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Authors: Manda Scott

La Calavera de Cristal (46 page)

BOOK: La Calavera de Cristal
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—¿Te lo aprendiste de memoria?

Stella no lograba verle la cara para saber si lo preguntaba con ironía.

—Digamos que me impresionó. Aunque de poco nos sirve para averiguar quién nos persigue.

—Por Dios, Stella... —Volvió la cabeza. Sus ojos la examinaron lentamente—.

¿Quién sabía que ibas en busca de la calavera? ¿Quién sabía que acudirías a mí?

¿Quién conoce lo suficiente a mi madre para que ella en ningún momento sospechara que él ha dedicado toda su vida a mantener oculta la piedra corazón azul? —Se incorporó con un codo y se acercó lo bastante a Stella para que le llegara el olor a cigarrillos de su aliento—. ¿Quién es el pez grande en un estanque pequeño que jamás ha querido estar en el candelero? ¿Quién formó parte en Irlanda del Norte del destacamento de las tropas del rey, fue asesor de la carnicería de Irak y sabe cómo fabricar una bomba de cloro como la que destruyó la granja de mi madre y la mandó al hospital? ¿Quién...?

—«¿Quién recorre el camino del Ridgeway en estos momentos y se está acercando al montículo?» —completó ella.

No le hacía falta la punzante advertencia de la piedra para confirmarle que el cazador la había encontrado. El mismo túmulo gritaba en silenciosa agonía. Con repentina lucidez fue testigo de la unión de pasado, presente y futuro.

—Davy, ¿estás dispuesto a arriesgar tu vida por la piedra corazón de Cedric

Owen?

—Daría mi vida por ella —fue su respuesta, y ella le creyó.

—Entonces llévala hasta la boca del montículo y espera a que se abra el túnel. Yo me quedaré fuera y los mantendré ocupados. Amanecerá dentro de menos de media hora. Tú sabes tan bien como yo lo que debe hacerse.

—No.

Su sonrisa le heló la sangre. Por un instante, en el que nada se movió, creyó haber cometido el peor de los errores y tener ante ella al cazador. Levantó la mochila, que en esos momentos era su única arma.

—Tranquila, Stella. —Alzó una mano—. He dicho que daría mi vida por ella y lo decía en serio, pero eres tú quien debe colocar la piedra. Solo puedes ser tú. Tiene tu rostro y es a ti a quien habla. Ki'kaame me lo repitió ocho o nueve veces: «Tan solo el guardián podrá devolver la piedra al corazón de la tierra en la hora final». Serás tú la que entre en el montículo, mientras yo haga lo que esté en mis manos para despistarle. Vamos, apenas nos queda tiempo.

—Pero es a mí a quien buscan. Pasarán por encima de ti y yo caeré en su trampa. Queda media hora para que amanezca.

—¿Cómo que «pasarán»?

—Son dos y van armados. Si no quieres llevarte la calavera, ve hacia el bosque de la parte trasera de la loma y quédate allí. Les diré que ya te has ido. ¡Vete! Eres el último as en la manga que nos queda.

—De acuerdo.

Hubo un instante de duda en aquella noche de zozobra. Davy Law la abrazó y se fue; se marchó corriendo con más sigilo de lo que ella esperaba. Stella dio unos pasos hacia delante, rodeando el círculo de hayas hasta el camino verde que cruzaba el campo de cebada y la figura que lo recorría renqueando.

—¡Kit! —Se acercó a él con una sonrisa.

—Hola. —El se apoyó en su hombro y le alborotó el pelo. Stella podía ver las dos partes de su ser como si de dos personas distintas se tratara—. ¿Dónde está Davy?

La mentira resultó la más fácil que jamás había contado.

—Ha vuelto al hospital. Está preocupado por Úrsula y, una vez supe dónde tenía que ir, ya no le necesitaba. El túmulo está aquí, en este claro. Es asombroso. Acércate a verlo. —Se volvió y tiró de su muñeca. Él avanzaba lentamente, apoyándose en ambas muletas. La piedra corazón no dejaba de advertirla—. No andas bien. ¿Te has herido al subir la colina?

—No. Nunca habría llegado yo solo. Me han echado una mano. —Se detuvo y se apoyó en el primero de los obeliscos para tomar aire—. Tony me ha traído hasta aquí. Ya sé lo que estás pensando, pero tienes que confiar en él. Ha venido para ayudar. Está aparcando. Llegará de un momento a otro.

—Ya está aquí —respondió ella.

Un delgado haz de luz se acercaba por el camino bordeado de matorrales. Su silueta apareció lentamente de entre la neblina que anticipaba el alba y abrazaba el campo; aquella forma distorsionada, encogida, no guardaba parecido alguno con sir Anthony Bookless. La piedra corazón azul mantenía un tenso silencio cuando ella salió a su paso.

—Tony...

—No soy Tony —contestó Gordon Fraser con gesto adusto. Se detuvo al borde del claro. Aquel hombre achaparrado era su amigo, el mejor espeleólogo de Gran

Bretaña. Iba sin afeitar y parecía cansado. Sus indómitos cabellos rojizos se arremolinaban en su cabeza.

Stella levantó la piedra corazón azul con ademán de bienvenida. De repente, él se quedó paralizado. En sus ojos observó el mismo terror que había visto en su laboratorio cuando por primera vez quitaron a la piedra su capa de cal.

Stella lo había olvidado.

—No pasa nada, es un amigo —dijo con una sonrisa—. Nos ayudará.

—Ah, ¿sí? —El hombrecito negó amargamente con la cabeza. Se le acercó como un cangrejo y se sentó sobre una piedra—. Del mismo modo que Tony Bookless es un amigo y nos ayudará, ¿verdad? Está a pocos metros. Cuando salga el sol celebraremos un encuentro de viejos amigos por todo lo alto. ¿Verdad que los fuegos artificiales serán espectaculares?

Capítulo 31

Pueblo de Skirwith,

cerca de Ingleborough, Yorkshire, abril de 1589

Habían pasado ya la Pascua y las privaciones de la Cuaresma; los corderos creaban manchas blancas en los campos y las amarillas prímulas crecían bordeando las tierras.

Una escarcha tardía ribeteaba la cicatriz de la tierra revuelta; allí donde caía el sol, todo era rocío. Cedric Owen, a quien ahora llamaban Francis Walker, comerciante y aspirante a agricultor, se agachó y colocó una corona de candelillas en la tumba del padre de su esposa. La campana resquebrajada de la iglesia de Skirwith hacía resonar una única nota por los páramos de Yorkshire.

A su lado, Martha Huntley, por entonces Martha Walker, encinta de cuatro meses que empezaban a ser visibles, también se agachó y colocó un ramillete de margaritas recién cortadas sobre la tierra desnuda, que era lo que su padre le había pedido cuando supo que se acercaba su hora.

Permanecieron de pie un rato escuchando el despertar del día; un hombre y su esposa, con la que jamás había yacido ni tenía intención de hacerlo. Al poco habló Martha:

—Lleva muerto una semana. Dimos nuestra palabra de que ocultaríamos la piedra corazón en un lugar seguro al décimo día de su muerte. No ganamos nada dilatándolo.

—A menos que regrese Fernando.

—No lo hará. —Lo dijo con una contundencia que no era más que un triste disfraz para el dolor que noche tras noche seguía arrancándole lágrimas durante su sueño—. Es inútil esperarlo más.

—Aun así, el camino hasta la boca de la cueva pasa por los espinos. Podemos detenernos allí un momento.

Sujetó al único caballo castaño que tenían, para que montara ella. De los tres caballos que se habían llevado con ellos rumbo al norte, uno había muerto de un cólico poco después de llegar, y la yegua baya, regalo de Barnabas Tythe, los sorprendió al dar a luz a un potrillo enclenque y desnutrido el último día de las

nieves del final de la primavera, una semana antes del día en el que falleció Edward

Wainwright.

Martha se alisó la falda y chasqueó la lengua para que el caballo emprendiera la marcha. Cedric anduvo en cómodo silencio a su lado. No se habían elegido, pero el pesar que compartían por la pérdida de Fernando y los cuidados que Owen había brindado a Edward Wainwright en sus días de agonía les había unido como hombre y hermana, o mujer y hermano, de modo que solían saber qué pensaba el otro sin necesidad de preguntarlo.

El trayecto los llevó más allá del cementerio parroquial con su iglesia chata; pasaron por la casa señorial gris de piedra maciza, por el amasijo de cabañas de los campesinos, de cantos rodados por pulir y techumbres de paja, por el pozo y la pequeña posada de una sola estancia que delimitaba los confines de la aldea y daba paso a los grandes páramos verdes y grises donde lo único que sobrevivía eran las ovejas.

Owen seguía intentando grabar en su memoria el paisaje que le rodeaba. Con el tiempo, fijó en su mente los espacios donde crecían los sauces alrededor del arroyo y los nuevos hoyos que indicaban la presencia de madrigueras. Tres conejos jóvenes y rechonchos huyeron raudos al ver que se acercaban. Mentalmente, tomó nota de su paradero para más adelante y se permitió sentir un pequeño estremecimiento de alegría con solo pensar en cazar. No había vuelto a tumbarse al acecho del primer conejo que pasara desde que era niño y no había reparado en cuánto lo echaba de menos hasta que se le presentó una vez más la oportunidad.

Martha le habló por encima del hombro.

—Me parece que ya podríamos empezar a vender los diamantes poco a poco. Siempre podemos decir que son el legado de mi padre; así no levantaríamos sospechas.

—Mientras no despierte el interés de Walsingham, estaremos a salvo. No me gustaría tener que volver a huir, como aquella noche.

—No. —Martha tembló y se arrebujó en su chal—. Con solo un caballo, tendríamos todas las de perder.

El viaje había acabado con la vida de su padre. Edward Wainwright no se recuperó nunca del frío ni de los padecimientos de aquellos diez días que pasaron bajo las nieves de enero. Ninguno lo mencionaba, ni se hacían recriminaciones, pero era algo que estaba ahí, otra cosa que los separaba.

Fuera lo que fuese lo que el destino le hubiera deparado a Fernando, Owen no creía factible que aquel matrimonio llegara a ser algo más que un acuerdo al que se habían visto impulsados. No dejaba de pensar en la criatura que iba a nacer, a la que educaría como si fuera suya, con la esperanza de contarle algún día la historia de su verdadero padre.

El camino se volvió más empinado al subir hacia los páramos de Ingleborough. Eligieron otro río y recorrieron la orilla hasta la curva marcada y el vado que Owen

recordaba de su infancia. El árbol de espino que indicaba el lugar crecía inclinado, lleno de nudos, y no había ni tela ni lana blanca a la vista que diera algún indicio sobre la suerte de Fernando de Aguilar.

Owen observó cómo se desvanecía la sombra de una leve esperanza en el semblante de Martha; vio que apretaba los dientes y se sacudía de encima el peso de otro día de decepción. Él temía que algún día ese peso la partiera en dos y, para sus adentros, se lamentaba por su impotencia para cambiar la situación.

Le sonrió con cierta frialdad, y se preguntó si ella sentiría lo mismo por él. Era probable.

Ella apartó al caballo de los espinos.

—Tendríamos que dirigirnos hacia la cueva. He cogido velas, una madeja de lana y una antorcha de brea. ¿Necesitáis algo más?

—Tan solo valor —contestó Owen—, pues nunca he sido amante de la oscuridad. Sus palabras dieron con la espalda de Martha, que se alejaba. Espoleó al caballo

para que emprendiera un galope ligero y Owen tuvo que correr para atraparla. Al

final, por pura lástima, aminoró la marcha para esperarle y siguieron el camino juntos en el creciente alboroto matutino.

Al cabo de un rato, ella levantó la voz por encima de los gorgoritos de las alondras.

—Después de este día, no regresaremos jamás a este lugar. Podríamos viajar hacia el oeste, hacia la costa. Desde mis días en España siento debilidad por el aire del mar.

—Al oeste de aquí está Ulverston. Podríamos empezar comprando algunas tierras y cultivándolas. El aire del mar dificulta el cultivo, pero es precioso cuando despierta la mañana.

Solo hablaban para evitar el silencio, por lo que dejaron de hacerlo al cabo de poco. El paso de la yegua era seguro y Owen le dejó que eligiera por dónde subir la colina. Un águila ratonera surcaba perezosamente los cielos sobre sus cabezas. Un poco más allá, a su derecha, un puñado de cuervos surgidos de detrás de unas matas de retama alzaron el vuelo, formando una estela negra que giraba en lo alto.

—Un cordero muerto —dijo Owen sin pensar— o acaso una oveja... —Interrumpió sus palabras.

—... que ha muerto al dar a luz. —Martha terminó la frase por él—. Ya lo he visto. Pero ¿no es extraño que las aves carroñeras hayan dejado aquí semejante festín cuando estamos tan lejos?

—Parece ser que no estamos solos, incluso a estas horas, cuando la mañana aún no ha terminado de desperezarse.

Owen calmó al caballo y lo sujetó para que se detuviera. La piedra corazón azul desprendía calor y su presencia pesaba en su costado. Le llegó una sombra de aviso, nada certero, tan solo un consejo para que actuara con precaución y se mantuviera alerta.

—Es posible que se trate de un pastor, pero no deberíamos arriesgarnos. Tenéis que regresar. Si nos han tendido una emboscada, de nada nos servirá que nos atrapen a los dos a campo abierto.

—Si nos atrapan, prefiero que lo hagan a campo abierto que morir de noche en mi cama. O en la Torre de Londres, por deseo de Walsingham. —Martha tembló y él creyó que quizá volvía a tener náuseas, pues le había ocurrido al despertar—. Prometedme que, en caso de asalto y si creéis que se acerca el final, me daréis muerte sin pestañear antes de que sea demasiado tarde. —Ella advirtió su vacilación—. Fernando habría hecho esto por mí; me lo dijo el mismo día que...

Era una mujer honrada. Owen jamás había visto que mintiera. En contra de sus instintos, respondió:

—Os doy mi palabra de que si nos atacan haré todo cuanto esté en mi mano para encaminaros hacia la libertad. Si tal empresa fuera imposible, no permitiré que os lleven presa a Londres. A cambio, ahora, ¿me esperaréis aquí y dejaréis que siga mi camino?

Apretó los dientes con obstinación.

—Vos lleváis la piedra corazón, y por tanto corréis un mayor riesgo.

—Y hasta la fecha nunca me ha arrojado a ningún peligro. Os lo ruego, lleváis en vuestro vientre la semilla de Fernando y debéis protegerla. Al fin y al cabo, el caballo no podrá avanzar mucho más. A partir de aquí, debemos seguir a pie.

—En ese caso, iremos juntos. Fernando os encomendó mi protección igual que a mí la vuestra.

Había intentado varias veces discutir con ella en esos cuatro meses que llevaban de convivencia y la verdad era que ella casi nunca transigía. El cedió con toda la elegancia de la que pudo hacer acopio y la ayudó a apearse del caballo, al que ató el correaje de las patas delanteras para que no se alejara demasiado.

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