarle sitio.

—Haré otra infusión de té.

El padre no se sentó.

—Han cancelado la reunión. —Su mirada recayó en la maleta—. ¿Qué es eso?

Todos miraron a Ethel. La muchacha vio miedo en la expresión de su madre, rebeldía en la de Billy y una especie de resignación en la del abuelo. De ellas dependía responder a la pregunta.

—Tengo algo que explicarte, papá —dijo—. Te vas a enfadar cuando lo sepas, y lo único que puedo decir es que lo siento.

El rostro de su padre se ensombreció.

—¿Qué has hecho?

—He dejado mi trabajo en Ty Gwyn.

—Eso no es nada que haya que sentir. Nunca me gustó que les hicieras reverencias y fregaras para esos parásitos.

—Me he ido porque tengo un motivo para ello.

Él se acercó más y se quedó de pie muy cerca de su hija.

—¿Bueno o malo?

—Me he metido en un lío.

Su padre parecía colérico.

—¡Espero que no aludas a lo que se refieren a veces las chicas cuando dicen eso!

Ethel bajó la mirada hasta la mesa y asintió con la cabeza.

—¿Es que has…? —Se detuvo, buscando las palabras adecuadas—. ¿Es que has cometido una falta contra la moralidad?

—Sí.

—¡Serás desvergonzada!

Era lo mismo que había dicho su madre. Ethel se encogió como huyendo de él, aunque en realidad no creía que fuera a pegarle.

—¡Mírame! —dijo.

Ella lo miró a través de una bruma de lágrimas.

—¿Conque me estás diciendo que has cometido el pecado de la fornicación…?

—Lo siento, papá.

—¿Con quién? —gritó.

—Un ayuda de cámara.

—¿Cómo se llama?

—Teddy. —Le salió antes de que pudiera pensarlo.

—¿Teddy qué más?

—No importa.

—¿Que no importa? ¿Qué narices quieres decir?

—Vino a la casa de visita con su señor. Para cuando descubrí que estaba embarazada, ya se había ido al ejército. He perdido el contacto con él.

—¿De visita? ¿Has perdido el contacto? —La voz de su padre se convirtió en un rugido de ira—. ¿Me estás diciendo que ni siquiera estáis prometidos? Has cometido ese pecado de… —Barbotaba, apenas capaz de pronunciar en voz alta esas repugnantes palabras—. ¿Que has cometido ese horrible pecado con toda tranquilidad?

—No te enfades con ella, anda, papá —dijo Cara.

—¿Que no me enfade? ¿Y cuándo, si no, ha de enfadarse un hombre?

El abuelo intentó calmarlo.

—Tranquilízate, Dai, chico. De nada sirve gritar.

—Siento tener que recordarle, abuelo, que esta es mi casa, y seré yo quien juzgue qué sirve y qué no sirve de nada.

—Sí, está bien —dijo el abuelo, en son de paz—. Que sea como tú quieras.

Cara no estaba dispuesta a claudicar.

—Anda, papá, no digas nada de lo que puedas arrepentirte.

Los intentos por calmar la furia de su marido solo lo estaban encolerizando más aún.

—¡No dejaré que me gobiernen mujeres ni viejos! —gritó. Señaló a Ethel con un dedo—. ¡Y no permitiré que haya una fornicadora en mi casa! ¡Fuera!

Cara se echó a llorar.

—¡No, por favor, no digas eso!

—¡Fuera! —gritó—. ¡Y no vuelvas nunca!

—¡Pero tu nieto…! —dijo Cara.

Billy terció:

—¿Dejarás que te gobierne la Palabra de Dios, papá? Jesús dijo: «No he venido a llamar a los justos al arrepentimiento, sino a los pecadores». Evangelio de Lucas, capítulo cinco, versículo treinta y dos.

Su padre se volvió contra él.

—Déjame que te diga una cosa, mocoso ignorante. Mis abuelos nunca se casaron. Nadie sabe quién fue mi abuelo. Mi abuela cayó todo lo bajo que puede caer una mujer.

Cara ahogó un grito. Ethel estaba conmocionada, pero vio que Billy se había quedado atónito. El abuelo parecía haberlo sabido ya.

—Oh, sí —dijo David, bajando la voz—. Mi padre creció en una casa de mala reputación, no sé si sabes lo que quiero decir; un lugar al que iban los marineros, en los muelles de Cardiff. Entonces, un día, cuando su madre estaba sumida en el sopor etílico, Dios guió sus infantiles pasos hasta un templo durante la catequesis dominical, y allí conoció a Jesús. En ese mismo lugar aprendió a leer y a escribir, y al final a educar a sus propios hijos para que siguieran el buen camino.

Cara dijo en voz baja:

—Nunca me lo habías contado, David. —Casi nunca lo llamaba por su nombre de pila.

—Esperaba no tener que recordarlo nunca. —Su rostro se crispó en una mueca de vergüenza e ira. Se inclinó sobre la mesa, fulminó a Ethel con la mirada y su voz se convirtió en un murmullo—: Cuando cortejaba a tu madre, nos dábamos la mano y yo me despedía de ella todas las noches con un beso en la mejilla, hasta el día de la boda. —Dio un puñetazo en la mesa que hizo temblar las tazas—. Por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, mi familia consiguió salir de aquella alcantarilla apestosa. —Su voz volvió a elevarse de nuevo hasta convertirse en un grito—: ¡No regresaremos allí! ¡Nunca! ¡Jamás! ¡Nunca!

Se produjo un largo momento de silencio estupefacto.

David miró a Cara.

—Saca a Ethel de aquí —dijo.

Ethel se levantó.

—Tengo la maleta hecha y cuento con algo de dinero. Tomaré el tren para Londres. —Miró a su padre con dureza—. No arrastraré a la familia a la alcantarilla.

Billy le cogió la maleta.

—¿Adónde vas tú, hijo? —le preguntó su padre.

—La acompaño a la estación —dijo Billy con cara de asustado.

—Que cargue ella con su maleta.

Billy se agachó para dejarla en el suelo, pero entonces cambió de opinión. Su rostro adoptó una expresión obstinada.

—La acompaño a la estación —repitió.

—¡Harás lo que yo te ordene! —gritó su padre.

Billy todavía parecía asustado, pero de pronto también se mostraba desafiante.

—¿Qué vas a hacerme, papá? ¿Echarme de casa a mí también?

—Te pondré sobre mis rodillas y te azotaré —respondió su padre—. Todavía no eres tan mayor.

Billy palideció, pero miró a su padre a los ojos.

—Sí, sí que lo soy —dijo—. Ya soy mayor. —Se pasó la maleta a la mano izquierda y cerró el puño derecho.

Su padre dio un paso al frente.

—Ya te enseñaré yo a amenazarme con el puño, hijo.

—¡No! —gritó Cara. Se interpuso entre ambos y empujó a su marido por el pecho—. ¡Ya basta! No dejaré que nadie pelee en mi cocina. —Señaló con un dedo a la cara de David—. David Williams, baja esos puños. Recuerda que eres miembro del consejo de la Iglesia de Bethesda. ¿Qué pensaría la gente?

Con eso lo calmó.

Después se volvió hacia Ethel.

—Será mejor que te vayas. Billy te acompañará. Anda, deprisa.

Su padre se sentó a la mesa.

Ethel le dio un beso a su madre.

—Adiós, mamá.

—Escríbeme —le dijo ella.

—¡Ni se te ocurra escribirle a nadie de esta casa! ¡Quemaremos las cartas sin abrirlas! —gritó su padre.

Su madre se apartó, llorosa. Ethel salió y Billy fue tras ella.

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