—Anja, con jota —dijo Centeno.
—Haremos «prospección inversa», página ciento setenta y seis del manual de inspectores de la brigada. Empezaremos con Ancha y tiraremos hacia atrás, a ver qué encontramos. Pero, en confianza te digo: «esnupi» sumado a adolescentes desaparecidas igual a mierda pura. Es infalible.
A Quirós le costaba tragar el bocado que masticaba.
—Pensé que ya nadie se dedicaba a las películas desde que...
—¿Desde que te cargaste a Casella y Aldobrando? Menudo pringado eres. Las
snuffs
son uno de los negocios más florecientes, Quirós, espabila. Están implicados muchos peces gordos: políticos, policías, directores de cine, fotógrafos, agentes de artistas, productores de televisión... O son «esnupis» o las compran, por eso a todos les interesa callar. ¿Sabes cuál es el último sistema que utilizan para comunicarse entre sí? Nada de líneas seguras ni ordenadores finos... Intercalan frases en las telenovelas. Créeme, pueden hacerlo: hay guionistas que trabajan para ellos, y, como son telenovelas, se puede meter cualquier morcilla sin que a nadie le extrañe. Encienden el televisor y la ven. Un protagonista dice algo en clave sobre cualquier cosa: un «esnupi» nuevo que ofrece pelis de gran calidad, o sobre otro al que han arrestado. O bien es el «esnupi» quien recibe información privilegiada sobre si la policía anda cerca... Son frases raras que sólo ellos pueden entender...
Carlos Escorial, recordó Quirós de repente.
Cuando se disponía a leer el primer libro, su móvil le arrancó el silencio.
—Hola —canturreó la voz—. Te llamé esta mañana, pero habías desconectado.
Ocurrió algo extraño: durante horas había estado imaginando cómo transcurriría aquella conversación, cada momento, las frases, los monosílabos. Pero la realidad fue muy distinta.
Se oyó a sí misma contestar estúpidamente, con el libro aún abierto en su regazo: «Es que quería dormir». En sus labios, como una burbuja, casi se habían formado palabras de disculpa. ¡De disculpa!
—Mírala —dijo Pablo—. Mientras su marido se asa de calor en Madrid, la señora se permite el lujo de estar en la cama a las doce del mediodía, y en la playa...
—Sí.
—¿Te pasa algo?
Por fin lo percibía. ¿En qué instante del trayecto?, se preguntó. ¿Al cabo de cuántos latidos? ¿Es posible que tales detalles sirvan como medidas del amor? Lo peor fue comprender que, pese a todo, aquella pregunta hipócrita la complacía.
—No ha sido mi mejor fin de semana, Pablo —dijo al fin.
Se lo contó: la fiebre, la postración, las llamadas. Sabía que al hacerlo le estaba regalando algo muy preciado —su orgullo— pero ya no tenía ganas de castigarlo. Cuando terminó, aguardó su reacción. Le sorprendió advertir que era él quien se enfadaba.
—Así que me llamaste varias veces... ¿Y por qué no dejaste ningún mensaje, vamos a ver? Yo te hubiese llamado enseguida. ¿Es que quieres controlarme a distancia, Nieves? ¿Quieres que obedezca tus deseos sin tener siquiera que decírmelos? ¿Soy adivino para saber si estás enferma, o quieres hablar conmigo? —Ella no decía nada. Solo escuchaba. Él prosiguió en otro tono—. Desconecté el móvil el fin de semana para que no me molestaran del periódico, ya sabes cómo son. El
dolce stil nuovo
de este verano consiste en llamamos a cualquier hora y encargarnos cosas. En agosto sólo nos hemos quedado unos cuantos idiotas y tenemos que suplir el trabajo de todos. Por supuesto, tampoco contesté en casa. En realidad, me fui al campo.
Ella dijo:
—Al campo.
—Sí, quería pensar, relajarme y pensar. Di un paseo el sábado y lo repetí el domingo. No es lo mismo que estar en la playa, ya lo sé, pero ayuda. —Detectó la segunda intención del comentario. Se mordió el labio para no replicar—. Pajaritos, un riachuelo, unos troncos, plantas olorosas... —De repente, el chasquido de su risa—. Pero el domingo tuve que regresar corriendo a casa. ¿Sabes por qué? Me pasó igual que a ti: me cayó mal algo que había comido... Siempre nos pasan cosas parecidas. Los dos hemos estado en la cama este fin de semana, ya ves.
—Sí. —La diferencia, pensó ella, es que en la mía estaba yo sola.
—¿Doña Nieves? ¿Admites un empate?
La rabia le había quitado la voz.
Comprendió que él tenía razón, desde luego. Su lógica era aplastante: si no hubo comunicación, no hubo culpa. Ella tenía que haberle dejado un mensaje. Pero no estoy pidiéndote tu lógica aplastante, pensaba. No necesito para nada tu... lógica aplastante.
—...de menos, mientras paseaba —le oyó decir—, y casi te vi, te lo juro, casi pude verte. Estabas junto a mí, también en el campo, y me decías... o me ordenabas...
Narra bien, pensaba ella. Me gustan sus narraciones. Él contaba y ella escuchaba sus cuentos. Ya no somos lo opuesto sino lo único. Una sola carne, un solo cordero abierto en canal.
Dejó los libros de Guerín a un lado y se levantó. En el lavabo apagó los últimos rescoldos de las lágrimas.
—... porque lo cierto es que te quiero.
—Y yo a ti —dijo frente al espejo.
Decidió no contarle nada sobre la muchacha cuando él le preguntó. Quirós le había pedido que fuera discreta, y eso haría. No era que desconfiara de Pablo en ese aspecto, pero ocultarle cosas le parecía, ahora, casi una forma de justicia.
Recordó a Quirós. Me gustaría verle, se dijo. Necesitaba su tranquilizadora, rotunda presencia. La lógica de Quirós no era aplastante, no le ofrecía razonamientos, ni siquiera hablaba bien (la verdad sea dicha, apenas hablaba). Pero ella añoraba su circunspección, su sinceridad, hasta su burda cortesía... Necesitaba más que nunca de todo eso.
—Pues yo sí tengo información que darte —dijo Pablo entonces—. La que me pediste sobre ese presunto detective...
Sintió el inexplicable deseo de decirle que se detuviera, pero mientras lo pensaba le oía hablar.
E
scúchame, marica! ¿Crees que lo que estás leyendo no es real, que no sucede? Y, por el simple hecho de que así lo creas, ¿así ha de ser? ¿Qué clase de prerrogativas te adjudicas? ¿Por qué has de tener más importancia que yo, imbécil? ¡Contigo hablo! ¿Qué clase de bastardo lector eres? ¿Qué inculta mula de muladar, estúpido, estúpido, más que estúpido?
El hombre deja de gritar ante el espejo, entre otras cosas porque lo ha empañado de saliva. Pero no se detiene ahí: rompe los papeles, mastica los trozos, la emprende a patadas con el perro, vuelca la mesa, está poseído por una furia infernal. ¡Las historias!, exclama. ¡Las malditas historias!
Se calma, se sienta, unta una tostada con margarina. Siempre desayuna tostadas y cereales en un bol de leche: es muy sano. Al perro le deja las sobras. Os diré la verdad, piensa: estamos en la misma historia, tú, yo, vosotros, todos. Es imposible salir de ella, porque esta historia lo abarca todo. Puedo demostrarlo. Hemos llegado a la conclusión de que hacer realidad el deseo es una perogrullada inconsciente. Por lo tanto, la realidad es el deseo y el deseo la realidad. Intercámbiense los términos a placer. Si sigues creyendo que esto es no es la realidad, yo deseo que desaparezcas. Quédense tan sólo los que piensen que es real. Punto.
El perro también se queda, añado.
Este mundo es un misterio inefable. Nada sabemos, nada podemos comprender. Tenemos ante los ojos un cristal empañado y no percibimos lo que hay más allá. Ello es debido a que nuestros pensamientos son humanos, y a los humanos no les están reservadas las respuestas. Pero una cosa sí podemos saber: nos engañamos creyendo en la familiaridad de la vida. Somos desconocidos que despertamos entre desconocidos en un lugar desconocido, y tras algún tiempo de confusión e indagaciones reanudamos el sueño interrumpido. Tal es la existencia.
Ahora, un juego de palabras. Quita la ESENCIA a la EXISTENCIA. ¿Qué queda? XIT, que suena a «mierda» en inglés. Pero IT significa «eso» en el mismo idioma, un resto, de modo que también lo eliminamos. ¿Qué queda? X, la incógnita.
¡A veces al hombre le dan ganas de ...! Llora desesperadamente, porque quiere hacerte mucho más daño, más aún, del que ya te hace. ¡Quiere
despellejarte
! Se levanta, patea las sillas, patea al perro, descuelga la Plateada de su gancho, se dirige a por municiones, regresa sin ellas, se abrocha el albornoz, se calma.
Ha escuchado el sonido: un motor rugiendo en el aire. Helicópteros. El perro yergue la cabeza. Ladridos lejanos. Aparta un visillo y mira: nada.
El hombre no es Dios, ni siquiera su semejanza, ahora lo sabe. Más bien fue un niño gordo que vivía con su madre y sus abuelos añorando a un padre que no vendría jamás, por una razón muy sencilla: porque era él. El hombre sabe que cuando nace un varón sin padre él mismo se convierte en padre, la corona pasa a su frente, el cigoñino también es cigüeño, se hereda el pene y la paternidad. Y el hombre, siendo padre y niño a la vez, era marido e hijo de su madre. Pero no era un dios en su hogar, ni en el colegio público al que acudió y en el que todas las chicas lo miraban como sólo una chica puede mirar a un niño gordo. Bien es verdad que es difícil ser dios en un colegio público, sólo la privatización lo facilita. El universo también es una empresa privada, según los creyentes. El universo es propiedad de una sola criatura, los demás deben pagar para disfrutarlo. Pese a todo, la verdad es: el hombre no era un dios, era un niño gordo.
Es necesario decir la verdad, aunque duela.
Tampoco se comportó como un dios cuando, tras morir los abuelos, su madre empezó a recibir hombres en casa. Eran altos como torres y se inclinaban para mirarle torciendo la cara con gestos aviesos. Aunque eran muchos, venían de uno en uno. Su madre los hacía pasar al dormitorio y él se quedaba fuera. Vete a tu cuarto, Cico. Él obedecía, pero llorando.
Por lo menos ya en aquella época tenía la caja de marfil.
Y el cine. El cine lo conmovía desde muy joven. Adoraba
Un perro andaluz
, quería ser director, tener una estrella en el Paseo de la Fama, marcar un hito en la historia del celuloide... No consiguió nada de eso.
Deja los platos sucios en la cocina (aún no ha enseñado al perro a fregar), entra en el baño, donde flota la bruma de una ducha reciente, llena un cubo de agua, coge otro limpio. Es necesario que no le falte nada, piensa. Sale por la puerta trasera y se dirige al cobertizo.
La mañana del martes es clara, muy limpia, pero el hombre ya ha oído el pronóstico: dentro de un par de días, centro de bajas presiones, una borrasca de despedida del verano, nubes como monstruos rodeando un ojo enorme, una diana celeste, el tragante del WC de Dios. En otras temporadas ya había terminado su labor para esas fechas. Últimos de agosto: hora de hacer el equipaje, cerrar la tienda y largarse hasta el año próximo, porque lo cierto es que el hombre vive en un piso de la capital, no en esa granja repugnante a la que sólo acude los veranos. Pero esta vez se ha retrasado, lo cual achaca a diversas circunstancias: arreglos superficiales del tejado del cobertizo, compras imprevistas, quizá también...
¡Sí, las historias, que han removido capas y capas de fango, de lodo, dejándole un comprensible poso de inquietud!
¿Cómo puede ser que, siendo como somos palabras escritas, nuestra historia sea real?, piensa mientras su imagen, como un tizón en el fuego, se ennegrece, se consume, pierde forma, se vuelve cenizas, oscuridad...
Aquella mañana Quirós salió temprano. En las calles desiertas se agolpaban furiosos ladridos. Los siguió hasta la cima de la cuesta donde se encontraba la furgoneta. Había dos policías de chaleco fosforescente apoyados en la carrocería bebiendo café. Se asomó por la ventanilla trasera y vio a los perros.
—¿Le gustan? —preguntó uno de los policías, muy joven, casi un niño—. Son los mejores. Pura raza. Adiestrados desde cachorros. Con un olfato capaz de detectar el olor de un calcetín en el espacio y el tiempo. Muy astutos también. Capaces de comunicarse con el ser humano mediante un sencillo lenguaje de símbolos. Dóciles, fieles, incansables... Una raza mejorada de pastor alemán.
Los perros ladraban erguidos sobre las patas traseras, las delanteras apoyadas en el enrejado. La ventana no era grande y Quirós sólo podía distinguir a los primeros, los de atrás saltaban mostrando apenas un trozo del morro, y había formas aún más oscuras al fondo. Pero estaba bastante seguro de que ninguno de ellos era blanco.
—En realidad, no soy policía —dijo el joven. Se quitó la gorra y Quirós se dio cuenta de que tampoco era un hombre. Era una chica de pelo corto y castaño y semblante con granitos y huellas de fatiga. Sobre la placa prendida a su chaleco leyó: «M.C. Carnicero»—. Estoy de prácticas. Este es mi primer ejercicio real.
—Muy bien —dijo Quirós por decir algo.
El otro policía entró en un bar. La chica se dirigió a los perros haciendo un ruido como de entrechocar los dientes. Los ladridos se redujeron. Luego M.C. Carnicero dijo:
—Estamos esperando a que regrese de la sierra el primer grupo. Son hembras vírgenes, siempre van delante. Tenemos que esperarlas porque si las juntamos con estos machos pueden saltar chispas.
—Ya —dijo Quirós pensando que, sin embargo, parecían igualmente nerviosos.
—Están nerviosos porque esta mañana encontraron algo. —M.C. Carnicero parecía telépata, como sus perros.
—¿Qué?
—No tengo ni idea. De hecho, ni siquiera sé qué es lo que buscamos. Yo tan sólo me ocupo de cuidarlos, darles alimento y viajar con ellos. Pero tiene que haber sido algo importante. ¿No se ha fijado en los helicópteros y las furgonetas que han llegado al pueblo?
Quirós iba a responder cuando vio al barbudo y las pelirrojas pasar junto a él. Se despidió de M.C. Carnicero, que pareció contrariada de no tener a nadie a quien hablarle de sus perros, y los siguió.
Caminaban deprisa, sabían adónde se dirigían. Quirós tenía que mantener un buen ritmo para no perderlos. De repente echaron a correr, y Quirós también. A punto estuvo de estrellarse contra alguien que corría en dirección contraria, una mujer que se sopló las puntas del cabello, lo miró con odio y siguió corriendo. Decidió proseguir más despacio. Al llegar al paseo vio a las pelirrojas en la arena, camino del espigón. Llevaban el equipo de buceo. El barbudo las seguía con aire satisfecho.
Los helicópteros rasgaban el aire. Al mar, sin embargo, no parecía importarle: estaba sereno, las olas flácidas, la espuma frágil como un vestido de papel.