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Authors: Luca Di Fulvio

La calle de los sueños (7 page)

BOOK: La calle de los sueños
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—... que a lo mejor piensan...

—¡Lo sé! —gritó Christmas.

Ruth gimió.

—Perdona —le dijo Christmas a la chica, con dulzura y confianza, como si la conociese desde siempre—. Apártale el pelo de la cara —le pidió luego a Santo—. Pero con cuidado.

Por fin siguió andando. Las aceras estaban atestadas de infelices que iban al trabajo, de jóvenes gamberros que ya estaban vagueando, de ambulantes que intentaban vender sus baratijas, de chiquillos sucios que voceaban los titulares de la edición matutina de los periódicos. Se volvían para mirar a aquel extraño trío, llevados por su curiosidad innata y con la distancia que les dictaba su experiencia. Les echaban un vistazo rápido y enseguida apartaban la mirada.

Christmas sintió que los brazos se le agarrotaban. Transpiraba. En su rostro, la mueca del cansancio. Labios tensos y abiertos, dientes apretados, cejas arrugadas y la mirada fija, concentrada en su meta, que ya veía.

—Déjala en los escalones y luego huimos —dijo Santo.

—Sí, sí...

Cuando llegó al primer escalón, Christmas estaba seguro de que la iba a soltar allí. Ya no le quedaban fuerzas en los brazos.

—Hemos llegado, Ruth —le dijo en voz baja, acercando su cara a la de la chica y pronunciando con una emoción especial ese nombre, que para él significaba más que cualquier otra cosa.

Ruth apenas sonrió. Y trató de abrir los ojos.

A Christmas le pareció que eran verdes como dos esmeraldas, entre toda aquella sangre apelmazada. Y le pareció que veía dentro de ellos algo que nadie más hubiera podido ver.

—Déjala allí y larguémonos —insistió Santo, con voz inquieta.

Pero Christmas no lo oía. Tenía sus ojos fijos en la chica que lo estaba mirando y que intentaba sonreír. La chica de ojos color verde esmeralda.

—Me llamo Christmas —se presentó y dejó que Ruth mirase dentro de sus ojos negros. Porque a ella podía mostrarle lo que jamás dejaría ver a nadie.

Ruth apenas abrió la boca, como si quisiera hablar, pero no dijo nada. Movió la mano, la sacó de la manta y la apoyó en el pecho del muchacho.

Christmas sintió el espacio vacío del dedo amputado. Los ojos se le llenaron de nuevo de lágrimas. Pero sonrió.

—Hemos llegado, Ruth.

—¡Déjala y huyamos, coño!

—¿Por qué tenéis que huir? —preguntó una voz detrás de ellos.

El policía se llevó el silbato a los labios y lo hizo sonar con fuerza, al tiempo que asía a Santo de un brazo.

Christmas subió los últimos escalones mientras dos enfermeros salían del hospital. Los enfermeros trataron de coger a la chica, pero Christmas parecía defenderla de una agresión. De pronto parecía enloquecido, como si toda la tensión que había acumulado le estallase de forma incontrolable en la garganta.

—¡No! —gritaba—. ¡Yo la llevo! ¡Llamad a un médico!

Los enfermeros lo inmovilizaron. Otros dos enfermeros salieron corriendo y cogieron a la chica en brazos. Un tercero apareció en la puerta del hospital con una camilla, donde la echaron y enseguida entraron en el hospital.

—¡Se llama Ruth! —gritó Christmas intentando seguirla, pero se lo impidieron—. ¡Ruth!

—¿Ruth qué? —inquirió el policía, con una libreta en la mano.

—Ruth... —repitió Christmas volviéndose. La rabia de antes lo había abandonado de golpe, como de golpe había estallado, y ahora se sentía vacío. Y extenuado. Vio que introducían a Santo en un coche patrulla.

—¿Qué le habéis hecho? —preguntó el policía.

Christmas miró el hospital, sin hablar, mientras el policía lo arrastraba hacia el coche patrulla.

—No hemos hecho nada —dijo Santo lloriqueando.

—Nos lo contaréis en la comisaría —zanjó el policía, cerrando la puerta. Luego dio una palmada en el techo del coche y el conductor emprendió la marcha.

Christmas seguía mirando hacia el hospital mientras el automóvil se alejaba.

Los metieron en una celda, a la espera de que los interrogaran. Era un día de poca aglomeración, bromeó uno de los celadores. En la celda había dos negros. Uno de ellos tenía una profunda cicatriz en una mejilla. Agazapado en un rincón, con la mirada pasmada y fija en el vacío, había un tipo rubio de unos treinta años, del que emanaba un olor a amoníaco y murmuraba palabras incomprensibles en una lengua incomprensible. Y además había un chico que podía tener un par de años más que Christmas, esquelético, con manos de pianista, excesivamente tersas, y grandes ojeras. Daba la impresión de ser una persona despierta y experimentada.

El muchacho le señaló a Christmas al treintañero que había en el rincón y dijo:

—Polaco. Ha matado a su mujer. Y hace cinco minutos se ha meado encima. —Luego se encogió de hombros y se rió.

—Y tú, ¿por qué estás aquí? —le preguntó Christmas.

—Birlo carteras —respondió el muchacho, orgulloso—. ¿Y vosotros?

—¡Por nada! —gritó Santo, asustado—. ¡No hemos hecho nada!

El muchacho sonrió.

—Hemos salvado a una chica de una banda enemiga —dijo Christmas.

—¿Y quién os mandó hacer eso? —preguntó el muchacho y volvió a sonreír—. Fijaos dónde habéis acabado.

—Si alguien le hace daño a una mujer, le corto el pito con mis manos y luego lo degüello. Estas son las reglas de mi banda —sentenció Christmas avanzando un paso hacia el muchacho—. Y aunque me mataran, vendría del más allá para hacer de su vida una pesadilla infinita. Los que se meten con las mujeres son unos cobardes. Por eso me da igual estar aquí. Yo no tengo miedo.

El muchacho lo miró en silencio. Christmas no bajó la mirada y luego, con ademán casi indiferente, se pasó una mano por la camisa ensangrentada.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el muchacho, no sin cierto respeto.

—Christmas. Y él es Santo.

—Yo soy Joey.

Christmas hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sin pronunciar palabra, como si de esa manera hubiera dicho algo, como si se hubiera dignado a dar su aprobación.

—¿Y cómo se llama tu banda? —preguntó el muchacho.

Christmas se metió las manos en los bolsillos, con gesto arrogante. En su bolsillo derecho tocó un clavo grande que había encontrado en la calle esa mañana y que había recogido para fijar mejor el cordel de los paños en la cocina.

—¿Sabes leer? —le preguntó a Joey.

—Sí —respondió el muchacho.

Entonces Christmas se volvió hacia Santo, le entregó el clavo y, señalando la pared de la celda, que estaba llena de inscripciones, le ordenó con voz de jefe:

—Escribe el nombre de nuestra banda. Que se acuerden de quiénes somos. Pero escríbelo con letras bien grandes.

Santo cogió el clavo y grabó con fuerza en la pared. Las letras resaltaban blancas sobre la pintura marrón.

—Di... am... ond... Do... gs... —silabeó con esfuerzo Joey, y luego repitió—: Diamond Dogs. —Miró a Christmas—. Qué fuerte... —dijo.

10

Manhattan, Coney Island, Bensonhurst, 1910

Dos cosas de aquel nuevo mundo chocaban a Cetta de modo especial: la gente y el mar. Las calles de la ciudad, sobre todo en los distritos bajos, estaban constantemente plagadas de gente. Cetta nunca había visto tantas personas juntas. En un par de edificios de viviendas podrían haberse alojado todos los habitantes de su pueblo de origen. Y solamente allí, en el East Side, había cientos de edificios. La gente vivía apiñada en las casas, en las habitaciones, en la calle. Era imposible no tocarse, no oír las conversaciones, no percibir los olores de los cuerpos. Cetta no sabía que existían tantas razas ni tantos idiomas. No sabía que pudiera haber hombres y mujeres tan bajos y tan altos. Tantos colores de ojos y de pelo. Ni personas tan fuertes y tan débiles, tan ingenuas y tan listas, tan ricas y tan pobres, todas juntas. Como en la Babel de la que hablaba el cura en la misa de su pueblo. Y Cetta tenía miedo de que igual que aquella Babel, esta también se derrumbase algún día. Precisamente ahora que ella había llegado. Tenía miedo de que la gente, toda junta, enloqueciese, y de que empezase a gritar palabras incomprensibles. Precisamente ahora que ella había aprendido aquel idioma difícil y fascinante, suave, rotundo. El único idioma que iba a conocer su hijo americano.

«No debéis hablarle a Christmas en italiano», les había dicho a Tonia y Vito Fraina. Y ella misma no hablaba en su viejo idioma con los dos viejos que se parecían cada vez más a una familia. Para Cetta, el mundo del otro lado del mar no existía. Lo había borrado con un simple acto de voluntad. Con un pensamiento. Ya no existía el pasado. Ahora existía solo aquella ciudad. Aquel nuevo mundo. Esa iba a ser la patria de Christmas.

Había días en que las calles la asustaban. En cambio, había otros en que Cetta deambulaba sin rumbo, con la boca abierta, observando cómo los coches tocaban la bocina a los carros tirados por caballos, reflejándose en los escaparates de golosinas o de trajes, levantando la nariz hacia el cielo, oscurecido por las vías del ferrocarril elevado o atravesado de rascacielos, mirando asombrada los machones y los arcos y los tirantes de acero del puente de Manhattan recién terminado, que surgían del agua y, unidos entre ellos, permanecían milagrosamente suspendidos sobre el East River. O tenía la sensación de que se asfixiaba en los callejones estrechos, oscuros y abarrotados de basura y de gente que apestaba a basura. O se sentía embriagada en las avenidas donde las mujeres olían a flores exóticas y los hombres a puros cubanos. Pero allí adonde fuese, había gente. Tanta que era innumerable. Tanta que resultaba difícil cruzarse dos veces con la misma persona, aunque viviese en su edificio. Tanta que aquella ciudad no tenía horizonte.

Y tal vez por ese motivo, después de tanto deambular y explorar, con Christmas en brazos —porque su hijo debía acostumbrarse enseguida a su mundo—, para Cetta constituyó una especie de sorpresa descubrir el mar. Seguramente sabía que era una isla, seguramente sabía que había mar, seguramente lo sabía bien, pues había llegado del mar. Sin embargo, aquella ciudad hacía olvidar el mar. Quizá debido al estruendo, quizá porque había cemento por doquier. Quizá porque hasta el mar parecía una insignificancia en comparación con aquel extraordinario hormiguero.

Un instante antes había estado rodeada de bloques de viviendas, un instante después tenía una vista más amplia y se encontraba en Battery Park, con sus parterres ordenados. Y más allá veía el mar. Desde allí siguió a un gentío vociferante y vio el puerto de embarque de los ferrys. Y marineros, niños y mujeres comprando billetes. Y al otro lado —decían los carteles publicitarios—, al otro lado del mar, al otro lado de aquel infinito mundo de casas en que se estaba convirtiendo Brooklyn, estaba la isla de las diversiones. Cetta se puso a hacer cola en la taquilla para Coney Island sin saber siquiera por qué. Compró un billete y, arrastrada por la multitud, como una hoja es arrastrada por la corriente, se asomó al muelle, en el instante en que un enorme ferry atracaba ruidosamente. Entonces, mientras la gente empujaba para entrar en el vientre de la ballena de hierro, Cetta tuvo miedo de no saber encontrar el camino de vuelta —a la casa sin ventanas y al burdel donde vendía su cuerpo a desconocidos— y se arrimó a un lado, con el billete de las diversiones en la mano. Y allí, arrimada a un lado, vio cómo los cabos caían de nuevo al agua y oyó cómo rugían los motores, levantando una espuma tan clara como turbia. Y, a la vez que el ferry se alejaba, otro llegaba. Y los dos monstruos de metal se cruzaban sonidos, gritando con sus sirenas, se saludaban, rozándose. Y una nueva multitud vociferante se agolpaba en el muelle. Cetta volvió a mirar durante un instante aquel mar que no era azul ni verde, sino que tenía el color oscuro del petróleo, que no parecía mar, y huyó tan asustada como excitada, estrechando con fuerza a Christmas y el billete para Coney Island.

Pero durante una semana regresó cada mañana a mirar el mar. Como si quisiera recordar que existía. Se sentaba sola en un banco de Battery Park y miraba los ferrys que iban y volvían, siempre repletos de gente. Pensando que algún día ella también tendría el valor de alejarse de casa, segura de encontrar el camino de vuelta. Permanecía sentada en el banco, meciendo a Christmas sobre una de sus piernas y apretando en la mano ese billete para Coney Island que había comprado con su dinero de prostituta. Miraba a las gaviotas en el cielo y se preguntaba si sabrían llegar a la cumbre de los rascacielos. Y se preguntaba qué verían. Y qué pensarían de aquel zoológico humano que bullía debajo de ellas.

A la semana siguiente estaba en el coche con Sal, de camino hacia el burdel situado en la calle Veinticinco, entre la Sexta y la Séptima avenidas.

—¿Has estado en Coney Island?

—Sí. —Escueta, como siempre.

Cetta se quedó un rato mirando al frente. Siempre la sorprendía el repentino cambio del paisaje de la ciudad, como si hubiese una frontera invisible. Las calles asfixiantes atestadas de pordioseros, las tenduchas con toldos raídos y descoloridos, así como los escaparates polvorientos y el barro en las calles, desaparecían de pronto y todo se volvía más luminoso. Los transeúntes tenían trajes grises y camisas blancas con cuellos almidonados, corbatas, sombreros no deformados, puros más largos, pipas, el periódico doblado dos veces para leer la columna deportiva. Los coches de caballos cedían el paso a los automóviles. Los escaparates de las tiendas perdían el polvo, los toldos eran de colores, a rayas, con rótulos llamativos. Cetta no hubiera sabido decir en qué punto exacto la ciudad decidía cambiar. Solo sabía que en un momento dado se sentía atraída por un centelleo a su derecha, mientras avanzaban hacia el norte. E instintivamente se volvía y veía el letrero: «Fisher & Sons - Bronze Powders». La luz se reflejaba sobre el muestrario de objetos metálicos a los que estaban sacando brillo. Un centelleo de oro. Y cuando volvía a mirar al frente, por el parabrisas del coche de Sal, veía que la ciudad había cambiado.

—¿Es divertido? —preguntó Cetta sonriendo.

—¿Qué?

—Coney Island —repitió mientras se llevaba la mano instintivamente a su bolsito, el primero que había tenido nunca, de charol negro, donde guardaba el billete para el ferry.

—Depende de los gustos —respondió Sal con su voz profunda y tajante.

Y de nuevo se hizo el silencio. Cetta alzó la mirada a las vías del ferrocarril elevado. Durante un instante, el rechinar del tren tapó el ruido de los coches y acalló a los chiquillos que voceaban los titulares de las portadas de los periódicos. Y aquella vibración removió algo en Cetta, como un mínimo toque es suficiente para que caiga al suelo un vaso que está en vilo al borde de una mesa.

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