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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La canción de la espada (43 page)

BOOK: La canción de la espada
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—Hay monasterios en los que cuidan de gente como ellos —comentó.

—No en los territorios gobernados por daneses —repuse.

Se quedó callada durante un rato. Dos enanos empujaban a la mujer desnuda hacia el hombre, también en cueros, mientras los espectadores se desternillaban. Æthelflaed alzó los ojos un instante, se estremeció y volvió a clavarlos en la mesa.

—¿Habéis hablado con Erik? —me preguntó. Podíamos hablar en inglés tranquilamente porque nadie nos oía, y en caso de que alguien hubiera pegado la oreja, tampoco hubiera entendido casi nada de lo que decíamos.

—Tal como me pedisteis —puntualicé, comprendiendo en ese instante la razón de su insistencia en hablar con el padre Willibald en el interior de la cabaña—. ¿Vos os confesasteis como Dios manda?

—No creo que sea asunto vuestro.

—Claro que no —repliqué, echándome a reír.

Me miró, hizo un tímido mohín y se sonrojó.

—¿Vais a ayudarnos?

—¿En qué?

Frunció el ceño.

—¿No os lo ha dicho Erik?

—Me dijo que necesitabais de mí; pero, ¿para qué?

—Para ayudarnos a salir de aquí —repuso.

—¿Qué haría vuestro padre conmigo si lo hiciera? —le pregunté, pero no obtuve respuesta—. Pensaba que odiabais a los daneses.

—Erik es noruego —replicó.

—Daneses, escandinavos, noruegos, vikingos, paganos todos en definitiva y enemigos de vuestro padre —le dije.

Volvió la vista hacia el hogar, donde los dos locos desnudos se peleaban, en vez de hacer el amor como habían pensado los comensales. El hombre era mucho más grande, pero más tonto, y la mujer, animada por gritos estentóreos, le daba golpes en la cabeza con un manojo de juncos que había recogido del suelo.

—¿Por qué consienten que hagan eso? —me preguntó Æthelflaed.

—Porque les parece divertido —contesté—, y porque no cuentan con un montón de curas con sotanas negras que les digan qué está bien o mal. Por eso me caen tan bien, señora.

Miró a la mesa de nuevo.

—No hice nada para que me gustase Erik —dijo casi en un susurro.

—Pero eso fue lo que pasó.

Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—No pude evitarlo —dijo—. Rezaba para que tal cosa no llegara a ocurrir; pero, cuanto más lo imploraba, más pensaba en él.

—Así que estáis enamorada de él —dije.

—Sí.

—Es un buen hombre —afirmé.

—¿De verdad lo creéis? —me preguntó con impaciencia.

—Si os soy sincero, creo que sí.

—Va a convertirse al cristianismo —añadió entusiasmada—. Me lo ha prometido, y piensa hacerlo. ¡De verdad!

No me sorprendió. Erik llevaba mucho tiempo embelesado con el cristianismo, así que supuse que Æthelflaed no habría tenido que insistir demasiado.

—¿Qué será de Æthelred? —le pregunté.

—Le odio —silabeó con tanta fuerza las palabras que Sigefrid se volvió para mirarla. Al ver que no la entendía, se encogió de hombros y volvió a contemplar la pelea que mantenían los dos que estaban en cueros.

—Os veréis privada de familia —le advertí.

—Ya tendré otra —afirmó, muy segura—. Erik y yo constituiremos una propia.

—Y tendréis que vivir entre esos daneses a los que aseguráis odiar.

—Igual que vos entre cristianos, lord Uhtred —repuso, con un ademán travieso, como en los viejos tiempos.

—¿Estáis segura en cuanto a Erik? —le pregunté con una sonrisa.

—Sí —repuso emocionada. El amor hablaba por su boca y suspiré.

—Si está en mi mano, os ayudaré.

—Gracias —me contestó, dejando su mano pequeña sobre la mía.

Había comenzado una pelea de perros, y los comensales azuzaban a los animales. Al ir a menos la luz de aquel crepúsculo de verano, encendieron antorchas y colocaron vela en la mesa principal. Escanciaron más cerveza y vino de abedul, y comenzaron a escucharse las primeras melopeas.

—Pronto empezarán a pelearse entre ellos —le dije a Æthelflaed, y así fue. Antes de que finalizase el banquete, cuatro hombres tenían unos cuantos huesos rotos, mientras otro llevaba un ojo medio colgando porque su contrincante, enardecido por la bebida, había tratado de sacárselo. Steapa estaba sentado junto a Weland y, aunque hablaban lengua diferentes, ambos bebían de un cuerno con rebordes de plata, mientras ponían a caldo a los pendencieros que, ciegos de furor por culpa de la bebida, caían al suelo. No había duda de que el propio Weland estaba borracho, porque pasó su brazo descomunal por encima de los hombros de Steapa y se puso a cantar.

—¡Chillas como un becerro cuando lo castran! —le gritó Sigefrid a Weland; reclamó que llevasen a un juglar de verdad, y un escaldo ciego ocupó una silla junto al hogar.

El invidente tañó las cuerdas de un arpa y entonó una balada sobre las proezas de Sigefrid. Hablaba de los francos que había liquidado, de los sajones que había traspasado con su espada,
Aterradora,
y de las mujeres frisias que había dejado viudas aquel hombre del norte vestido con piel de oso. En la saga, se citaba por su nombre a muchos de los hombres de Sigefrid, recordando el heroísmo de que habían dado muestra en combate; cada vez que salía un nombre a relucir, el hombre se ponía en pie y sus amigos lo jaleaban. Si el héroe aludido ya estaba muerto, los comensales daban tres golpes en la mesa para que el difunto pudiera escuchar desde el salón de Odín la solemne ovación que le dedicaban. Pero los mayores vítores se los llevó Sigefrid, que alzaba un cuerno rebosante de cerveza cada vez que oía su nombre.

Me mantuve sobrio. No fue fácil. Me hubiera gustado retar a Sigefrid, cuerno a cuerno de cerveza. Pero sabía que tenía que regresar a Lundene a la mañana siguiente, y eso significaba que habría de concluir la conversación con Erik esa misma noche. Con todo, el cielo ya empalidecía por oriente cuando decidí ausentarme del banquete. Hacía ya unas cuantas horas que Æthelflaed se había ido a la cama, escoltada por sus guardianes, sobrios y vetustos. Al salir, tropecé con unos borrachos que, tendidos en el suelo, roncaban bajo los bancos. Sigefrid se había dejado caer sobre la mesa. Cuando me levanté, abrió un ojo y me dijo frunciendo el ceño:

—¿Estamos de acuerdo? —me preguntó, medio despierto.

—Por supuesto —asentí.

—Pues vete a por el dinero, sajón —rezongó, antes de quedarse otra vez dormido.

Erik me esperaba fuera de la cabaña que ocupaba Æthelflaed. Sabía que lo encontraría allí. Volvimos al mismo sitio de las murallas, y contemplamos el gris amanecer que se agrandaba como una mancha sobre las tranquilas aguas del estuario.

—Ahí está el
Domador de olas
—dijo, señalando a los barcos que estaban encallados en el fango. Seguro que él era capaz de distinguir el precioso barco que había construido pero, para mí, aquella flota sólo eran oscuras siluetas recortadas bajo una luz pálida—. Hemos limpiado el casco a fondo, lo hemos calafateado y es tan rápido como antes —me dijo.

—La tripulación, ¿es de confianza?

—Mis remeros son hombres de fiar —Erik calló un momento, mientras una suave brisa agitaba sus oscuros cabellos—. Lo que no se les puede pedir —añadió en un susurro— es que peleen contra los hombres de mi hermano.

—Quizá tengan que hacerlo.

—Se defenderán, pero no atacarán —aseguró—. Hay parientes de ambos lados.

Me estiré, bostecé y pensé en el largo camino de vuelta que me esperaba hasta llegar a Lundene.

—O sea, que vuestra preocupación es ese barco que bloquea el canal —comenté.

—Tripulado por hombres leales a mi hermano.

—¿No a Haesten?

—Si así fuera, no me importaría matarlos; no nos une ningún parentesco —repuso, con voz de pocos amigos.

Ni tampoco el afecto, pensé para mí.

—¿Deseáis que lo destruya? —le pregunté.

—Quiero que no haya obstáculos en el canal —me enmendó.

Contemplé el oscuro barco-esclusa, con las amuradas reforzadas.

—¿Por qué no ordenáis que lo retiren? —pregunté. Me parecía la manera menos complicada y más segura de que Erik consiguiese escapar. Los tripulantes del barco amarrado con cadenas estaban acostumbrados a desplazar el pesado cascarón para que entrasen o saliesen otras naves de la ensenada. ¿Por qué habrían de oponerse a las órdenes de Erik?

—Ningún barco saldrá de aquí hasta que no llegue el rescate —me aclaró Erik.

—¿Ninguno?

—Eso es —afirmó, dejando caer los brazos.

No estaba mal pensado. ¿Quién podría impedir que un aventurero se apoderase de tres o cuatro navíos, los llevase río arriba hasta una cala escondida, esperase la llegada de la flota de Alfredo con el tesoro y se lanzase sobre ella a todo remo, con hombres aullando, espada en mano? El enorme y ambicioso plan de Sigefrid dependía de la llegada del rescate, y no estaba dispuesto a que todo se fuera al traste por culpa de cualquier vikingo que le superara en vileza. Eso me hizo pensar en la persona de quien Sigefrid desconfiaba.

—¿Haesten? —pregunté en voz alta.

—Un canalla —asintió.

—Un bribón, en quien no se puede confiar —convine—. No es hombre de palabra.

—Se repartirá el botín —añadió Erik, sin pararse a pensar en que si se salía con la suya no se pagaría ningún rescate—, pero estoy convencido de que no le importaría quedarse con todo.

—De modo que no zarpará ningún barco, hasta que os hayáis ido. Pero ¿podéis conducir a Æthelflaed hasta el barco sin que se entere Sigefrid?

—Sí —dijo, sacando un cuchillo de la vaina que le colgaba del cinto—. Habrán de pasar quince días antes de la próxima luna llena —continuó, haciendo una profunda muesca en el remate puntiagudo de una de las estacas de roble—. Esta marca representa el día de hoy —dijo, señalando el corte recién hecho, antes hacer otro de igual profundidad con la punta afilada de la daga—. Esta otra señal indica mañana al amanecer —continuó, señalando la nueva incisión, antes de ponerse a acuchillar el reborde erizado de la empalizada hasta grabar siete marcas en otros tantos postes—. ¿Estaréis aquí dentro de una semana, al amanecer?

Asentí con cautela.

—¿Y si cuando ataque —le previne—, alguien hace sonar un cuerno y pone en guardia a todo el campamento?

—Ya habremos embarcado, y estaremos dispuestos para zarpar —respondió—. Nadie podrá alcanzarnos antes de que lleguéis a mar abierto —añadió, al verme dudar—. ¡Os pagaré!

Sonreí al oír sus palabras. El amanecer iluminaba el mundo, tiñendo de oro pálido con ribetes plateados largos jirones de nubes bajas.

—Si eso hace feliz a Æthelflaed —respondí—, me doy por satisfecho. Dentro de una semana —añadí— despejaré el canal para vos. Zarparéis juntos, tocaréis tierra en Gyruum, pondréis rumbo rápidamente hacia Dunholm y saludaréis a Ragnar de mi parte.

—¿Vais a enviarle un mensaje para advertirle de nuestra llegada? —me preguntó intranquilo.

—Vos le llevaréis el recado de mi parte —contesté, negando con la cabeza. Algo me llevó a darme la vuelta, y reparé en Haesten, que nos estaba mirando. Estaba con dos de los suyos, de pie, en el exterior del gran salón, ciñéndose las espadas, que le traía uno de los criados de Sigefrid desde el sitio donde todos habíamos depositado las armas antes del banquete. No había nada de extraño en aquella escena, pero me dio mala espina que nos estuviese observando con tanta atención. Me asaltó la insidiosa sospecha de que estaba al tanto de lo que tramábamos. Continuó mirándome fijamente. No dijo nada; por fin, me hizo una leve y despectiva inclinación de cabeza y se fue. Uno de sus acompañantes era Eilaf
el Rojo
—. ¿Sabe Haesten algo de lo vuestro con Æthelflaed? —le pregunté a Erik.

—Por supuesto que no. Lo único que sabe es que soy el encargado de velar por ella.

—¿Sabe que os gusta?

—Sólo lo que os he dicho —insistió Erik.

Haesten, un bribón en quien no se podía confiar, que me debía la vida, que había quebrantado su juramento, cuyas ambiciones iban más allá incluso de los sueños de Sigefrid. No dejé de mirarlo hasta que cruzó el umbral de una cabaña que supuse que era la suya.

—Tened cuidado con Haesten —le dije a Erik—. Creo que no nos damos cuenta de lo peligroso que es.

—Es una comadreja —repuso Erik, haciendo oídos sordos a lo que le acababa de decir, para añadir—: ¿Qué queréis que le diga a Ragnar?

—Decidle que su hermana es feliz y que Æthelflaed le cuente cómo está —aunque hubiera dispuesto de pergamino y tinta, no habría valido la pena escribir nada porque Ragnar no sabía leer; pero Æthelflaed conocía a Thyra, y que le llevase noticias de la esposa de Beocca bastaría para convencerle de que los amantes fugitivos decían la verdad—. Dentro de una semana, pues —le dije—, cuando los primeros rayos de sol se esparzan sobre el horizonte, estad preparado.

Erik reflexionó un instante, haciendo un rápido cálculo mental.

—Para entonces, la marea estará aún baja, comenzando a subir. Estaremos dispuestos.

Locos o enamorados, pensé. Locura. Amor. Locura.

Qué juerga debían de traerse las tres hermanas allá, junto a las raíces del mundo.

* * *

Hablé poco durante el camino de vuelta. Finan parloteaba alegremente, recordando lo generoso que se había mostrado Sigefrid en cuanto a comida, cerveza y esclavas. Casi no le escuchaba. El irlandés, por fin, se dio cuenta de mi estado de ánimo y guardó un respetuoso silencio. No le dije nada hasta que atisbamos los estandartes que colgaban de las murallas orientales de Lundene. Entonces, hice un ademán para que se acercase a mí sin que se percatasen los demás.

—Dentro de seis días —le dije—, tendréis aparejado el
Águila del mar
para realizar una travesía. Necesitaremos cerveza y comida para tres días —no esperaba estar tanto tiempo fuera, pero más valía prevenir—. Rascad el casco entre marea y marea —continué—, y procurad que, cuando zarpemos, los hombres estén sobrios. Serenos, con las armas bien afiladas y dispuestos a pelear.

Finan esbozó una media sonrisa y se quedó callado. Cabalgábamos entre las chozas que habían proliferado a orillas de los pantanos próximos al Temes. Muchas de las personas que allí vivían eran esclavos que habían escapado de sus amos daneses en Anglia Oriental, y que vivían de lo que encontraban escarbando en la basura, aunque algunos cultivaban minúsculas parcelas de centeno, cebada o avena. Estaban recolectando su escasa cosecha, y oí el silbido de las hoces al cortar las gavillas.

—Nadie en Lundene debe saber que nos disponemos a partir —le dije.

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