La caída de los gigantes (34 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—De ninguna manera. No veo que la obediencia tenga nada que ver en el matrimonio. Dos adultos que se aman deberían ser capaces de tomar decisiones juntos, sin tener que obedecerse uno al otro.

Ella pensaba muchísimo en cómo sería su vida juntos. Durante unos cuantos años, a él seguramente lo enviarían de una embajada a otra y viajarían por todo el mundo: París, Roma, Budapest, puede que incluso más allá, hasta Addis Abeba, Tokio, Buenos Aires. Recordaba la historia de Ruth, en la Biblia: «Dondequiera que vayas, yo iré». Sus hijos aprenderían a tratar a las mujeres como iguales, y sus hijas crecerían independientes y con una voluntad de hierro. Quizá al final se establecerían en Berlín, en una casa unifamiliar, para que sus hijos pudieran ir a buenas escuelas alemanas. En algún momento, sin duda, Walter heredaría Zumwald, la casa de campo que tenía su padre en la Prusia Oriental. Cuando fueran viejos y sus hijos hubiesen crecido, pasarían más tiempo en el campo, paseando por la finca, de la mano, leyendo uno junto al otro por las tardes y reflexionando sobre lo mucho que había cambiado el mundo desde que fueran jóvenes.

A Maud le costaba pensar en ninguna otra cosa. Estaba sentada en su despacho de Calvary Gospel Hall, mirando fijamente una lista de precios de material médico, y recordó la forma en que Walter se había chupado el dedo en la puerta del salón de la duquesa. La gente empezaba a notar que estaba muy despistada: el doctor Greenward le había preguntado si se encontraba bien, y tía Herm le había dicho que despertara.

Intentó volver a concentrarse en el formulario de pedido, pero esta vez la interrumpieron unos golpes en la puerta. Tía Herm asomó la cabeza y dijo:

—Ha venido alguien a verte. —Parecía algo atemorizada, y le dio una tarjeta a Maud.

GENERAL OTTO VON ULRICH

Agregado
Embajada del Imperio de Alemania

Carlton House Terrace, Londres

—¡El padre de Walter! —exclamó Maud—. Pero ¿qué querrá…?

—¿Qué le digo? —susurró tía Herm.

—Pregúntele si quiere té o si prefiere un jerez, y hágalo pasar.

Von Ulrich iba vestido con formalidad; llevaba una levita negra con solapas de satén, un chaleco de piqué blanco y pantalones de raya diplomática. Su rostro congestionado sudaba a causa del calor estival. Era más orondo que Walter, y no tan apuesto, pero tenían la misma planta militar, barbilla alzada y espalda erguida.

Maud adoptó su habitual aire despreocupado.

—Mi querido herr Von Ulrich, ¿se trata de una visita formal?

—Quiero hablarle acerca de mi hijo —dijo el hombre. Su inglés era casi tan bueno como el de Walter, aunque tenía acento, al contrario que él.

—Es usted muy amable al entrar en materia tan deprisa —repuso Maud con un deje de sarcasmo que a él le pasó totalmente inadvertido—. Haga el favor, siéntese. Lady Hermia nos pedirá algún tentempié.

—Walter desciende de una antigua familia aristocrática.

—Igual que yo —dijo Maud.

—Somos tradicionales, conservadores, devotamente religiosos… puede que un tanto anticuados.

—Igual que mi familia —repuso Maud.

Aquello no estaba yendo tal como Otto lo había planeado.

—Somos prusianos —dijo con un tinte de exasperación.

—Ah —exclamó Maud, como dándose por vencida—. Mientras que nosotros, desde luego, somos anglosajones.

Estaba batiéndose con él como si aquello no fuera más que una batalla de ingenio, pero por dentro sentía miedo. ¿Por qué había ido a verla? ¿Cuál era su propósito? Presentía que el motivo no podía ser nada benévolo. Ese hombre estaba en su contra. Intentaría interponerse entre Walter y ella, lo intuía con cruda certeza.

Sea como fuere, el general no se dejaría amedrentar por una actitud burlona.

—Alemania y Gran Bretaña están enfrentadas. Gran Bretaña ha entablado amistad con nuestros enemigos, Rusia y Francia. Eso la convierte en adversario nuestro.

—Siento oír que tal es su opinión. Muchos no lo creen así.

—A la verdad no se llega mediante el voto de la mayoría.

De nuevo, Maud percibió un deje de aspereza en su voz. Ese hombre estaba acostumbrado a ser escuchado sin ninguna crítica, sobre todo por parte de las mujeres.

La enfermera del doctor Greenward trajo té en una bandeja y les sirvió. Otto guardó silencio hasta que la mujer salió de la habitación.

—Puede que en el transcurso de las próximas semanas entremos en guerra —dijo entonces—. Si no luchamos por Serbia, habrá otros
casus belli
. Tarde o temprano, Gran Bretaña y Alemania tendrán que combatir por la supremacía en Europa.

—Siento que sea usted tan pesimista.

—Muchos otros piensan igual que yo.

—Pero a la verdad no se llega mediante el voto de la mayoría.

Otto parecía molesto. Era evidente que había esperado que la joven se quedara allí sentada a escuchar su pomposo discurso en silencio. No le gustaba que le replicaran. Enfadado, dijo:

—Haría usted bien en prestarme atención. Le estoy explicando algo que la incumbe. La mayoría de los alemanes consideran a Gran Bretaña un enemigo. Piense en qué consecuencias tendría que Walter se casara con una inglesa.

—Ya lo he hecho, desde luego. Walter y yo hemos hablado largo y tendido sobre esto.

—Primero, recibiría mi desaprobación. Jamás podría aceptar a una nuera inglesa en la familia.

—Walter cree que el amor que siente usted por su hijo le ayudaría a superar, al final, la repugnancia que le despierto yo. ¿De verdad no hay ninguna probabilidad de que eso ocurra?

—Segundo —prosiguió él sin hacer caso alguno de su pregunta—, sería considerado como un traidor al káiser. Hombres de su misma clase ya no serían sus amigos. Su esposa y él no serían recibidos en las mejores casas.

Maud estaba empezando a enfadarse.

—Eso me parece difícil de creer. Sin duda, no todos los alemanes serán tan estrechos de miras.

Otto no pareció oír su grosería.

—Y en tercer y último lugar, Walter tiene una carrera en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Destacará. Lo envié a escuelas y universidades de diferentes países. Habla un inglés perfecto y un ruso aceptable. A pesar de sus inmaduras opiniones idealistas, está bien considerado por sus superiores, y el káiser le ha hablado con afecto en más de una ocasión. Podría llegar a ministro de Exteriores algún día.

—Es un hombre brillante —dijo Maud.

—Pero, si se casa con usted, su carrera habrá terminado.

—Eso es absurdo —replicó ella con asombro.

—Mi querida y joven dama, ¿acaso no es evidente? No se puede confiar en un hombre que está casado con una enemiga.

—Ya hemos hablado de ello. Su lealtad, como es natural, estaría con Alemania. Yo lo quiero lo bastante para aceptar eso.

—Puede que estuviera demasiado preocupado por la familia de su esposa para ofrecerle a su propio país lealtad total. Y, aunque él desoyera esa relación de forma implacable, los demás seguirían haciéndose esa pregunta.

—Está exagerando —dijo Maud, aunque empezaba a perder su seguridad.

—Está claro que no podría trabajar en ningún campo que requiriese secretismo. Los hombres no hablarían de asuntos confidenciales en su presencia. Estaría acabado.

—No tiene por qué estar en el servicio secreto militar. Puede dedicarse a otras áreas de la diplomacia.

—Toda diplomacia requiere secretismo. Y, luego, está también mi propio cargo.

Maud se sorprendió al oír eso. Walter y ella no habían pensado en la carrera de Otto.

—Soy un estrecho confidente del káiser. ¿Seguiría depositando una confianza absoluta en mí si mi hijo estuviera casado con una extranjera enemiga?

—Debería.

—Puede que lo hiciera, si yo tomase medidas firmes e indudables, y repudiara a mi hijo.

Maud contuvo una exclamación.

—No haría usted semejante cosa.

Otto alzó la voz.

—¡Me vería obligado a hacerlo!

Ella negó con la cabeza.

—Alguna alternativa habría —dijo con desesperación—. Un hombre siempre tiene alternativa.

—No sacrificaré todo lo que he conseguido, mi cargo, mi carrera, el respeto de mis compatriotas… por una «muchacha» —dijo él con desdén.

Maud se sintió como si la hubieran abofeteado.

—Pero Walter sí, por supuesto —añadió Otto.

—¿De qué está hablando?

—Si Walter se casara con usted, perdería a su familia, su país y su carrera. Pero está dispuesto a hacerlo. Ha declarado su amor por usted sin considerar a fondo las consecuencias, y tarde o temprano comprenderá el catastrófico error que ha cometido. Con todo, no me cabe ninguna duda de que se considera comprometido con usted de forma extraoficial, y no faltará a su palabra con un compromiso. Es demasiado caballero para eso. «Adelante, repúdieme», me dirá. Si no lo hiciera así, se consideraría un cobarde.

—Es cierto —admitió Maud. Se sentía apabullada. Aquel viejo horrible veía la verdad con más claridad que ella.

—Así que debe ser usted quien rompa el compromiso —continuó Otto.

Maud sintió una puñalada.

—¡No!

—Es la única forma de salvarlo. Debe abandonarlo usted.

Maud abrió la boca para volver a protestar, pero Otto tenía razón, y no se le ocurrió nada que decir.

Otto se inclinó hacia delante y habló con apremiante intensidad:

—¿Romperá usted con él?

A Maud le caían lágrimas por las mejillas. Sabía lo que tenía que hacer. No podía destrozar la vida de Walter, aunque fuera por amor.

—Sí —dijo entre sollozos. Había perdido su dignidad, y no le importaba; el dolor era demasiado grande—. Sí, romperé con él.

—¿Lo promete?

—Sí, lo prometo.

Otto se levantó.

—Gracias por haber tenido la amabilidad de escucharme. —Se inclinó—. Le deseo que pase una buena tarde. —Y salió.

Maud hundió el rostro entre sus manos.

8

Mediados de julio de 1914

I

En la nueva habitación de Ethel en Ty Gwyn había un espejo de pie. Era viejo, la madera estaba agrietada y el cristal empañado, pero podía verse toda entera y ella lo consideraba un lujo enorme.

Se contempló en ropa interior. Parecía que estaba más voluptuosa desde que se había enamorado. Había engordado un poquito alrededor de la cintura y las caderas, y tenía los pechos más turgentes, a lo mejor porque Fitz los acariciaba y los apretaba mucho. Cuando pensaba en él, le dolían los pezones.

Fitz había llegado esa mañana con la princesa Bea y lady Maud, y le había susurrado que iría a verla a la Suite Gardenia después de comer. Ethel había instalado a Maud en la Habitación Rosa, inventando un excusa sobre unos arreglos que había que hacer en la madera del suelo de sus aposentos habituales.

Acababa de ir a su habitación para lavarse y ponerse una muda limpia. Le encantaba prepararse así para él, imaginando ya cómo Fitz acariciaría su cuerpo, cómo besaría su boca, oyendo con antelación la forma en que gemiría de deseo y placer, recordando el olor de su piel y la textura sensual de su ropa.

Abrió un cajón para sacar unas medias, y su mirada recayó en un montoncito de tiras limpias de algodón blanco, los «paños» que usaba cuando menstruaba. Se le ocurrió entonces pensar que no los había lavado desde que se había trasladado a esa habitación. De pronto, en su mente apareció una diminuta semilla de auténtico pánico. Se sentó con pesadez en la estrecha cama. Ya estaban a mediados de julio. La señora Jevons se había marchado a principios de mayo. De eso hacía ya diez semanas. En ese tiempo, Ethel debería haber usado los paños no una, sino dos veces.

—Ay, no —dijo en voz alta—. ¡Ay, por favor, no!

Se obligó a pensar con calma y volvió a calcularlo. La visita del rey había tenido lugar en enero. A Ethel la habían nombrado ama de llaves inmediatamente después, pero la señora Jevons todavía estaba demasiado enferma para marcharse. Fitz se había ido a Rusia en febrero y había regresado en marzo, que era cuando habían hecho el amor de verdad por primera vez. La señora Jevons se había recuperado en abril, y el gestor de los negocios de Fitz, Albert Solman, se había acercado desde Londres para hablarle de la pensión que le quedaría. La mujer se había marchado a principios de mayo, y fue entonces cuando Ethel se había instalado en esa habitación y había guardado en el cajón esa pequeña pila de tiras de algodón blanco que tanto miedo le daban ahora. Eso había sido hacía diez semanas. No conseguía que el resultado de los cálculos fuera ningún otro.

¿Cuántas veces se habían visto en la Suite Gardenia? Por lo menos ocho. Fitz siempre se retiraba antes del final, pero a veces salía un poquito tarde, y ella percibía el primero de sus espasmos cuando todavía lo tenía dentro. Había sentido una felicidad delirante al estar con él así y, embargada por el éxtasis, había cerrado los ojos ante el peligro. De pronto, el peligro la había atrapado.

—Ay, Dios mío, perdóname —dijo en voz alta.

Su amiga Dilys Pugh se había quedado encinta. Dilys era de la misma edad que Ethel. Trabajaba como doncella para la mujer de Perceval Jones y estaba ennoviada con Johnny Bevan. Ethel recordaba cómo le habían crecido los pechos a Dilys más o menos por la época en que se dio cuenta de que en realidad sí podías quedarte embarazada haciéndolo de pie. Ahora estaban casados.

¿Qué le sucedería a Ethel? Ella no podía casarse con el padre de su hijo. Aparte de todo lo demás, ya estaba casado.

Había llegado la hora de encontrarse con él. Ese día no retozarían en la cama, tendrían que hablar acerca del futuro. Se puso su vestido negro de seda de ama de llaves.

¿Qué diría él? No tenía hijos: ¿se mostraría encantado, o más bien horrorizado? ¿Acogería a ese hijo del amor, o se avergonzaría de él? ¿Querría a Ethel más aún por haber concebido, o la odiaría?

Salió de su habitación del desván y avanzó por el estrecho pasillo antes de bajar hacia el ala oeste por la escalera del servicio. Ese familiar papel de pared con su estampado de gardenias avivaba su deseo, igual que la visión de sus braguitas excitaba a Fitz.

Él ya estaba allí, de pie junto a la ventana, contemplando el jardín bañado por la luz del sol mientras fumaba un puro; al verlo, Ethel se quedó de nuevo asombrada de lo apuesto que era. Le rodeó el cuello con los brazos. El tweed marrón de su traje tenía un tacto suave porque, según había descubierto, estaba hecho de cachemir.

—Oh, Teddy, tesoro mío, qué feliz me hace verte —le dijo. Le gustaba ser la única persona que lo llamaba Teddy.

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