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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

La canción de Troya (42 page)

BOOK: La canción de Troya
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—Estás pisando terreno muy peligroso, Ulises —me anticipé al propio Aquiles.

Hizo caso omiso de mis palabras y reanudó sus explicaciones.

—Aquiles y tú vais a pelearos por una mujer, Agamenón. La experiencia siempre me ha demostrado que las disputas por las féminas son aceptadas por todos sin excepción. Al fin y al cabo debemos admitir que tales querellas son en extremo corrientes y que han causado la muerte de muchos hombres. Me permitiría suponer, querido Menelao, que podríamos incluir a Helena en el lote.

—¡No te consiento tales suposiciones! —gruñó mi hermano.

Ulises parpadeó con fingida ingenuidad. ¡Oh, cuan malvado era! Una vez se lanzaba, nadie podía contenerlo.

—Yo mismo —prosiguió disfrutando plenamente— me comprometo a colocar una serie de presagios ante la digna nariz de nuestro digno sacerdote Calcante y yo mismo me encargaré de propagar la epidemia. ¡Te prometo que las características de la enfermedad confundirán a Podaliero y a Macaón! El terror se infiltrará en el campamento en cuanto comience la plaga. Cuando seas formalmente informado de su gravedad, Agamenón, acudirás al punto al sacerdote y le preguntarás qué dios se ha molestado y la razón. Eso le gustará. Pero aún le agradará más que le encargues un augurio público. Ante las filas de los principales oficiales te exigirá que envíes a Criseida a Troya. Tu posición, señor, será entonces insostenible y te verás obligado a ceder. Sin embargo, no creo que nadie te censure si te ofendes cuando Aquiles se ría de ti. ¡Durante un augurio público es algo intolerable!

En aquellos momentos nos habíamos quedado sin palabras. Pero dudo que Ulises se hubiera interrumpido aunque el propio Zeus hubiera lanzado un rayo a sus pies.

—Como es natural te pondrás furioso, Agamenón. Te volverás contra Aquiles y le exigirás que te entregue a Briseida. Entonces apelarás a los oficiales reunidos y les plantearás que te ha sido arrebatada tu presa y que, por consiguiente, Aquiles debe renunciar a la suya en tu favor. Aquiles se negará, pero su posición será tan insostenible como la tuya cuando Calcante te exigió que renunciaras a Criseida. Tendrá que entregarte a Briseida y lo hará en aquel mismo momento. Pero, una vez te la haya entregado, te recordará que ni su padre ni él habían formulado el juramento del Caballo Descuartizado y anunciará a todos los presentes que se retira del combate con sus mirmidones.

Ulises prorrumpió en sonoras carcajadas y agitó sus puños al cielo.

—En un refugio especial me consta que se halla cierto troyano furtivo. Ese mismo día toda Troya se enterará de la pelea.

Permanecíamos inmóviles en nuestros asientos como convertidos en piedra bajo la mirada de la Medusa. Yo sólo podía imaginar los tormentosos sentimientos que se habrían desencadenado en mis compañeros; en cuanto a los que a mí me embargaban, eran espantosos. Observé de reojo cómo se removía Aquiles y fijé en él mi atención, ansioso por ver cuál era su reacción. Ulises era capaz de desenterrar más esqueletos secretos de tumbas ignoradas que nadie y agitarlos de modo inimaginable, pero ¡por la Madre, cuan brillante era!

Aquiles no estaba irritado, lo que me sorprendió. En sus ojos tan sólo brillaba la admiración.

—¿Qué clase de hombre eres para imaginar tales conflictos, Ulises? Es un proyecto perverso… y asombroso. Sin embargo, debes admitir que resulta poco halagador para Agamenón y para mí. Ambos tendremos que asumir el ridículo y el desprecio si actuamos como deseas. Y te aseguro que no renunciaré a Briseida aunque tenga que morir por ello.

Néstor tosió levemente:

—No tendrás que renunciar a ella, Aquiles. Ambas jóvenes serán confiadas a mi custodia y permanecerán conmigo hasta que funcionen las cosas según planea Ulises. Las alojaré en un lugar secreto, sin que nadie, comprendido Calcante, conozca su paradero.

Aquiles aún parecía indeciso.

—Es una honrada propuesta y confío en ti, Néstor. Pero supongo que comprenderás que me disguste el proyecto. ¿Y si conseguimos embaucar a Príamo? Sin que los mirmidones mantengan intacta la vanguardia sufriremos pérdidas que no podemos permitirnos. Y no exagero. Nuestra función en la batalla consiste en preservar el frente. No puede agradarme un plan que hace peligrar tantas vidas. — Su expresión se tornó apesadumbrada—. ¿Y qué hay de Héctor? Prometí acabar con él, pero ¿y si muere cuando yo no me halle en el campo de batalla? ¿Y cuánto tiempo se espera que permanezca ausente de él?

—Sí —respondió Ulises—. Perderemos hombres si los mirmidones no están allí. Pero los griegos no son guerreros de inferior calidad y no me cabe duda alguna de que actuarán con brillantez. Por el momento no responderé a tu importante pregunta acerca de cuánto tiempo permanecerás ausente de la batalla. Ante todo prefiero centrarme en conseguir sacar a Príamo de sus murallas. Y qué me respondes a esto: ¿Y si la guerra se prolonga durante más años? ¿Y si nuestros hombres envejecen sin volver a ver sus hogares? ¿O si Príamo decide salir cuando lleguen Pentesilea y Memnón? Estén o no los mirmidones, nos despedazarían. — Con una sonrisa añadió—: Respecto a Héctor, sobrevivirá para enfrentarse contigo, Aquiles. Tengo ese presentimiento.

—En cuanto los troyanos salgan de detrás de sus murallas se verán comprometidos —dijo Néstor—. No podrán retirarse de manera definitiva. Si sufren fuertes pérdidas, Príamo recibirá información de que las nuestras han sido peores. Una vez los hayamos atraído al exterior, la presa se habrá roto. No descansarán hasta expulsarnos de Troya o hasta que haya muerto el último de ellos.

Aquiles extendió los brazos y tensó los fuertes músculos bajo la piel.

—Dudo de mi fortaleza de carácter para abstenerme de luchar cuando todos lo hagan, Ulises. Durante diez largos años he aguardado para participar en la matanza. Y existen asimismo otras consideraciones. ¿Qué dirá el ejército de alguien capaz de desertar en un momento de necesidad por causa de una mujer? ¿Y qué pensarán mis propios mirmidones de mí? — Nadie hablará de ti amablemente, Aquiles, puedes estar seguro de ello —repuso Ulises con gravedad—. Obrar como te pido exige una clase muy especial de valor, amigo mío. Más del que necesitarías para asaltar mañana mismo la Cortina Occidental. ¡No me interpretéis erróneamente ninguno de vosotros! Aquiles no ha pintado la situación ni un ápice peor de lo que en realidad es. Muchos te injuriarán, Aquiles. Y también a ti, Agamenón. Algunos os maldecirán y otros os escupirán.

Aquiles me miró mostrando cierta simpatía con una seca sonrisa. Ulises había conseguido unirnos más de lo que yo imaginaba tras los acontecimientos de Áulide. ¡Mi hija! ¡Mi pobre pequeña! Permanecí inmóvil imaginando el desagradable papel que debía representar. Si Aquiles parecería un loco desatinado, ¿qué clase de necio me creerían a mí? ¿Era ésa la palabra exacta? Más probable sería que me calificaran de idiota.

En aquel momento Aquiles se dio una fuerte palmada en el muslo.

—Nos abrumas con una pesada carga, Ulises, pero si Agamenón es capaz de humillarse para aceptar la parte que le corresponde, ¿cómo voy a negarme yo?

—¿Cuál es tu decisión, señor? —inquirió Idomeneo; su tono anunciaba que él jamás accedería a ello.

Moví cabizbajo la cabeza, apoyé la mano en la barbilla y medité mientras los demás me observaban. Aquiles interrumpió mi abstracción al dirigirse de nuevo a Ulises.

—Responde a mi pregunta más importante, Ulises. ¿Cuánto tiempo?

—Tardaremos dos o tres días en hacer salir a los troyanos.

—Ésa no es una respuesta. ¿Cuánto tiempo debo mantenerme al margen de la situación?

—En primer lugar aguardaremos la decisión del gran rey. ¿Qué opinas, señor?

Dejé caer la mano.

—Lo haré con una condición. Que cada uno de los presentes pronuncie el solemne juramento de mantener el secreto hasta el final, sea cual sea. Ulises es el único que puede guiarnos por este laberinto, tales intrigas nunca han sido propias del gran soberano de Micenas, sino que son características de los reyes de las Islas Exteriores. ¿Estáis todos de acuerdo en jurar?

Los presentes accedieron unánimemente a ello.

Al no hallarse presente ningún sacerdote, juramos por las cabezas de nuestros hijos varones, por su capacidad de procreación y por la extinción de nuestra línea sucesoria. Algo más comprometido que el Caballo Descuartizado.

—Bien, Ulises, concluye de una vez —dijo Aquiles.

—Dejad a Calcante a mi cuidado. Me aseguraré de que obra como esperamos y que ignora nuestras expectativas. Creerá en sí mismo tanto como el pobre pastorcillo escogido entre la multitud para interpretar el papel de Dionisio en las orgías de las ménades. Aquiles, una vez hayas entregado a Briseida e interpretado tu papel, reunirás a tus oficiales mirmidones y regresarás inmediatamente a tu complejo. ¡Fue muy oportuna tu insistencia en construir una empalizada dentro de nuestro campamento! De ese modo se advertirá rápidamente tu aislamiento. Prohibirás a los mirmidones que abandonen el recinto y tú tampoco saldrás de él. En lo sucesivo serás visitado, pero no efectuarás visitas. Todos supondrán que los que te visitan acuden a implorarte. En cualquier ocasión y ante cualquier miembro de tu círculo de amigos íntimos debes parecer un hombre en extremo irritado, un ser que se siente amargamente herido y profundamente desilusionado, que se considera muy agraviado y que preferiría morir antes que reconciliarse con Agamenón. Incluso Patroclo debe creerlo así. ¿Comprendido?

Aquiles asintió gravemente. Puesto que la cuestión se había decidido y se había pronunciado el juramento, parecía resignado.

—¿Vas a responderme de una vez? —inquirió una vez más—. ¿Cuánto tiempo?

—Hasta el último momento —dijo Ulises—. Héctor debe estar absolutamente convencido de que no puede perder y su padre debe sentir lo mismo. ¡Tensa la soga, Aquiles, ténsala hasta que tengan que ahogarse con ella! Los mirmidones entrarán en acción antes que tú mismo. —Respiró profundamente—. Nadie puede predecir qué sucederá en el transcurso de la batalla, ni siquiera yo, pero algunas cosas son bastante seguras. Por ejemplo, que sin ti y los mirmidones nos veremos recluidos dentro de nuestro campamento. Que Héctor se abrirá paso entre nuestro muro defensivo y se infiltrará entre nuestras naves. Puedo contribuir en parte a los acontecimientos utilizando a algunos de mis espías entre nuestras tropas. Por ejemplo, provocando una situación de pánico que conduzca a la retirada. De ti dependerá decidir exactamente cuándo ha llegado el momento adecuado de intervenir, pero no regreses tú mismo a la batalla. Deja que Patroclo dirija a los mirmidones. De ese modo parecerá que tú sigues obstinado en no intervenir. Ellos conocen los oráculos, Aquiles, saben que no podemos vencerlos si no luchas con nosotros. ¡De modo que tensa la soga! ¡No regreses al campo de batalla hasta el último momento!

Y tras aquellas palabras pareció que no había nada más que decir. Idomeneo se levantó y se plantó ante mí poniendo los ojos en blanco; nadie mejor que él comprendía cuán duro sería para un micénico dejarse injuriar de tal modo. Néstor nos dirigió a todos su tierna sonrisa, era evidente que estaba al corriente de todo mucho antes de aquella sesión matinal. Al igual que Diomedes, que sonreía francamente ante la perspectiva de que otros se pusieran en ridículo.

—¿Puedo dar un breve consejo? —dijo entonces Menelao.

—¡Desde luego! —dijo Ulises cordialmente—. ¡Cuando gustes!

—Dejad que Calcante entre en el secreto. Si lo sabe, vuestras dificultades se verán reducidas.

Ulises se golpeó la mano con el puño.

—¡No, de ningún modo! ¡Ese hombre es troyano! No se debe depositar la confianza en un hombre nacido de una mujer enemiga en un país contrario cuando se lucha en su propia tierra y con probabilidades de vencer.

—Tienes razón, Ulises —dijo Aquiles.

No hice comentario alguno, pero me sorprendí. Durante años yo había defendido a Calcante, pero algo había cambiado en mi interior aquella mañana, algo que ignoraba por completo. El hombre había sido origen de cosas que habían causado mucho daño. Él fue quien me obligó a sacrificar a mi propia hija y, por consiguiente, el causante de la disensión con Aquiles. Si realmente no se debía confiar en él, sería evidente el día en que me peleara con Aquiles. Pese a su forzada inexpresión, denunciaría su placer interno en el rostro si realmente lo sentía. Después de tantos años había llegado a conocerlo.

—¡Estamos embarcados en ello, Agamenón! —exclamó Menelao desde la puerta con voz quejumbrosa—. ¿Nos autorizas ya a salir?

Capítulo Veintidós
(Narrado por Aquiles)

C
on el temor a enfrentarme a quienes amaba y tener que conservar mi secreto, regresé a la empalizada de los mirmidones con pasos vacilantes. Patroclo y Fénix estaban sentados ante una mesa al aire libre y jugaban a las tabas entre grandes risas.

—¿Qué ha sucedido? ¿Ha sido importante? —se interesó Patroclo.

Y se levantó para pasarme el brazo por los hombros.

Se había aficionado a ello últimamente, desde que Briseida había entrado en mi vida, y era una lástima. Aquella reivindicación pública hacia mí no contribuiría a su causa y, por añadidura, me irritaba. Era como si intentara abrumarme con el peso de la culpabilidad… «Soy primo hermano tuyo y tu amante y no puedes dejarme por un nuevo juguete.»

Me liberé de su abrazo.

—No ha pasado nada. Agamenón deseaba saber si teníamos dificultades en controlar a nuestros hombres.

Fénix pareció sorprendido.

—Podía comprobarlo por sí mismo si se molestara en dar una vuelta por el campamento.

—Ya conoces a nuestro jefe supremo. No ha convocado consejo desde hace una luna y odia imaginar que se relaja el dominio que ejerce sobre nosotros.

—¿Y por qué sólo a ti, Aquiles? Yo suelo servir el vino y cuido de que todos estén cómodos cuando se celebra un consejo —dijo Patroclo, al parecer herido.

—Ha sido un grupo muy reducido.

—¿Estaba presente el sacerdote? —se interesó Fénix.

—Calcante no goza en estos momentos del favor imperial.

—¿Es por causa de Criseida? Debía haber mantenido la boca cerrada sobre ese tema —dijo Patroclo.

—Tal vez cree que, si se muestra muy insistente, se saldrá por fin con la suya —dije con despreocupación.

Patroclo parpadeó sorprendido.

—¿Lo crees sinceramente así? Yo no.

—¿No sabéis hacer nada más importante que jugar a las tabas? —pregunté para mudar de conversación.

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