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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (40 page)

BOOK: La calle de los sueños
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Y cuanto más se apretaba el cinturón, más sentía la cólera de antaño. Y con la cólera, lentamente, se reencontró. Y con la cólera destiló un nuevo sentimiento. La envidia. Una devoradora envidia por la riqueza que pasaba a su lado, en todas las esquinas de las calles. Dejó de ver a los muertos de hambre como él, dejó de reparar en sus coinquilinos y en sus miserias cotidianas. Pasaba gran parte de su tiempo en Sunset Boulevard, fisgando en las mansiones o mirando los coches lujosos que corrían como balas, indiferentes a él y al resto de la humanidad, que no valía nada. Estuvo observando de cerca el Pierce-Arrow de veinticinco mil dólares que había pertenecido a Roscoe Fatty Arbuckle; el McFarlan color cobalto que había pertenecido a Wally Reid antes de que muriera en un manicomio; el Voison de turismo de Valentino, con el tapón del radiador en forma de cobra enrollada, el Kissel rojo de Clara Bow; el Pierce-Arrow amarillo canario y el Rolls Royce blanco —con chófer en librea— de Mae Murray; el Packard violeta de Olga Petrova; el Lancia de Gloria Swanson, forrado de piel de leopardo, que dejaba tras de sí una nube de Shalimar. Y entonces su viejo Ford le dio asco, tan feo, insignificante y ridículo era. Y allí, en Sunset, Bill comprendió que cada uno de aquellos ricos de mierda tenía algo que él habría querido. Y, día tras día, la envidia lo estuvo cegando hasta que se convenció de que todos, indistintamente, tenían algo más que él, no solo los ricos.

Y en ese momento se prometió, rabiosamente, que ganaría mucho dinero. Que se haría realmente rico, costara lo que costase. Y el método más rápido —cuando sus reservas en el American Saving ya estaban en las últimas— era trabajar en el cine.

Fue así como Bill se hizo esclavo del mismo sueño de todos los habitantes de Los Ángeles.

Cuando se presentó en una callejuela de Downtown, en respuesta a un anuncio que había leído en una revista de espectáculos, Bill rebosaba de esperanzas. El anuncio decía que se buscaban personas para el nuevo equipo que se estaba formando. El pabellón no se hallaba en la zona de los estudios, pero Bill sabía que en cualquier caso debía empezar por algo para llegar a cumplir su sueño de riqueza. Así que se presentó. Fue contratado como ayudante de maquinista. El salario era bajo pero le permitía comer y seguir pagando su apartamento en el Palermo Apartment House, lo cual era suficiente para comenzar. Cinco días a la semana.

—Vale —dijo Bill.

—Hasta mañana —dijo el jefe de equipo.

—¿También hacemos películas del Oeste? —preguntó Bill sonriendo.

—Rodamos una mañana —respondió el jefe de equipo.

—Adoro las películas del Oeste —dijo Bill mientras se marchaba.

La película del Oeste en la que Bill colaboró duraba doce minutos y fue rodada en un solo día. Una mujer atravesaba el desierto en carruaje. En realidad, el desierto no se veía nunca, la cámara encuadraba solo el interior del habitáculo, que dos personas remecían desde fuera, una de las cuales era Bill, con el fin de dar la impresión del movimiento. La mujer se subía la falda, se desabrochaba el corpiño, mostrando dos senos blancos y generosos, y se dejaba follar por un tipo que viajaba con ella. La escena duraba siete minutos, seducción incluida. Después el carruaje era atacado por los indios. Y la mujer, que había sobrevivido al ataque —que no se veía—, era follada por el jefe de la tribu, un actor rubio con una ridícula peluca azabache y la tez pintada de rojo. La escena duraba cinco minutos.

Cuando el director dijo que la jornada había concluido, la mujer que se había dejado follar por dos hombres delante de todos se vistió, se repasó el carmín de los labios y salió del pabellón, donde la esperaba un viejo en un Packard flamante.

—Nunca había visto este tipo de películas del Oeste —bromeó entonces Bill con un utillero que se tocaba la bragueta mirando fijamente a una actriz que se estaba probando los trajes para la película del día siguiente.

—Hay que ser rico para poder comprarse una película porno —contestó el tipo—. Y también para poder costearse a una de estas tiarronas.

Por la noche, de vuelta en casa, Bill tuvo que aceptar la idea de que la senda hacia Hollywood no iba a ser fácil. Sin embargo, en aquel nuevo trabajo había otra cosa que lo alteraba. Todos los hombres del equipo babeaban por las actrices. Bill, en cambio, despreciaba a aquellas zorras. Y también sentía que sus miradas lo intimidaban. Porque eran zorras ricas. Con pieles y joyas, aunque ordinarias, y se creían superiores a él. Y estaba seguro de que ninguno del equipo llegaría jamás a otra cosa que a hacerse una paja pensando en esas putas. Pues era preciso ser rico para que se fijaran en uno, para que te tomaran en cuenta como ser humano. Solo se trataban con el director y productor de la película, Arty Short. Y sin duda que Arty Short se las había follado a todas. Y se las follaba cuando quería.

Pero Bill no podía dejar el trabajo. Ya no tenía dinero. Ahora su supervivencia dependía de aquel trabajo, por asqueroso que fuese. Y eso lo hacía temblar de ira, aumentando el odio que sentía por aquellas actrices tan putas.

Mientras tragaba bilis, oyó la voz chillona de Bev Ciccone en el patio. Se acercó a la ventana y apartó un poco la cortina. Detrás de la viuda iba una muchacha de pelo moreno, tez muy clara, bien vestida, arrastrando con dificultad una pesada maleta de cartón. La muchacha tenía una mirada guasona, segura de sí misma. Como todas las muchachas que llegaban a Hollywood. Y aquella mirada se endurecería con el tiempo. Con las desilusiones. Se crearía una corteza, como una costra, que la muchacha tendría que interponer entre ella y el mundo, si quería sobrevivir.

«Otra actriz —pensó Bill—. Otra zorra.»

La muchacha vio que Bill estaba fisgando desde detrás de la cortina. Inmediatamente se enderezó, irguió el pecho y miró hacia otro lado, con aire distante. Bill, sin embargo, tuvo la impresión de que se había ruborizado.

—Este es —dijo la voz de Bev Ciccone, en el apartamento contiguo, cuyos tabiques eran tan finos que al otro lado se oía todo. Y se puso a hablarle de su difunto marido Tony Ciccone, del naranjal en el Valley, de los zumos de fruta y de los cazadores de dote que la perseguían como dueña del Palermo Apartment House—. Si deseas un espejo en el cuarto de baño, cariño, tendrás que pagarme cinco dólares por adelantado —dijo por último la viuda, segundo guión—. El inquilino anterior me lo rompió y se fue sin pagármelo. No puedo salir perdiendo. Te haces cargo, ¿verdad, cariño?

Bill, desde su salón, oyó que la muchacha aceptaba sin rechistar. Se llamaba Linda Merritt y —oh sorpresa— estaba convencida de que se convertiría en una estrella. Había abandonado la granja donde se había criado con sus padres y estaba segura de que encontraría pronto un papel en Hollywood. Bill se tiró en el sofá, desinteresado por la conversación entre la viuda Ciccone y su nueva vecina, hasta que oyó que la puerta del apartamento se cerraba y que las zapatillas de Bev crujían en la grava.

Entonces se levantó del sofá y pegó el oído al tabique medianero. Ni él mismo sabía por qué lo hacía. Tal vez porque había percibido algo en la mirada de la recién llegada. Como una debilidad. O quizá por su cabello oscuro y aquella tez tan clara, que en la penumbra de la tarde le habían recordado durante un instante a Ruth. Aunque ignoraba el motivo, inesperadamente sintió curiosidad. Oyó que dejaba la maleta sobre la mesa. Luego, que entraba en el cuarto de baño. Y poco después, el ruido de la cisterna. Y después un chirrido. Los muelles del sofá-cama en el salón. Y después nada, durante varios minutos. Como si Linda Merritt estuviese inmóvil. Y después, de repente —cuando Bill se disponía a sentarse de nuevo en el sofá—, un sollozo. Como llegado de la nada. Un único sollozo. Contenido. Quizá se había puesto la mano en la boca para ahogarlo, se dijo Bill.

Notó un cosquilleo por su cuerpo. «No eres una zorra», susurró Bill, con una especie de sonrisa. Se llevó una mano a la ingle y advirtió que estaba excitado. Al cabo de tres años de soledad, había encontrado una chica que le gustaba. Se durmió satisfecho y por la mañana, no bien oyó que Linda salía, para buscar trabajo, con una sonrisa falsa impresa en los labios finos y ligeramente pintados, fue a una ferretería, donde por un dólar con setenta compró un taladro con manivela. Regresó a casa e hizo un pequeño agujero entre el tabique que separaba su cuarto de baño del de Linda.

Por la noche, cuando la vio volver, pegó el oído al tabique del salón y en cuanto la oyó ir al cuarto de baño fue de puntillas hasta el agujero que había practicado en el tabique y la espió mientras se bajaba las bragas y se sentaba en la taza del retrete. Observó cómo se pasaba un trozo de papel higiénico entre las piernas y se subía las bragas. Eran blancas y gruesas. Como también eran blancas las medias, y blancos eran igualmente los ligueros. Luego Linda salió del cuarto de baño y regresó al salón. Y Bill asimismo regresó al salón y pegó el oído al tabique. Oyó ruidos que no conseguía descifrar. Ruidos de papel. O leía la revista de los anuncios o escribía una carta a sus padres, decidió. Luego la oyó trajinar en la cocina y por último comer. Hacia las nueve y media, Linda volvió al cuarto de baño y Bill la espió. La muchacha se desnudó completamente y empezó a asearse. Bill se palpó la ingle. Pero no había rastro de la excitación de la noche anterior. Le dio una patada al lavabo sobre el que estaba apoyado. Linda volvió la cabeza hacia el ruido. Tenía una mirada extraviada. Débil. Y algo cosquilleó entre las piernas de Bill. Sin embargo, tan pronto como la muchacha continuó aseándose, el cosquilleo desapareció.

Bill se echó en la cama, de un humor pésimo. Y se desentendió del chirrido que hizo el sofá-cama de Linda al ser abierto. Ya era muy tarde y no conseguía conciliar el sueño, cuando oyó un sollozo. Y luego otro, a poca distancia. Se levantó de la cama y pegó el oído al tabique. Y entonces, entre un sollozo y otro, oyó llorar a Linda. Quedamente. Los pantalones del pijama se le colmaron de placer.

Al día siguiente, una vez que Linda salió, con el taladro hizo un agujero entre los dos salones. Fue al trabajo, aguantó las miradas distraídas y despectivas de la zorra de turno que se dejaba follar delante de todos, y regresó corriendo al Palermo. Bill espió por los agujeros, vio que Linda había vuelto y que estaba comiendo. Luego también se preparó algo, con una especie de alegría en el cuerpo, y esperó a que sonara el chirrido del sofá-cama de Linda sin vigilarla, pero manteniéndose alerta.

En cuanto oyó el primer sollozo de Linda, pegó el ojo al agujero y fisgó en la oscuridad. Podía ver el perfil de la muchacha bajo las mantas, en posición fetal. Y los hombros, que apenas vibraban. Entonces Bill se llevó una mano al pijama y comenzó a tocarse lentamente, al sonido del llanto de Linda. Y cuando alcanzó el placer susurró su nombre, con los labios pegados al tabique que los dividía.

Y solo entonces, alimentado por la infelicidad de Linda, saboreó un poco de aquella felicidad que, tres años atrás, había soñado que podría encontrar con facilidad en California.

37

Los Ángeles, 1926

—Quiero hacer algo por tu horrible pelo. Ya no eres una niña, sino una mujer, recuérdalo —dijo aquella mañana su madre—. Te llevaré a mi peluquero.

—Sí, mamá —respondió Ruth, sentada frente a la ventana de su habitación, que daba a la piscina de la mansión en Holmby Hills.

—Quiero que estés perfecta —insistió la madre.

—Sí, mamá —respondió Ruth, mecánicamente, con voz monocorde, sin apartar la vista de las ocho estatuas de estilo neoclásico que bordeaban la piscina. Tres en cada uno de los lados largos y una en el centro de los más cortos y redondeados.

—Y esta noche procura sonreír —prosiguió su madre—. Sabes que es una velada importante para tu padre.

—Sí, mamá —repitió por tercera vez Ruth. Y se quedó inmóvil.

Entonces su madre la asió de un brazo.

—¿A qué esperas?

Ruth se levantó sin pronunciar palabra y salió de la habitación, bajó tras su madre las gradas de la amplia escalinata de la mansión, la siguió hasta la majestuosa entrada de mármol italiano y entró en el nuevo Hispano Suiza H6C, que había reemplazado el H6B que tenían en Nueva York. Una vez que llegó a la peluquería, se sentó en el sillón de una salita reservada y dejó que una joven oxigenada le pusiese una bata mientras su madre y Auguste —el peluquero con nombre francés— decidían qué hacer con su pelo.

Después Auguste miró a Ruth reflejada en el espejo.

—Esta noche vas a estar preciosa —le dijo.

Ruth no contestó.

Auguste, ligeramente irritado, se volvió hacia la madre.

—¿Qué color para las uñas, madame?

La señora Isaacson posó entonces sus ojos en el dedo amputado de Ruth.

—Llevará guantes —dijo gélida. Y luego salió.

Ruth se había quedado inmóvil, como si no se percatara de nada de lo que ocurría alrededor. Si le decían que levantara la cabeza, la levantaba; si le decían que se girara hacia un lado, lo hacía. Y cuando le preguntaban si el agua estaba muy fría, respondía no, cuando le preguntaban si estaba muy caliente, respondía no, de la misma manera distraída. Estaba allí pero no estaba allí. Y no le importaba nada. No los oía.

Porque Ruth, desde hacía casi tres años, conseguía no oír.

Era como si hubiese regresado a aquel tren que se la llevaba de Nueva York. Desde su llegada a Los Ángeles, había esperado que Christmas le escribiera. Había concentrado toda su atención, todos sus pensamientos, todas sus emociones sobre su pasada vida. Y había albergado la esperanza de que Christmas, el duende del Lower East Side al que había estado a punto de besar en su banco del Central Park, hubiese seguido siendo su presente y su futuro. Pero Christmas había desaparecido. Ruth le había escrito al 320 de Monroe Street en cuanto llegó al Beverly Hills Hotel. Ninguna respuesta. Le había escrito cuando se habían mudado a la mansión de Holmby Hills. Ninguna respuesta. Sin embargo, Ruth siguió esperando. Christmas jamás la traicionaría, se repetía. Cada día con menos convicción. Hasta que una mañana, al despertarse, guardó el horrible corazón pintado en el fondo de un cajón.

Y entonces, al cerrar aquel cajón, sintió como un leve crac en la cabeza. Un ruido imperceptible pero claro.

Aun así, siguió esperando. Ya sin esperanza. Y la pérdida de esperanza llenó su cabeza de pensamientos que la presencia de Christmas había espantado durante largo tiempo. Cuando se dio cuenta de que estaba esperando que Bill desapareciese de sus pesadillas, ya era demasiado tarde. Y cuando se dio cuenta de que estaba esperando que la herida que le había dejado la muerte del abuelo Saul cicatrizase, ya era demasiado tarde. En una fracción de segundo, la espera se convirtió en angustia. Y no tenía armas para defenderse de aquella angustia creciente. Había momentos en los que súbitamente se ponía a jadear, como después de una carrera, aun cuando estuviera sentada en su pupitre del exclusivo instituto donde estudiaba. O de pronto tenía los ojos desorbitados, aunque no estuviera sino mirando la pizarra en la que un profesor estaba escribiendo con tiza los puntos fundamentales de una lección. O bien era como si un atroz estallido le perforara los tímpanos, cuando solo se trataba de la voz de un compañero que la invitaba a una fiesta. Porque parecía como si el mundo entero hubiese adquirido colores, sabores, olores y sonidos que simplemente le resultaban demasiado violentos.

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