Héctor conducía un magnífico tronco de caballos negros como el azabache y se erguía en su carro igual que el propio Ares enyalio, matador de héroes. Tan corpulento y erguido como Aquiles. Sin embargo, no advertí barbas canosas entre los troyanos; Príamo y sus congéneres se habían quedado en palacio. Yo era el más anciano de todos los combatientes.
Resonaron los tambores, cuernos y platillos prorrumpieron estruendosos proclamando el desafío y la batalla comenzó en el centenar de pasos que aún nos separaban. Volaron las lanzas como hojas entre el espantoso soplo del viento, las flechas descendieron en picado por los aires como águilas, los carros rodaron y se dispararon arriba y abajo, y la infantería cargó y fue rechazada. Agamenón nos dirigía con un vigor y disposición que no imaginaba en él. En realidad, hasta entonces la mayoría de nosotros no habíamos tenido la oportunidad de ver cómo se comportaban los demás en combate. Gritábamos, pues, entusiasmados al comprender que Agamenón era muy competente y aquella mañana se desenvolvía a la perfección contra Héctor, el cual no hizo intento alguno de comprometer en duelo a nuestro gran soberano.
Héctor vociferaba y denostaba, impelía sus carros contra nosotros una y otra vez, pero no lograba romper nuestra primera línea. Yo dirigí algunas salidas durante la mañana, en las que Antícolo profería el grito de guerra pilio mientras yo reservaba mis alientos para la lucha. Muchos tróyanos cayeron bajo las ruedas de mi carro porque mi hijo era un excelente auriga que me resguardaba del peligro y sabía cuándo retroceder. Nadie tendría la ocasión de decir que el hijo de Néstor había puesto en peligro a su anciano padre sólo para entrar él mismo en combate.
Se me resecó la garganta y mi armadura se cubrió rápidamente de polvo. Le hice señas a mi hijo y nos retiramos a la retaguardia para tomar unos tragos de agua y recobrar el aliento. Cuando levanté la mirada para contemplar el sol me sorprendió comprobar que se aproximaba a su cénit. Regresamos a primera línea al punto y en un arrebato de osadía conduje a mis hombres entre las filas troyanas. Hicimos un trabajo rápido mientras Héctor no nos observaba y luego di la señal de retirada y regresamos a salvo a nuestras líneas sin haber arriesgado a un solo hombre cuando las pérdidas del enemigo superaban la docena. Suspirando satisfecho y animado le sonreí en silencio a Antíloco. Ambos deseábamos la armadura de un jefe, pero ninguno se nos había enfrentado.
A mediodía Agamenón envió un heraldo a la zona neutral para hacer sonar el cuerno de la tregua. Ambos ejércitos depusieron sus armas gruñendo. El hambre, la sed, el miedo y el cansancio se hacían realidad por vez primera desde que la batalla había comenzado poco después de la salida del sol. Al ver que todos los jefes se reunían con Agamenón, le ordené a Antíloco que me condujera también junto a él. Ulises y Diomedes se unieron a mí cuando virábamos bruscamente junto al gran soberano. Todos los demás se encontraban ya allí y los esclavos iban y venían apresuradamente sirviendo vino aguado, pan y pasteles.
—¿Qué haremos ahora, señor? —pregunté.
—Los hombres necesitan descansar. Es el primer día de lucha intensiva desde hace muchas lunas, por lo que le he enviado un heraldo a Héctor para pedirle a él y a sus jefes que nos reunamos en el centro y conferenciemos.
—Excelente —dijo Ulises—. Con suerte podemos desperdiciar una buena cantidad de tiempo mientras los hombres recogen su pan y comen.
—Como la treta funciona también a la inversa, Héctor no rechazará mi oferta —repuso Agamenón, sonriente.
Los no combatientes despejaron de cadáveres el centro de la franja que separaba los dos ejércitos, instalaron mesas y taburetes y los jefes de ambos bandos salieron a parlamentar. Yo fui con Áyax, Ulises, Diomedes, Menelao, Idomeneo y Agamenón; aguardábamos aquel primer encuentro entre el gran soberano y el heredero de Troya con gran interés y mucha curiosidad. Sí, Héctor era un soberano en potencia. Muy moreno, los negros cabellos le asomaban bajo el casco y le caían por la espalda trenzados, y sus ojos, también negros, nos miraban con profunda astucia.
Nos presentó a sus compañeros como Eneas de Dardania; Sarpedón de Licia; Acamante, hijo de Antenor; Polidamante, hijo de Agenor; Pándaro, capitán de la guardia real; y a sus hermanos Paris y Deífobo.
Menelao gruñó torvamente y le lanzó una mirada asesina a Paris, pero ambos temían demasiado a sus imperiales hermanos para crear problemas. Pensé que los troyanos constituían un magnífico grupo, todos ellos guerreros salvo Paris, que quedaba fuera de lugar, lindo, muy afectado y melindroso. Mientras Agamenón nos presentaba a su vez observé atentamente a Héctor para advertir su reacción al asociar los nombres con los rostros. Cuando se trató de Ulises examinó con atención a nuestro cerebro mostrando cierta perplejidad. Pero su dilema no me resultó en absoluto divertido, pues me sentía consumido por la piedad. Quienes desconocían a Ulises, el zorro de ítaca, solían despreciarlo a primera vista por su cuerpo de extrañas proporciones y su figura desaliñada y casi innoble que podía reducir cuando lo consideraba político. ¡Fíjate en sus ojos, Héctor, míralo a los ojos!, me pareció transmitirle en silencio. ¡Si le miras a los ojos conocerás cómo es realmente y lo temerás! Pero, por su naturaleza, Áyax, que se hallaba junto a Ulises en nuestra hilera, le parecio mucho más interesante y llamativo. Y así se perdió el significado de Ulises.
Héctor advirtió con asombro los poderosos músculos de nuestro segundo gran guerrero. Pensamos que por primera vez en su vida se encontraba ante un ser semejante.
—Hacía diez años que no hablábamos, hijo de Príamo —dijo Agamenón—. Fue una gran ocasión aquélla.
—¿De qué deseas hablarme?
—De Helena.
—Este tema está zanjado.
—¡Ni mucho menos! No me negarás que Paris, hijo de Príamo y hermano tuyo, raptó a la mujer de mi hermano Menelao, rey de Lacedemonia, y la trajo consigo a Troya como afrenta a toda la nación griega.
—¡Lo niego!
—Ella quiso venir —intervino Paris.
—Como es natural, no reconocerás que utilizaste la fuerza.
—Como es natural, puesto que no tuvimos necesidad de ello —repuso Héctor, que resoplaba como un toro—. ¿Qué propones con este lenguaje tan formal, gran soberano?
—Que devuelvas a Helena y todos sus bienes a su legítimo esposo, que para compensarnos por el tiempo y dificultades sufridas vuelvas a abrir el Helesponto a los mercaderes griegos y que no te opongas a la colonización de nuestros compatriotas en Asia Menor.
—Me es imposible aceptar tus condiciones.
—¿Por qué? Lo único que pedimos es el derecho a mantener una apacible coexistencia. Yo no lucharía si pudiera lograr mis fines por la vía pacífica, Héctor.
—Acceder a tus peticiones arruinaría a Troya, Agamenón.
—La guerra arruinará a Troya más rápidamente. No defiendes una situación ventajosa, Héctor. Durante diez años hemos disfrutado nosotros de los beneficios de Troya… y de Asia Menor.
Las conversaciones prosiguieron. Palabras inútiles se lanzaron de aquí para allá mientras los soldados se tumbaban en la hierba pisoteada y cerraban los ojos ante el resplandor del sol.
—Bien, entonces espero que estés de acuerdo con esto, príncipe Héctor —dijo Agamenón un rato después—. Entre nosotros hay dos partes afectadas en el inicio de todo esto, Menelao y Paris. Que ambos se enfrenten en duelo en el espacio libre entre nuestros dos ejércitos y el ganador dictará las condiciones de un acuerdo de paz.
Si Paris no se veía un duelista brillante, Menelao aún lo parecía menos. Héctor decidió al instante que Paris sería fácil vencedor.
—De acuerdo —dijo—. Mi hermano Paris se batirá en duelo con tu hermano Menelao y el vencedor fijará las condiciones de un tratado.
Miré a Ulises, que se sentaba a mi lado.
—Por la reputación futura de Agamenón confiemos en que sea un troyano quien tenga que quebrantar el duelo, Néstor —me susurró.
Nos retiramos a nuestras líneas y dejamos cien pasos de terreno despejado a los dos rivales. Menelao comprobó su escudo y su lanza y Paris se pavoneó pagado de sí mismo. Mientras se rodeaban el uno al otro con lentitud, Menelao asestaba estocadas que Paris esquivaba. Alguien que se encontraba detrás de mí profirió un burlón comentario que arrancó un grito de miles de gargantas troyanas, pero Paris ignoró el insulto y siguió esquivando a su adversario ágilmente. Yo nunca le había atribuido a Menelao grandes méritos en ningún sentido, pero era evidente que Agamenón sabía lo que se hacía al proponer el enfrentamiento. Había considerado fácil ganador a Paris, pero me había equivocado. Aunque Menelao nunca tendría el arrojo y el instinto característicos de un líder, había aprendido el arte de batirse en duelo tan concienzudamente como lo hacía con todo. Carecía de energía, no de valor, lo que significó una excelente ventaja en un combate cuerpo a cuerpo. Al arrojar su lanza le arrancó el escudo a Paris y éste, cuando vio que debía enfrentarse a una espada desnuda, decidió echarse a correr en lugar de desenvainar la propia y puso pies en polvorosa seguido de cerca por Menelao.
En aquel momento todos pudimos comprender quién sería el vencedor. Los troyanos guardaban profundo silencio y nuestros hombres gritaban entusiasmados. Yo no apartaba la mirada de Héctor, a quien había juzgado erróneamente y que era un hombre de firmes principios. Si Menelao acababa con Paris, tendría que someterse al tratado. ¡Pero ah! Sin recibir ninguna señal de Héctor, Pándaro, capitán de la guardia real, ajustó rápidamente una flecha en su arco. Le lancé un grito de aviso a Menelao, que se detuvo y saltó a un lado. Entre un rugido de desaprobación de las huestes que estaban a mi espalda, Menelao se quedó inmóvil con la flecha vibrando en su costado. Otro aullido de pesar por parte de los troyanos lamentó el hecho de que uno de los suyos hubiera quebrantado la tregua. Héctor había sido vilmente deshonrado.
Los ejércitos se lanzaron a la lucha con una furia que no habían mostrado durante la mañana; una parte actuaba en defensa del honor mancillado y la otra, decidida a vengar un insulto; ambas acuchillaban y atacaban con gritos frenéticos. Los hombres caían continuamente, los cien pasos que habían separado nuestras líneas se redujeron hasta que tan sólo quedó una densa masa de cadáveres y el polvo del suelo se levantó en nubes que nos cegaban y asfixiaban. Héctor, el culpable, estaba por doquier, yendo de un lado a otro y arriba y abajo del centro en su carro, arremetiendo despiadadamente con su lanza. Ninguno de nosotros podíamos acercarnos bastante a él para intentar un golpe de fortuna mientras los hombres sucumbían aterrados bajo los cascos de sus tres caballos negros.
No podía comprender cómo lograba infiltrarse entre el espantoso gentío en aquel primer día de encarnizada batalla, aunque más tarde se convirtió en algo tan corriente que yo mismo lo hacía sin dificultad alguna. Vi surgir a Eneas amenazador, seguido de un grupo de dárdanos, y en medio de aquella confusión me pregunté cómo conseguía entrar desde su extremo. Cambié la lanza por la espada, reuní a mis hombres y me introduje en el grueso del combate asestando golpes a diestro y siniestro desde mi carro, acuchillando sin discriminación a seres de rostros sucios y sudorosos, sin perder de vista a Eneas mientras pedía refuerzos a gritos.
Agamenón envió más hombres, al frente de los cuales se encontraba Áyax. Eneas lo vio llegar e hizo que sus perros de presa se detuvieran, pero no sin que antes yo hubiera tenido el privilegio de ver a aquella verdadera torre humana repartiendo golpes alrededor, su brazo reduciendo a paja al enemigo como una infatigable hoz. No empuñaba el hacha. En aquella primera jomada bélica había decidido utilizar su espada, dos codos y medio de doble hoja mortal. Aunque, según me pareció, la usaba como una hacha haciéndola oscilar sobre su cabeza con gritos de desenfrenada alegría. Llevaba con más soltura que nadie su escudo enorme y con cintura de avispa. No lo agitaba sino que lo sostenía por encima del suelo. Su estructura de bronce y estaño le protegía de la cabeza a los pies. En pos suyo iban seis poderosos capitanes de Salamina y, protegido asimismo por su escudo, el propio Teucro se ocultaba sin dificultades, y ajustaba en su arco flecha tras flecha que soltaba en una sucesión de movimientos tan fluidos que parecían continuos, con un ritmo impecable. Advertí que algunos griegos que se hallaban demasiado lejos de él, entre la multitud, al distinguir a aquella masa humana sonreían entre sí y cobraban ánimos con sólo oír el famoso grito de Áyax destinado a Ares y a la casa de los Eacos: «¡A ellos! ¡A ellos!» El hombre gritaba haciendo juegos de palabras con el significado de su propio nombre, proyectando su burla sobre miles de rostros troyanos.
Rodeado de momento por mis propios hombres, alcé la mano hacia él cuando ya venía a mi encuentro. Antíloco lo miró sobrecogido y aflojó las riendas de nuestros caballos.
—Se han marchado, anciano —gritó Áyax.
—Ni siquiera Eneas se ha detenido para enfrentarse contigo —respondí.
—¡Zeus los ha convertido en sombras! ¿Por qué no han resistido y han seguido luchando? ¡Pero aún encontraré a Eneas!
—¿Dónde está Héctor?
—Lo he buscado toda la tarde. Es como un fuego fatuo del que siempre voy a la zaga. Pero lo alcanzaré. Antes o después nos encontraremos.
Sonaban agudos gritos de aviso. Formamos filas mientras Eneas regresaba acompañando a Héctor y parte de la guardia real. Miré a Áyax.
—Aquí tienes tu oportunidad, hijo de Telamón.
—Doy gracias a Ares por ello.
Agitó los hombros cubiertos con la armadura para acomodar el peso de la coraza y le dio un suave golpecito a Teucro con la puntera de su enorme bota.
—¡Arriba hermano! —dijo—. Éste es mío y sólo mío. Cuida de Néstor y manten a raya a Eneas.
Teucro apareció debajo del escudo, sus brillantes y leales ojos mostrando un aire despreocupado mientras saltaba junto a mí y Antíloco. Nunca nadie había cuestionado su lealtad, aunque fuese hijo de Hesíone, la propia hermana de Príamo.
—Vamos, muchacho —se dirigió a mi hijo—, condúcenos entre esos cadáveres y detente junto a Eneas. Tenemos algo que hacer con él. ¿Me cubrirás mientras use mi arco, rey Néstor?
—Gustosamente, hijo de Telamón —respondí.
—¿Por qué está Eneas en la vanguardia, padre? —me preguntó Antíloco mientras nos poníamos en marcha—. Creí que dirigía un extremo.
—También yo —respondió Teucro en mi lugar.