El gusano sigue esperando junto al perro.
—Acabo de recordar que en esta casa vive un testigo que la policía interrogó —dijo Quirós—. Voy a hacerle un par de preguntas... a lo mejor consigo algo. No es conveniente que venga conmigo: podría pensar que no soy policía y no abrirme. ¿Sabe conducir?
—Saqué el carnet, pero hace tiempo que no conduzco. —Ella hablaba casi a gritos, bajo el aguacero, cubierta por la chaqueta de Quirós.
—No creo que lo haya olvidado. Tome las llaves y regrese al pueblo.
—¡Puedo esperarlo en el coche...!
—No sé cuánto tardaré. Vaya al hostal. Si no logro que me lleve nadie, regresaré dando un paseo. Esta lluvia no durará mucho.
—Pero...
—¡Haga lo que le digo alguna vez! —exigió Quirós.
Nieves Aguilar sonrió. Le tendió una mano. Quirós la envolvió dentro de la suya como si hubiese cogido un puñado de nieve. Luego la vio alejarse dando saltos hacia el recodo del sendero, tratando de esquivar los charcos, con la chaqueta alzada por encima de la cabeza, como una monja huyendo de la clausura. Cuando la perdió de vista abrió la valla de madera y entró en la propiedad.
Había tenido que mentirle otra vez, pero no deseaba meterla en la boca del lobo. Y aquello era la boca del lobo. Estaba seguro.
Se cercioró antes de seguir avanzando: un sofá de grotesco color amarillo chillón al lado de la ventana sin cortinas. Lo había visto cuando se detuvo para auxiliar a la mujer, pero sólo en la cueva lo había relacionado con las polaroids que Gaos contemplaba.
De repente la casa le parecía muy grande, llena de sombras, siluetas, cristales; una mansión desproporcionada.
Su sombrero estaba calado y derramaba agua por la visera, también su camisa de manga corta. Todo eso lo pagaría con creces después, porque la humedad le provocaba reuma y agravaba su ahogo, pero en aquel momento era lo que menos le importaba.
Tenía que encontrarla.
En otras circunstancias no lo hubiera hecho. Su trabajo había terminado: sólo necesitaba marcharse y cobrar. Pero ahora era diferente. Se lo debía a la mujer. Se lo debía, también, a Marta y a la pequeña Tina. Estaba seguro de que ya era demasiado tarde, pero, incluso aunque fuera así, deseaba intentarlo.
Caminó hacia el porche sin una idea concreta sobre lo que iba a hacer. Un todoterreno y un turismo estaban aparcados bajo un techo de juncos con un millar de goteras. Debe de estar dentro, pensó. Decidió buscar alguna puerta trasera. Subió al porche y caminó pegado al alero.
No tenía miedo. Todo lo contrario: se sentía capaz de cualquier cosa. Recordaba los momentos en la cueva, junto a la mujer, como un sueño. Hasta comprendía el porqué de aquella increíble casualidad que en los días anteriores lo había atormentado: encontrar a la niña de Marta convertida en una adolescente. De esa forma se le había ofrecido la oportunidad de saldar parte de su deuda con Marta. No sabía si había hecho bien pidiéndole a Gaos que la acusara frente al chico y le advirtiera que no le pusieran la mano encima. Sospechaba que sí. En cualquier caso, no se le había ocurrido mejor forma de ayudarla sin delatarse. Confiaba en que la apartaran de la pandilla y Tina fuese capaz de ver el lado bueno de su nueva situación.
Ahora tenía que encontrar a la muchacha. Le debía eso a Nieves, que confiaba en él. Se lo debía a Marta. En cuanto a él, nada le importaba ya. El miedo más intenso lo había sufrido en la cueva, cuando la mujer empezó a llorar en la oscuridad. Pero había sido, también, su momento más feliz. Así era Quirós.
Llegó a la parte trasera. Procuraba moverse sin ruido pese a que la lluvia los ahogaba todos. Vio un huerto convertido en pantano, limoneros enfermos, un columpio oxidado, un telescopio bajo un plástico y la protección del alero y un cobertizo de madera anaranjada sin ventanas. La puerta del cobertizo tenía un grueso y reluciente candado. Siguiendo el porche halló otra puerta, la abrió. El olor a comida estropeada mezclado con café le hizo detenerse un instante. Pero no había nadie a la vista. Entró, cerró la puerta. La lluvia quedó fuera desovillando su incesante historia.
Era una cocina. Sobre el fregadero, una pila de platos sucios. El motor de una nevera sonaba como el de un coche en una cuesta. Un pasillo al fondo daba a un salón, quizá el sitio donde se encontraba el sofá amarillo. Y montones de libros, en la cocina y el pasillo: columnas enteras y desparramados por el suelo, tantos como el polvo que los cubría. Todos los «esnupis» eran muy cultos, muy lectores. Y todos, sin excepción, estaban locos.
Llegó a una bifurcación, vio puertas. La casa tenía una sola planta, de modo que aquello debían de ser «los aposentos», como decían los mayordomos de los grandes señores para los cuales trabajaba Quirós. Abrió una y se asomó. Oscuridad. Encontró un interruptor. La luz era una bombilla pelada. La decoración: cuatro focos de estudio fotográfico, un televisor con vídeo, cintas, un catre en el suelo, una pantalla negra a modo de escenario, una mesa con utensilios de «esnupi». Sin ventanas. Se acercó a la mesa y cogió uno de los látigos, sopló y levantó polvo. El resto del equipo parecía igualmente intacto. Ello no quería decir nada, porque los «esnupis» solían improvisar con el material, pero se encontraba tan optimista que el detalle le pareció esperanzador.
Cogió el mando a distancia del televisor, anuló el volumen y lo encendió. Esperaba encontrar cualquier cosa salvo un documental sobre animales. Un águila descendiendo en picado. Una zorra agazapada bajo un árbol. Siete bestias cornúpetas, quizá retoños de rinoceronte. Una araña con un ojo en el vientre avanzando por la filigrana de la tela. Debajo, una muchacha mirando con cara de disgusto, pero no era nadie que Quirós conociera. En una esquina, el símbolo de
National Geographic
. Apagó el televisor y quitó la cinta. Había más, apiladas en una rejilla inferior, pero no quiso verlas. Mostraban títulos tales como: «Nebulosa de Serpens», «Asteroides de la Nube de Oort», «Escarabajos peninsulares».
Todos los «esnupis», por definición, eran unos pirados.
¿Dónde la tendría? En el cobertizo, lo más probable. Pero antes de entrar allí tenía que asegurarse de que no había nadie en la casa. O de que, si había alguien, dejara de haberlo pronto.
Se disponía a salir del cuarto de los juguetes cuando oyó un ruido. Abrió la puerta unos milímetros. Nada parecía distinto. Apagó la luz, salió y regresó al pasillo. Miró hacia la cocina. No percibió ningún cambio. Sin embargo, estaba seguro de que algo había cambiado. Se asomó al salón.
Nieves Aguilar estaba allí, mirándole. Aún llevaba su chaqueta sobre los hombros, pero todo el cabello se le aplastaba, chorreante, en la cabeza. Quirós se quedó contemplando aquella aparición repentina. Ella también lo miraba.
—No te muevas —dijo Nieves Aguilar con otra voz, sin separar los labios.
Pero no era ella quien hablaba. Era el hombre que había detrás.
En primer lugar, no le gustaba aquella mesa de centro. La hubiese tirado por la ventana, se habría enfadado con Pablo si él hubiera traído a casa algo así, una burda imitación de madera noble. Por si fuera poco, llena de polvo. Sin embargo, cuando se sentó en el sofá amarillo (qué mal gusto, Dios mío) obedeciendo las órdenes de Impermeable, hizo todo lo posible por concentrarse en aquella mesa. La repasó con la mirada una y otra vez, como si la acariciara. Era su atadura con lo cotidiano, lo normal, lo que nada tenía que ver con. los momentos que estaba viviendo. Sobre aquella mesa su conciencia podía tenderse y reposar.
El resto de la realidad se había hecho pedazos.
El impermeable negro con capucha del que sobresalían aquellas cañerías plateadas y huecas, aquellos círculos negros, había saltado desde el bosque antes de que ella pudiera entrar en el coche y le había ordenado que desandara el camino y regresara a la casa. Y eso había hecho. Al entrar en la casa se había topado con Quirós. Y ya está.
Por lo demás, se sentía atrapada como por la mano de un gigante, pero no tanto como para no poder rezar a Dios Padre, Todopoderoso, creador de los abismos y las cúspides. Y eso hacía. Era una burda imitación de rezo, pero no se le ocurría otra cosa: rezaba para que Dios la dejase hablar, no para que Dios la escuchara.
—Os vi pasar antes —decía Impermeable—. Estaba sentado en esa silla. —Señalaba con aquellas prolongaciones de metal una silla tan vulgar como la mesa, de asiento de tela descolorida y patas alabeadas—. Te estaba esperando, Quirós, desde que contestaste a mi llamada.
Nos conoce, pensó ella interrumpiendo sus oraciones. O sólo a Quirós. Lo cual quería decir que quizá no la conocía a ella, porque ella no conocía del todo a Quirós. Impermeable tenía una voz ridícula, casi afónica, como malgastada por continuos chillidos, y entorpecida por un resfriado. Pero qué otra cosa se podía esperar de una figura así, tan enana, con aquel plástico negro empapado cubriéndola como una choza.
—Tengo información sobre vosotros —dijo Impermeable.
—Y yo sobre ti —repuso Quirós, que no se había movido desde que ella lo viera al entrar en la casa.
Entonces Impermeable se quitó la capucha. Debajo apareció (sorpresa) una cara redonda, mofletuda, de labios rojizos.
—El fotógrafo —dijo Quirós—. El gordo de las bermudas.
—Debo hacer constar que me llamo Guante, Juan Guante. Si se lee mi nombre a la inversa suena igual: Naug Nauj. Sobra el «Et», pero es una partícula copulativa que puede, y debe, ser suprimida sin perjuicio alguno del conjunto. A fin de cuentas, un guante se vuelve del revés.
Ahora que podía ver su rostro, o que le podía poner rostro a las palabras de Impermeable, se percataba de todo lo demás: era un hombre bajito y gordo (pero de eso no tenía la culpa), bajo el impermeable no parecía llevar gran cosa y lo que sujetaba no eran dos tuberías plateadas. ¿Cómo se le había ocurrido semejante estupidez? A ella, precisamente. Esto es la realidad, se dijo, y la palabra tuvo en su cerebro efectos de vértigo.
Entre los truenos se introducían remotas protestas. Ladridos.
—Ese es mi perro —dijo el señor Guante—. Se llama Fuc. —Dejó el nombre en el aire un instante, como para que Quirós y ella lo asimilaran a su gusto—. Lo he dejado atado a un tronco bajo la lluvia y, claro, su nerviosismo es comprensible...
Entonces sucedió, aunque no supo muy bien por qué. En los prehistóricos tiempos de su adolescencia le ocurría lo mismo en las norias de los parques de atracciones. Pero ¿por qué en esta casa, sentada en un sofá? Quizá era el frío: estaba empapada, la enorme chaqueta de Quirós envolvía sus hombros como una esponja rebosante. Se dio cuenta de que Impermeable y Quirós se volvían hacia ella a la vez y la miraban como solían hacer sus padres cuando sufría uno de esos resfriados que le impedían ir al colegio y la hacían disfrutar, desde la cama, de los días lluviosos y grises. Quizá se habían percatado de su inclinación en el asiento, pero necesitaba obligar a su sangre a que regresara a la cabeza. Una cabeza sin sangre era peligrosa.
—¿Se siente mal? —preguntó, amablemente, el señor Guante.
—Déjala irse. —Quirós se había movido unos cuantos pasos.
—No, no, ni hablar...
—No dirá nada, te lo aseguro.
¿No decir nada? ¿Sobre qué?, se preguntaba. ¿Sobre lo sucedido en la cueva? Por supuesto que no diría nada, sobre todo si él no quería. Haría todo lo que Quirós le dijera. Ya no albergaba dudas sobre ese aspecto de su vida.
—Se siente mal. —Se enfadaba Quirós—. ¿Es que no lo ves?
—No, de verdad —aseguró ella sonriendo.
—No se siente mal —señaló el señor Guante—. Además, los dos han venido y los dos se quedan —añadió, y sus palabras fueron subrayadas por dos ladridos.
Era cierto que no se sentía mal: flotaba en el espacio, simplemente. Oía llover desde una insondable infinitud que, más que a la distancia, se asemejaba a la indiferencia. ¿Queréis saber cómo es la realidad?, pensaba explicarles a sus alumnas de Valdelosa en cuanto tuviera ocasión. Sus alumnas, que la mirarían y escucharían sentadas en sus pupitres, vestidas con sus limpios uniformes. Mirad. He aquí cómo son las cosas cuando por fin suceden: esta casa, estas ventanas que la lluvia golpea, este sofá amarillo, este hombre calvo y gordo con botas de alpinista y olor a impermeable húmedo... En cierto modo, ¿no es un privilegio asistir a la realidad en butaca de primera fila?
Pero había conseguido convencerles. Ahora ya no estaban tan pendientes de ella. Hablaban entre sí. ¿De qué? Apoyó los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos, como cuando estudiaba. Intentó concentrarse.
—¿Le has hecho algún daño a la niña? —preguntó Quirós, y aquella pregunta sí la comprendió. Y se alarmó.
—No la he tocado, y ya me toca tocarla... Llevo demasiado tiempo con ella. Más de dos semanas. Pasó por aquí un lunes de madrugada. Yo estaba sentado en esa silla y la vi, porque no suelo dormir nunca. Además, ya me había fijado en ella. Suelo hacer fotos en el albergue de Igg, así elijo. Pero es la primera vez en mi vida que el material viene a mi casa. Mahoma, la montaña, ya sabes. En cierto modo, claro. Otras necesitaban una excusa, una cita para unas fotos, cosas así. Con ella sólo tuve que salir, dar unos cuantos pasos y traerla.
—Pero su colgante apareció a kilómetros de aquí —dijo Quirós.
—Lo dejé yo —dijo el señor Guante—. Quería que me arrestaran.
—Buena idea, imbécil —afirmó Quirós—, pero olvidaste dejar huellas.
—Quería que me arrestaran con un poquito de esfuerzo —precisó el señor Guante sin ofenderse—. Luego me arrepentí.
—Y abandonaste su mochila en la otra carretera y su ropa en la casa de un sordomudo.
—Eso fue porque recibí instrucciones. Cuando la traje, no sabía que era la hija de Julián Olmos. Había metido la pata. Pero se preocupan mucho por mí, Quirós, a veces demasiado. No quieren perderme porque no tengo sustituto. Me dijeron lo que tenía que hacer para que el asunto se calmara y yo pudiera dedicarme a lo mío. A lo de siempre. Accedí, pero por otra razón. Ellos querían películas, yo quería sus historias.
—¿Qué historias? —preguntó ella.
Volvieron a mirarla, y lo que vio en sus miradas no le gustó: como si no entendieran qué hacía entrometiéndose en asuntos de hombres. Eso le dio fuerzas. Todo en aquella casa se le antojaba incomprensible, desde la mesa de centro hasta la (escopeta, sí) cosa que sostenía el señor Guante. Todo, salvo el machismo. Eso era terreno conocido: tenía experiencia con Pablo, no le asustaba.