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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La canción de la espada (40 page)

BOOK: La canción de la espada
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—Rezaré de todos modos —aseveró el padre Willibald muy digno.

Weland estiraba sus poderosos brazos y doblaba sus dedazos. Dio unas cuantas patadas contra el suelo y adoptó la pose de un luchador, aunque dudaba de que su modo de pelear se ajustase a las estrictas reglas de la lucha libre.

—Recurre en demasía a la pierna derecha —le dije a Steapa, en voz baja—, señal de que ha sufrido alguna herida en la izquierda.

Podía haberme ahorrado el comentario, porque Steapa ya no me escuchaba. Con ojos entrecerrados y coléricos, su rostro, siempre tenso, se asemejaba a una rígida máscara de furia concentrada, como si estuviera loco. Recordé la vez en que había peleado con él, un día antes de la festividad de Yule, cuando los daneses de Guthrum atacaron Cippanhamm de forma inesperada. Steapa mantuvo la calma. Tal fue la impresión que me llevé en aquel ya lejano día invernal: era un artesano que, fiándose de sus herramientas y de su destreza, cumple con su cometido. Pero no era ése el aspecto que mostraba en aquellos momentos, en que parecía dominado por una rabia interior, no sé si porque tenía que habérselas con un detestable pagano o porque, en Cippanhamm, me había infravalorado. Qué más daba.

—Recordad —traté de decirle—, el herrero Wayland era la hoja.

—¡Adelante! —gritó Sigefrid a mis espaldas.

—¡Por Dios y por Jesús, por el infierno y por Cristo! —rugió Steapa, quedándose quieto tras la orden de Sigefrid y haciéndome dudar de que la hubiera oído. Pero estaba haciendo acopio de todas sus fuerzas, como el arquero que tensa la cuerda de su arco una pulgada más para que la flecha cumpla su mortal cometido. Steapa lanzó un aullido como un animal y se lanzó contra su adversario. Weland cargó a su vez, y ambos se arremetieron como dos ciervos en época de celo.

Los daneses y los normandos se agolpaban en círculo, alrededor de un espacio delimitado por las espadas de los guardias de Sigefrid, y bramaron en el momento en que aquellos dos hombres, como dos bestias, se encontraron. Steapa había agachado la cabeza, con la esperanza de darle un testarazo a Weland en plena cara pero, en el último momento, éste se apartó, los cuerpos de los dos entrechocaron, y se produjo un momento de confusión mientras ambos trataban de enganchar al contrario. Steapa tenía atrapado a Weland por los calzones, mientras éste le tiraba de los pelos, y los dos recurrían a la mano que les quedaba libre para darse puñetazos. Steapa trató de morder a Weland; Weland le dio un cabezazo; Steapa trató de atraparlo por la entrepierna pero, en un movimiento a la desesperada, Weland le propinó un rodillazo entre los muslos.

—Señor Jesús —musitó Willibald detrás de mí.

Weland consiguió deshacerse de la mano de Steapa y le golpeó en la cara con todas sus fuerzas; el ruido que hizo el puño al encontrar a su adversario sonó como el hachazo sanguinolento del carnicero al cortar la carne. Aunque la sangre le fluía a borbotones por la nariz, a Steapa no parecía importarle. Lanzó unos cuantos golpes contra las costillas y a la cabeza de Weland y, de repente, estiró los dedos y los dirigió contra los ojos del danés con todas sus fuerzas. Weland se las apañó para que no le vaciase las cuencas y descargó un letal puñetazo contra la garganta del sajón, que se fue dando tumbos hacia atrás, incapaz de respirar.

—Dios mío, Dios mío —susurró Willibald, sin dejar de santiguarse.

Weland arremetió de inmediato, dándole golpes a Steapa en la cabeza con los pesados brazaletes que lucía en el brazo, rastrillando el cuero cabelludo del sajón. Más sangre. Steapa vacilaba, renqueaba, jadeaba, boqueaba; de repente, se dejó caer de rodillas y la multitud lanzó un grito de protesta. Weland descargó un puñetazo con todas sus fuerzas pero, antes de que lo alcanzase, Steapa se lanzó hacia delante y se hizo con el tobillo del danés, que trató de rechazarlo pataleando y retorciéndose, hasta que acabó por caer al suelo como un roble talado. Fue a estrellarse contra la hierba, mientras Steapa, bufando y cubierto de sangre, se dejaba caer sobre su enemigo y comenzaba a golpearlo de nuevo.

—Acabarán por matarse el uno al otro —dijo el padre Willibald con voz horrorizada.

—Sigefrid no permitirá que muera su campeón —le repliqué, aunque no estaba muy seguro de lo que acababa de decir. Me volví para mirar a Sigefrid, y caí en la cuenta de que me estaba observando. Me dedicó una taimada sonrisa, y clavó la vista en los contendientes. Eso es lo que quería que viese, pensé: que fuera cual fuese el resultado final del combate, en nada cambiaría el curso de las negociaciones, salvo en lo referente a la vida del padre Willibald, que dependía de tan salvaje espectáculo. No era más que un juego.

Weland se zafó de Steapa, y los dos se quedaron juntos, tumbados en la hierba. Intercambiaron unas cuantas embestidas que no alcanzaron al contrincante y, como si se hubieran puesto de acuerdo, se separaron rodando por el suelo y se pusieron en pie de nuevo. Hubo un respiro mientras los dos recuperaban el aliento, antes de arremeter uno contra otro por segunda vez. La cara de Steapa era una masa sanguinolenta. Weland sangraba por el labio inferior y el oído izquierdo, tenía un ojo casi cerrado y las costillas molidas, durante un instante, los dos lucharon a brazo partido, tratando de hacerse con el contrario, moviéndose de un lado a otro y resollando. Weland consiguió atrapar a Steapa por los calzones, alzó al enorme sajón, lo zarandeó a la altura de sus caderas y lo estrelló contra el suelo. Weland alzó el pie para estampárselo en la entrepierna, pero Steapa se lo cogió al vuelo y se echó a un lado.

Weland emitió un gemido, un ruido que sonaba raro y chocante en un hombre de tales dimensiones ante una artimaña tan trivial, después del castigo que había soportado. Steapa había recordado, por fin, que Wayland el Herrero, había sido traspasado por el rey Nidung y, al retorcerle el pie al danés, había hurgado en una vieja herida. Weland trató de zafarse de él, pero perdió el equilibrio y cayó de nuevo al suelo. Jadeante y escupiendo sangre, Steapa se abalanzó sobre él y comenzó a darle puñetazos de nuevo. Descargaba los golpes a ciegas, lo mismo en los brazos que en el pecho o en la cabeza de su adversario. Para defenderse, Weland trataba de sacarle los ojos, pero el sajón mordió la mano que lo atacaba y pude oír con claridad el crujido del dedo meñique del gigante. Weland se retorció, Steapa soltó el dedo y echó las manos al cuello del danés. Comenzó a apretárselo y, al faltarle el aire, Weland comenzó a agitarse y sacudirse como una trucha fuera del agua.

—¡Basta! —gritó Erik.

Nadie se movió. Weland abría los ojos, mientras Steapa, cegado por la sangre y con los dientes apretados, no aflojaba las manos del cuello del danés. Steapa lanzaba una especie de maullidos, seguidos de gruñidos, mientras apretaba los dedos contra la garganta de su oponente.

—¡Basta! —bramó Sigefrid.

La sangre de Steapa caía sobre el rostro de Weland mientras el sajón lo estrangulaba. Por su forma de gruñir, sabía que no se detendría hasta que aquel hombre tan enorme estuviera muerto, así que aparté una de las espadas que mantenían a los espectadores fuera del palenque.

—¡Basta! —le grité a Steapa y, como no me hiciera caso empuñé a
Aguijón-de-avispa
y deslicé con fuerza la parte lisa de su corta hoja contra su cráneo ensangrentado—. ¡Basta! —repetí.

Me soltó un gruñido y, por un momento, pensé que se disponía a arremeter contra mí. Con los ojos entrecerrados, recuperó el sentido, soltó el cuello de Weland y se me quedó mirando.

—¡He ganado! —dijo con furia—. ¡Decidme que he ganado!

—Así es —contesté.

Steapa se puso en pie. Vacilante, con las piernas separadas, se llevó los brazos al pecho y los alzó al aire cálido.

—¡He ganado! —gritó.

Weland no dejaba de resollar. Intentó ponerse en pie, pero cayó de espaldas. Me volví a Sigefrid y le dije:

—El sajón ha ganado; el cura seguirá con vida.

—Así será —fue Erik quien habló. Haesten seguía sonriendo, Sigefrid parecía más animado; Weland emitía unos ruidos estridentes tratando de recobrar la respiración.

—Decidme cuál es vuestra oferta a cambio de la puta de Alfredo —exigió Sigefrid.

Así dio comienzo el regateo.

C
APÍTULO
X

Cuatro hombres se las vieron y se las desearon para trasladar el cuerpo de Sigefrid desde el estrado de las carretas y depositarlo en el suelo sin percance. Me miró con resentimiento, como si yo tuviese la culpa de que fuese un tullido. En cierto sentido, no le faltaba razón. Los cuatro hombres llevaron el sillón al interior de la cabaña, y Haesten, que ni me había dirigido el saludo y se había limitado a esbozar una sonrisa para darse por enterado de mi presencia, me indicó con un ademán que fuéramos tras ellos.

—Alguien tendrá que ocuparse de Steapa —le dije.

—Una mujer le limpiará la sangre —repuso Haesten, restándole importancia, antes de romper a reír—: ¿Así que descubristeis que Björn era una triquiñuela?

—Bastante lograda —farfullé entre dientes.

—Está muerto —comentó Haesten, con tanto dolor como si hablase de la desaparición de un perro—. Un par de semanas después de que vos lo vierais, contrajo unas fiebres y ahora ese cabrón ya no es capaz de salir de su propia tumba.

Haesten llevaba una cadena de oro, una ristra de gruesos eslabones que le colgaban sobre el pecho. Le recordé de muchacho, cuando era poco más que un niño al que yo había rescatado. Pero, en aquel momento, tenía ante mí al Haesten adulto, y he de decir que no me gustó lo que vi. Su mirada aún parecía amigable, pero el trasfondo de los ojos revelaba un espíritu dispuesto a revolverse como una serpiente. Me tomó del brazo con familiaridad.

—¿Os habéis hecho a la idea de que esa regia puta sajona os va a costar un montón de plata?

—Siempre y cuando Alfredo decida que quiere tenerla a su lado —respondí con un punto de altivez—, supongo que, algo tendrá que pagar por su rescate.

—De no ser así —repuso Haesten, con una risotada—, la exhibiremos por toda Britania y por Frankia, la llevaremos a nuestro país, y la mostraremos desnuda y atada a unas parihuelas con las piernas abiertas para que todo el mundo pueda acercarse y contemplar a la hija del rey de Wessex. ¿Ése el destino que queréis para ella, lord Uhtred?

—¿Pretendéis que me convierta en enemigo vuestro,
jarl
Haesten?

—Creo que ya lo somos —contestó Haesten, diciendo la verdad por una vez, aunque sin dejar de sonreír como si tratase de aparentar que no hablaba en serio—. ¿No creéis que la gente pagaría buena plata por ver a la hija del rey de Wessex? Los hombres pagarían en oro por gozar con ella —añadió, a carcajadas—. Me imagino que vuestro Alfredo tratará de evitar semejante humillación.

Estaba en lo cierto, como es de suponer, pero fingí que no le había escuchado.

—¿Ha recibido algún trato ofensivo? —pregunté.

—¡Erik no nos permite ni acercarnos a ella! —comentó con guasa—. Nadie la ha tocado. Cuando uno va a vender una cerda, no la echa a perder azotándola con una rama de acebo.

—Tenéis razón —repuse. Golpear a una cerda con una rama de acebo causa unas heridas tan profundas al animal que su carne tan compacta nunca podría salarse en óptimas condiciones. El séquito de Haesten nos esperaba cerca de allí. Entre ellos, reconocí a Eilaf
el Rojo
, el hombre que había prestado su cabaña para el espectáculo de Björn. Al verme, inclinó levemente la cabeza, pero preferí no darme por enterado de aquel gesto de cortesía.

—Pasemos dentro —dijo Haesten, señalando al interior de la cabaña de Sigefrid—, y sepamos cuánto oro podemos esquilmar a Wessex.

—Antes he de ir a ver cómo se encuentra Steapa —expliqué, para comprobar que unas esclavas sajonas le aplicaban un ungüento de lanolina en los cortes y heridas. Al ver que no precisaba de mi atención, seguí a Haesten al interior de la cabaña.

En torno al hogar, situado en el centro de la estancia, habían dispuesto un círculo de taburetes y bancos. Willibald y yo nos acodamos en dos de los escabeles más bajos, mientras Sigefrid nos observaba desde su sillón, detrás de la despoblada chimenea. Haesten y Erik se situaron a ambos lados del lisiado; otros hombres, con los brazos cargados de brazaletes, ocuparon el resto del perímetro. Eran, a mi entender, los hombres del norte más importantes, aquéllos que habían aportado dos o más barcos; los mismos que, si Sigefrid llegaba a conquistar Wessex, obtendrían como recompensa suculentas cesiones de terreno. Sus séquitos respectivos atestaban los bordes de la cabaña. Unas cuantas mujeres repartían cuernos de cerveza.

—Presentad vuestra oferta —exigió Sigefrid a bocajarro.

—Como es una de sus hijas, que no un varón —insistí—, Alfredo no se muestra dispuesto a pagar una suma muy elevada. Trescientas libras de plata pueden ser una cantidad apropiada.

Sigefrid no apartó la vista de mí durante un buen rato, antes de echar una ojeada en derredor a los hombres allí reunidos, que asistían al encuentro y escuchaban lo que hablábamos.

—Me ha parecido oír un pedo sajón —comentario que fue recibido con grandes risotadas. Respiró hondo y arrugó la nariz, mientras los presentes hacían ruidos semejantes flatulencias. Sigefrid dio un manotazo en el brazo del sillón que ocupaba y en la cabaña se impuso el silencio—. Esto un insulto hacia mí —dijo con ojos centelleantes de ira—. Alfredo está dispuesto a ofrecer tan poca cosa, no me deja otra salida que traer a la joven aquí y obligaros a contempló cómo nos la tiramos. ¿Quién me lo habría de impedir? —añadió, removiéndose en el sillón, como si tratase de ponerse en pie, antes de recostarse de nuevo—. ¿Es eso lo que pretendes, pedo sajón? ¿Queréis ver cómo la violamos?

Aquel acceso de cólera era puro fingimiento. En la misma medida en que yo había tratado de rebajar el valor de Æthelflaed, Sigefrid tenía que exagerar las amenazas que le tenía reservadas, pero reparé en el destello de disgusto que se reflejó en el rostro de Erik hacia su hermano, que no hacia mí, cuando Sigefrid habló de violación.

—El rey ha confiado a mi discreción la posibilidad de aumentar la oferta —aseveré con voz tranquila.

—¡Qué sorpresa! —comentó Sigefrid con sarcasmo—. Dadme una muestra de hasta dónde podéis llegar en vuestra discreción. A cambio de la muchacha, queremos diez mil libras de plata y cinco mil de oro —calló un momento, para darme la oportunidad de responderle, pero guardé silencio—. Y será el propio Alfredo quien traiga el dinero, tendrá que pagar el rescate en persona —concluyó.

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