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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (9 page)

BOOK: La calle de los sueños
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Cuando terminaron de dar vueltas, Sal le dijo:

—Me has dejado sordo, idiota.

A Cetta le pareció que estaba muy pálido.

—Vámonos de aquí —dijo Sal y ya no volvió a dirigirle la palabra.

Tampoco le dijo nada cuando la vio tiritar durante el trayecto de vuelta ni la abrigó con su chaqueta. Ya en el coche, Sal condujo más allá de Manhattan, cruzó el East River, llegó a Brooklyn, a una calle llena de álamos blancos que crecían enclenques, en Bensonhurst. Había casas bajas, de dos o tres pisos. Todo era diferente al Lower East Side. Parecía un pueblo. Sal hizo bajar a Cetta del coche y, cogiéndola de un brazo, la hizo pasar a una de las casas. Subieron al segundo piso. Sal extrajo de su bolsillo unas llaves y abrió una puerta.

—Esta es mi casa —dijo.

La empujó a un sofá marrón, se quitó la chaqueta y la pistolera con la funda. Se remangó la camisa.

—Quítate las bragas —le dijo.

Cetta se despojó de las bragas y las soltó en el suelo. Luego alargó una mano y palpó el miembro de Sal.

—No —dijo Sal. Se arrodilló delante de ella, le abrió las piernas y le subió la falda. Luego hundió la cabeza en su mata de vello negro. La olió—. Especias —dijo sin apartar la cabeza, y la baja vibración de su voz le provocó a Cetta un raro cosquilleo—. Romero... y pimienta... —siguió diciendo en voz queda, moviendo en sentido circular su nariz aplastada a puñetazos.

Cetta notó que cerraba los ojos sin querer.

—Humedad silvestre... calentada por el sol... pero no seca...

Cetta no cerraba nunca los ojos cuando estaba con un cliente. Ni siquiera cuando lo hacía a oscuras y nadie podía verla. No sabía por qué. Sencillamente, no cerraba los ojos.

—Sí... romero y pimienta silvestre —dijo Sal estirando el vello con su nariz.

Pero en ese instante Cetta ya era incapaz de mantener los ojos abiertos. Y la voz cálida y profunda de Sal resonaba entre sus piernas, vibrando como en una gruta, y las vibraciones se irradiaban a su vientre, que se contraía. Y aquella voz penetrante le llegaba antes a su cuerpo que a sus oídos.

—Arbustos silvestres... —dijo Sal deslizando la nariz entre el vello negro hasta tocar con ella la carne—... en una tierra húmeda...

Cetta cerró los ojos aún con más fuerza y abrió la boca, pero sin hablar, conteniendo la respiración.

—Y en la tierra...

Cetta sintió que la nariz volvía a subir, que dejaba la carne que se estaba humedeciendo, como decía la voz de Sal.

—... en la tierra, la miel...

Y Cetta sintió que la lengua de Sal se deslizaba lentamente dentro de ella, como si estuviera rastreando esa miel cuyo flujo oía sorprendida en su vientre, y que buscaba una salida.

—Miel de castaño... —proseguía Sal, sin dejar de hablar en su cuerpo, haciéndola temblar—. Áspera y amarga... o dulce...

Cetta estaba sin aliento. La boca se le abría y cerraba, al ritmo del calor que, a vaharadas, le ardía en el vientre. Ahora estaba con los brazos abiertos. Y sus manos se abrían y cerraban en sincronía con la boca mientras oía —y sentía— la voz de Sal, que no dejaba de hablar y de vibrar en su interior, profundamente.

—Y en la miel... —La lengua de Sal entreabrió la carne y enseguida subió—... una yema tierna... blanda... azucarada... pasta de almendras...

—No... —dijo Cetta en voz baja, con un largo suspiro. Y no sabía por qué había dicho esa palabra que nunca había pronunciado mientras la violaban—. No... —repitió aún más bajo, para que Sal no la oyese—. No... —volvió a decir, experimentando una punzada que no conocía, que no hacía daño, que no producía desgarros sino solo una sensación de melaza, pegajosa, viscosa, que le brotaba de dentro.

—Una yema clara... —continuó Sal, enrollando la punta de la lengua y luego estirándola, como si le mostrara a Cetta lo que ignoraba que tenía, como si le enseñara lo que ignoraba que podía experimentar—. Una yema clara en una concha vacía... como una ostra, como la perla de la ostra... —Sal lanzó un breve suspiro de satisfacción y empujó con más fuerza la cabeza y la lengua entre las piernas de Cetta, aumentando el ritmo de sus besos—. Sí... eso es... eso es...

Los brazos de Cetta estrecharon la cabeza grande y fuerte de Sal, sus dedos se clavaron en su pelo engominado, la apretaron bien contra ella, con fuerza, casi hasta asfixiarlo, porque Cetta también se estaba asfixiando.

—Eso es... ya la noto. La sal... la sal en la miel... córrete, córrete, nena...

Cetta abrió los ojos cuando sintió que la sal, como decía la voz profunda de Sal, le brotaba incontenible, le contraía el vientre y le cortaba el aliento. Y mientras gemía, supo que solo si gritaba podría atenuar aquella punzada de la carne.

—¡Sal! —gritó, vencida.

Y Sal levantó la cabeza y la miró. Sonreía.

Cetta vio que tenía los dientes muy blancos. Rectos. Perfectos. Desentonaban con la fealdad de su rostro. Llena de gratitud, todavía estremecida por el vértigo que la gruesa lengua de Sal le había hecho sentir, se abalanzó sobre sus pantalones y empezó a desabrocharlos.

Sal le apartó las manos.

—Te he dicho que no —dijo con su voz profunda y brusca.

Cetta le miró los labios, que brillaban del placer que le había dado. Se echó de espaldas en el sofá, se subió la falda, abrió las piernas, cerró los ojos y dijo:

—Háblame otra vez, Sal.

11

Manhattan, 1910-1911

—¿Ahora somos novios? —preguntó Cetta, con los ojos radiantes de alegría.

Enfrente de ella, sentado en la cama, con un viejo sombrero de hombre demasiado grande, que le tapaba gran parte de la cara, estaba el pequeño Christmas.

—Claro, nena —dijo Cetta, bajando la voz para que se pareciera a la de Sal, al que Christmas interpretaba en su juego—. Y a partir de ahora ya no trabajarás de puta. Quiero que solo seas mía.

—¿En serio? —preguntó Cetta con su propia voz.

—Puedes apostarte el culo —respondió con el tono más bajo del que era capaz y agitando las manitas de Christmas, que había tiznado para que parecieran negras como las de Sal.

Christmas frunció los labios y luego rompió a llorar, justo en el instante en que Tonia y Vito entraban. Cetta le quitó enseguida el sombrero, lo cogió en brazos y se puso a hacerle carantoñas.

—¿Qué le has hecho en las manos? —le preguntó Tonia.

—Nada —respondió Cetta, risueña—. Las ha metido en las cenizas.

—Ah, allí está mi sombrero —exclamó Vito—. Esta mañana no lo encontraba.

—Estaba debajo de la cama —mintió Cetta.

—Hace un frío del carajo en la calle —dijo Vito mientras se encasquetaba el sombrero.

—Lávate la boca delante del niño. Qué bonita manera de hablar —rezongó Tonia—. Dámelo a mí —le dijo luego a Cetta. Cogió a Christmas en brazos, se sentó a la mesa, le introdujo las manos sucias en el barreño y empezó a limpiárselas—. Qué feo estás, pareces el tío Sal —le dijo al niño.

Cetta sonrió y se sonrojó. No creía en su juego, aunque le gustaba creérselo.

—Prepárate, Cetta, que Sal está a punto de llegar para recogerte —dijo Tonia mientras secaba las manos de Christmas, que ahora reía contento. Luego miró a su marido, que se había tumbado en la cama—. Y tú, quítate ese sombrero.

—Tengo frío.

—El sombrero en la cama trae la muerte —dijo Tonia.

—Lo tengo en la cabeza.

—Y la cabeza la tienes en la cama. Quítatelo.

El viejo farfulló unas palabras incomprensibles. Se levantó, fue a sentarse a la mesa, enfrente de su mujer, y, con un gesto desafiante, se caló más el sombrero.

Cetta reía mientras se cambiaba de traje.

Christmas también rió, mirando a su madre, luego se volvió hacia Vito y trató de quitarle el sombrero.

—Abuelo —dijo.

A Vito le salieron los colores a la cara; tenía los ojos arrasados en lágrimas.

—Anda, dámelo —le dijo a su mujer. Cogió a Christmas y lo montó sobre sus piernas, estrechándolo conmovido.

En la calle se oyó el claxon de un automóvil que tocaba con insistencia.

—Es Sal —dijo Cetta.

Pero ni Vito ni Tonia le prestaron atención. Tonia había estirado una mano sobre la mesa y había apretado la de su marido. Y los dos, con la mano que les quedaba libre, acariciaban el pelo fino y claro de Christmas.

Sal estaba de nuevo tocando el claxon cuando Cetta llegó corriendo a la acera. Subió al coche.

—Perdona —dijo.

Sal partió. En la calle, la gente, incluso en aquel gueto miserable, se estaba preparando para la Navidad, ya inminente. Los vendedores ambulantes habían variado sus mercancías, los escaparates habían desempolvado viejos adornos, chicos manchados de cola pegaban carteles que anunciaban fiestas baratas.

Cetta, siempre mirando al frente, estiró una mano y la apoyó en el muslo de Sal, que siguió conduciendo sin la menor reacción. Cetta sonrió. Luego desplazó la mano y la puso en el brazo. Por último, apoyó la cabeza en su hombro. Permaneció unos minutos en esa posición. Cuando estaban cerca del burdel, volvió a sentarse derecha en el asiento.

Una vez que pararon, Cetta, antes de apearse, se volvió hacia Sal. Pero este ya le daba la espalda, había abierto su puerta y estaba saliendo del coche. Lo siguió escalones arriba y luego por el interior del burdel. Las chicas los vieron entrar. Sal no las saludó, cogió a Cetta de un brazo y la arrastró a una habitación. La tiró sobre la cama, le subió la falda, le quitó las bragas y se inclinó entre sus piernas.

Fue rápido, sin palabras, sin preámbulos. Un placer que llegó sin anunciarse y que dejó a Cetta sin aliento. Intenso, casi brutal. Cuando Cetta aún gemía, Sal ya se había levantado, recogía las bragas y se las lanzaba.

—Llama a la Condesa —le dijo—. Tengo ganas de cambiar de sabor.

Cetta lo miró perpleja. No sabía qué hacer. Estrechaba en una mano las bragas. Seguía oyendo el eco de las contracciones en su vientre. Apretaba las piernas.

—No te metas ideas raras en la cabeza. No hay nada entre nosotros —dijo mientras iba a la puerta y la abría, invitándola a salir con un gesto de la cabeza—. Yo me tiro a todas las chicas de aquí.

Cetta se puso de pie con esfuerzo, humillada, y con las bragas en la mano se dispuso a abandonar la habitación.

—No te olvides de llamar a la Condesa —dijo Sal antes de que cerrara la puerta.

Cetta seguía mojada cuando se acostó con su primer cliente. Luego, muy despacio, se secó y todo volvió a ser como antes.

—Puedo ir sola al burdel —dijo Cetta cuando regresaban a casa, ya muy entrada la noche.

—No —contestó Sal.

A partir de aquel día Sal no la volvió a tocar. Iba a buscarla y la llevaba de regreso a casa, como siempre. Y, como siempre, hablaba lo menos posible. Pero no la probó más. Y Cetta ya no estiraba la mano para tocarlo en el coche, ni le apoyaba la cabeza en el hombro ni tiznaba las manos de Christmas para jugar a los novios. Y el día en que se acordó de aquel billete que había comprado y que guardaba en su bolsito de charol, lo quemó en la estufa de la cocina económica.

Dos días antes de Navidad le compró a un vendedor ambulante un collar de corales de imitación para Tonia y un sombrero de lana para Vito. Luego fue a una tienda para niños, en la esquina entre la calle Cincuenta y siete y Park Avenue, y se quedó largo rato mirando el escaparate. Todo tenía precios desorbitados. Era una tienda para gente rica. Veía salir mujeres elegantes cargadas de paquetes enormes. Y en eso que, a los pies de una cuna que costaba tanto como un año de alquiler de un piso en el Lower East Side, descubrió dos calcetines de lana con los colores de la bandera americana, con las barras y estrellas. Comprobó en su bolsito que tenía suficiente dinero y entró.

Era la primera vez que pisaba una tienda para ricos. Olía a un perfume maravilloso.

—Lo lamento, pero no nos quedan plazas —le dijo un hombre de unos cincuenta años, con un traje oscuro y una gruesa cadena de oro que le cruzaba el chaleco.

—¿Cómo? —preguntó Cetta.

—No necesitamos dependientas —respondió el hombre atusándose el bigote.

Cetta se sonrojó, hizo ademán de marcharse pero enseguida se detuvo.

—Quería comprar un regalo —dijo—. Soy una clienta.

El hombre enarcó una ceja y la miró de hito en hito. Luego hizo un gesto altivo a un dependiente y se fue sin dirigirle la palabra.

Cuando el dependiente le mostró los calcetines, Cetta se quedó palpándolos largo rato. Jamás había tocado nada tan suave.

—Envuélvalos bien —le dijo al dependiente—. Póngales un lazo grande —dijo y a continuación sacó el dinero, orgullosa.

Antes de marcharse vio al dueño de la tienda, que en ese instante le enseñaba obsequiosamente una manta bordada a mano a una dama elegante, y se les acercó.

El hombre y la dama advirtieron su presencia y se volvieron para mirarla.

—Ya tengo un trabajo —dijo Cetta, sonriendo educadamente—. Soy puta. —Luego salió con su paquete en la mano.

Al llegar a casa, encontró nerviosa a Tonia.

—Siempre hemos tenido solamente tres sillas —le dijo la vieja—. Pero resulta que este año somos cuatro.

—¿Este año? —dijo Cetta, que no entendía a qué se refería.

—Cada año viene Sal a pasar la Nochebuena con nosotros —intervino Vito—. Por eso tenemos tres sillas. Dos para nosotros y una para Sal en Navidad.

—Y la señora Santacroce no nos puede prestar una silla —concluyó Tonia.

—Yo resolveré el problema. No os preocupéis —les dijo a los dos viejos. Luego escondió los calcetines americanos debajo del colchón, junto con los otros dos regalos, y salió.

Cuando empezó a recorrer las calles del barrio, Cetta no acertaba a comprender por qué los dos viejos estaban tan nerviosos. Pero al momento dejó de buscar una respuesta, los nervios se estaban apoderando de ella. La idea de cenar con Sal le hacía temblar las piernas. Además, no le había comprado ningún regalo. ¿Le habría comprado él algo? Durante unos instantes, Cetta acarició la imagen de Sal entregándole con sus modales bruscos un estuche de piel que contenía un anillo de compromiso. Pero no tardó en ahuyentar esa tonta ocurrencia. Miró dentro de su bolsito. Todavía le quedaba un poco de dinero. Le hubiera gustado ahorrarlo, pero casualmente pasó delante de una chamarilería y vio una horrible silla con brazos y respaldo alto, como un trono, y entonces, imaginándose a Sal sentado en ella, empezó a reír. «Aquí está tu regalo», se dijo contenta y entró en la pequeña tienda. Regateó tenazmente y al final, por un dólar y medio, compró la silla de rey, dos candelabros de vidrio —con la base desportillada—, con sus correspondientes velas, y un mantel usado con el borde de macramé. Y regresó a casa con todas sus compras a cuestas.

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