La canción de Troya (57 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La canción de Troya
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Su peso me hizo desplomarme también y me arrodillé con su cabeza y hombros en los brazos mientras trataba de tomarle el pulso. Aún no había muerto, pero su sombra estaba a punto de abandonarla. Me miró con sus ojos de un azul tan claro como el agua bajo los rayos del sol.

—Rogué por que fueses tú —me dijo.

—El rey debe morir a manos del enemigo más digno y tú eres la reina de Escitia —le respondí.

—Te agradezco que concluyeras tan de prisa para que no se advirtiera mi inferioridad de fuerzas y te absuelvo de mi muerte en nombre de la Doncella Arquera.

Sufrió un estertor mortal pero siguió moviendo los labios. Me incliné para a escuchar sus palabras.

—Cuando la reina muere bajo el hacha debe insuflar su último aliento en boca de su ejecutor, que reinará después de ella.

Aunque la interrumpió la tos se esforzó por proseguir.

—Toma mi aliento. Toma mi espíritu hasta que también tú seas una sombra y yo deba reclamártelo.

Pese a tener la boca llena de sangre me transmitió su aliento con sus últimas fuerzas y murió. Roto el hechizo, la deposité cuidadosamente en el suelo y me levanté. Sus guerreras arremetieron contra mí con gritos de dolor y desesperación, pero los mirmidones se interpusieron entre nosotros y tuve la oportunidad de salir del campo con mi yegua e ir al encuentro de Automedonte. Aquella estructura de madera y cuero era un premio más valioso que los rubíes.

—¡Qué espectáculo has dado a la multitud, Aquiles! — dijo alguien a mis espaldas—. Estoy seguro de que pocos hombres, y desde luego menos mujeres, habían visto nunca hacer el amor con un cadáver.

Automedonte y yo nos volvimos en redondo sin apenas dar crédito a nuestros oídos y nos encontramos con Tersites, el espía, que sonreía con desdén y afectación. ¿Tan intenso era el desprecio que el ejército me profesaba que alguien como Tersites podía expresar sus sucios pensamientos en mi cara y considerarse a salvo?

—¡Qué pena que cargaran contra ti y no pudieras concluir tu faena! — se burló—. Confiaba en echar una mirada a tu arma más poderosa.

Alcé la mano temblando de fría ira.

—¡Lárgate, Tersites! ¡Ve a esconderte tras tu primo Diomedes o Ulises, que tira de tus cuerdas!

Giró sobre sus talones y me dijo:

—La verdad duele, ¿no?

Le golpeé con el brazo y el dolor me llegó hasta la unión con el hombro mientras que le propinaba un puñetazo a un lado del cuello, exactamente debajo del casco. Se desplomó como una piedra y se retorció en el suelo igual que una serpiente. Automedonte lloraba de rabia.

—¡Qué perro! — exclamó arrodillándose junto a él—. ¡Le has roto el cuello, Aquiles! ¡Está muerto! ¡Le has dado su merecido!

Derrotamos a las amazonas porque su corazón había muerto con Pentesilea; siguieron combatiendo para encontrar la muerte en aquella primera incursión en el mundo de los hombres. Cuando me fue posible traté de localizar el cadáver de su reina, pero no lo encontré por ninguna parte. Al finalizar aquella jornada se presentó ante mí uno de mis mirmidones y me dijo:

—¡Señor, he visto cómo se llevaban el cadáver de la reina del campo de batalla!

—¿Dónde? ¿Quién?

—El rey Diomedes. Se presentó con algunos soldados, la desnudó, ató su cuerpo por los talones a su carro y marchó arrastrándola y llevándose su armadura.

¿Diomedes? Apenas podía creerlo, pero cuando los hombres comenzaban a recoger el campo acudí a enfrentarme con él.

—¿Te llevaste mi trofeo, el cadáver de la reina amazona, Diomedes?

—¡Sí! —respondió furioso—. ¡La he arrojado al Escamandro!

—¿Por qué? —inquirí sin perder la corrección.

—¿Por qué no? Tú asesinaste a mi primo Tersites, uno de mis hombres vio cómo lo derribabas cuando te volvía la espalda. ¡Mereces perder a la reina y su armadura!

Apreté los puños rabioso.

—Te has apresurado, amigo mío. Busca a Automedonte y pregúntale qué me dijo Tersites.

Fui en busca de la reina acompañado de algunos soldados con escasas esperanzas de encontrarla. El Escamandro volvía a bajar con sus aguas sucias y crecidas. Durante los doce días que había durado el funeral de Héctor habíamos reparado las orillas del río para mantener seco el campamento y luego había vuelto a llover sobre el monte Ida.

Reinaba la oscuridad. Encendimos antorchas y vagamos arriba y abajo de la orilla buscando entre los matorrales y los sauces. De pronto alguien gritó. Corrí hacia el lugar de donde procedía el sonido forzando la vista. La mujer se encontraba en el río balanceándose, sujeta tan sólo por una larga y rubia trenza en una rama del mismo olmo al que yo me había aferrado para salvar la vida. La saqué de las aguas, la envolví en una manta y la tendí sobre su propia yegua blanca, que Automedonte había encontrado vagabundeando por el solitario campo y llorando por ella.

Cuando regresé a casa Briseida me estaba aguardando.

—Querido, Diomedes ha estado aquí y ha dejado un paquete para ti. Ha dicho que venía a presentarte sus sinceras disculpas y que él hubiera hecho lo mismo con Tersites.

Me había enviado las pertenencias de Pentesilea. De modo que la enterré en la misma tumba que a Patroclo, tendida en igual posición que el rey guerrero, con su armadura y una máscara de oro que le cubría el rostro y con su blanca yegua a los pies para que entrara sobre su montura en el reino de los muertos.

A la mañana siguiente no vimos ni rastro de los troyanos y tampoco un día después. Acudí a visitar a Agamenón preguntándome qué sucedería ahora. Lo acompañaba Ulises, tan alegre y confiado como siempre.

—Nada temas, Aquiles, volverán a salir. Príamo aguarda a Memnón, que viene con muchas y excelentes tropas hititas compradas al rey Hattusilis. Sin embargo, mis agentes me informan de que los hititas aún se encuentran a media luna de distancia y entretanto debemos resolver un problema más urgente. ¿Quieres explicárselo, señor? — dijo dirigiéndose a Agamenón.

El astuto individuo sabía exactamente cuan político era mostrarle deferencia a un gran soberano.

—Desde luego —repuso éste, altanero—. Hace ocho días que debía haber llegado un barco de suministro desde Aso, Aquiles. Sospecho que se habrá producido un ataque de los dárdanos. Quisiera que acudieras al frente de un ejército a ver qué sucede allí. No podemos permitirnos enfrentarnos a Memnón y a sus hititas con los vientres vacíos, pero tampoco podemos luchar contra ellos con escasos soldados. ¿Podrías solucionar la situación en Aso y regresar rápidamente?

Hice una señal de asentimiento.

—Sí, señor. Me llevaré diez mil hombres, pero no mirmidones. ¿Tengo tu permiso para reclutar los que crea conveniente?

—Desde luego, desde luego.

Se hallaba de excelente humor.

La situación en Aso era muy similar a la prevista por Agamenón. Los dárdanos habían sitiado nuestra base y disfrutamos de algunas luchas enconadas hasta que logramos escapar de nuestros muros defensivos y derrotarlos en terreno abierto. Era un ejército desigual, variopinto y políglota; desde algún lugar, probablemente en toda la costa, quienquiera que reinara en la arruinada Lirneso actualmente había reunido a quince mil hombres. Con toda probabilidad habían sido destinados a Troya, pero no habían podido resistir la tentación que Aso les ofrecía en su camino. Los muros los habían mantenido en el exterior y yo había llegado demasiado pronto para que se produjera una brecha, por lo que no consiguieron nada y tampoco llegaron jamás a Troya.

A los cuatro días habíamos concluido con aquella tarea; el quinto volvimos a zarpar de regreso. Pero los vientos y las corrientes nos fueron adversos todo el camino, por lo que era noche oscura del sexto día cuando desembarcábamos en Troya. Fui directamente a casa de Agamenón y por el camino descubrí que el ejército había realizado alguna acción importante en mi ausencia.

Me encontré con Áyax en el pórtico y lo llamé, ansioso de conocer los detalles.

—¿Qué ha sucedido? —inquirí.

—Memnón llegó antes de lo esperado con diez mil efectivos hititas. ¡Y cómo luchan, Aquiles! —repuso disgustado—. En cuanto a nosotros, debíamos de estar cansados. Aunque contábamos con ventaja numérica y con los mirmidones en el campo, nos obligaron a refugiarnos tras nuestro muro al oscurecer.

Señalé con la cabeza hacia las puertas cerradas.

—¿Recibe el rey de reyes?

—¡Déjate de ironías, primo! —repuso Áyax con una sonrisa—. No se siente muy bien… como siempre tras sufrir un revés. Pero sí que recibe.

—Ve a dormir, Áyax. Mañana los venceremos.

Agamenón parecía muy cansado. Aún se hallaba sentado ante la mesa donde había cenado y sólo le acompañaban Néstor y Ulises. Apoyaba la cabeza en sus brazos, pero la levantó en cuanto entré y me senté.

—¿Has concluido en Aso? —preguntó.

—Sí, señor. Las naves de abastecimiento llegarán mañana, pero los quince mil hombres destinados a Troya no vendrán.

—¡Excelente! —exclamó Ulises.

Néstor no pronunció palabra, ¡algo insólito en él! Lo miré y me quedé sorprendido. Llevaba la barba y los cabellos descuidados y tenía los ojos enrojecidos. Al advertir mi mirada movió un brazo en el aire y por sus arrugadas mejillas comenzaron a rodar las lágrimas.

—¿Qué sucede, Néstor? —le pregunté dulcemente.

Imaginaba lo que había ocurrido. Néstor contuvo un instante el aliento y se estremeció en un sollozo.

—¡Oh Aquiles! ¡Antíloco ha muerto!

Me cubrí los ojos.

—¿Cuándo?

—Hoy, en el campo de batalla. ¡Ha sido por mi culpa, por mi culpa!… Acudió en mi ayuda y Memnón lo mató con una lanza. ¡Ni siquiera puedo ver su rostro! La lanza le entró por el occipucio e hizo pedazos su faz al surgir por la boca. ¡Era tan hermoso, tan hermoso!

Apreté los dientes con rabia.

—¡Memnón lo pagará, Néstor, lo juro! ¡Por mis votos al río Esperqueo que lo haré!

Pero el anciano negó abatido con la cabeza.

—¡Y qué importa eso, Aquiles! Antíloco ha muerto. El cadáver de Memnón no podrá devolvérmelo. He perdido cinco hijos en esta maligna llanura… cinco de mis siete hijos. Y Antíloco era el más querido de todos. Ha muerto a los veinte años y yo sigo vivo y rondando los noventa. Las decisiones de los dioses son injustas.

—¿Acabaremos mañana con ello? — le pregunté a Agamenón.

—Sí, mañana —respondió—. ¡Estoy asqueado de Troya! No soportaría pasar otro invierno aquí. No recibo noticias de mi casa… mi esposa no envía jamás ningún mensajero ni tampoco Egisto. Yo sí los envío y al regresar me dicen que todo va bien en Micenas. ¡Pero ansio regresar al hogar! Quiero ver a Clitemnestra, a mi hijo, a mis otras dos hijas. — Miró a Ulises—. Si en otoño aún no ha caído Troya, regresaré a mi patria.

—Troya caerá en otoño, señor —respondió con un suspiro aquel hombre frío y duro como el hierro que mostraba señales de cansancio en sus grises ojos—. También yo estoy harto de Troya. Si tengo que permanecer ausente de ítaca durante veinte años prefiero pasar la segunda década en cualquier lugar que no sea la Tróade. Prefiero enfrentarme a una combinación de sirenas, harpías y brujas que a los enojosos troyanos.

—Las sirenas, harpías y brujas combinadas no sabrán lo que les espera cuando tengan que tratar contigo, Ulises. Pero eso no me importa. Troya es el fin de mi mundo —le respondí.

Ulises, conocedor de las profecías, guardó silencio y se limitó a contemplar su copa de vino.

—Prométeme una cosa, Agamenón —le dije.

Volvía a apoyar la cabeza en los brazos.

—Lo que quieras.

—Entiérrame en la roca con Patroclo y Pentesilea y cuida de que Briseida se case con mi hijo.

—¿Ha llegado tu hora, Aquiles? —preguntó Ulises, inquieto.

—No lo creo así, pero no tardará en llegar. —Le tendí la mano—. Prométeme que le entregarás mi armadura a mi hijo.

—Eso ya te lo he prometido. La tendrá.

Néstor se enjugó los ojos y se sonó con la manga.

—Todo se hará como tú deseas, Aquiles —dijo.

Se mesó los cabellos con dedos temblorosos y añadió:

—¡Ojalá dios me llamara! He rogado una y otra vez, pero no me escucha. ¿Cómo regresar a Pilos sin todos mis hijos? ¿Qué les diré a sus madres?

—Regresarás, Néstor —le dije—. Aún te quedan dos hijos. Cuando te encuentres tras tus bastiones y contemples la playa arenosa, Troya se desvanecerá como un sueño. Recuerda a los que caímos y sirve libaciones por nosotros.

Decapité a Memnón y tiré su cadáver a los pies de Néstor. Aquel día cobramos nuevos ánimos, el efímero resurgir troyano concluyó. Se retiraron lentamente por la llanura mientras yo, con una agonía extraña en mi interior, mataba sin descanso. Se me dormía el brazo aunque el hacha se hundía con frecuencia y sin piedad. Pero, mientras me abría paso entre lo mejor que podía ofrecer el rey Hattusilis de los hititas hasta el altar bañado en sangre que era Troya, me sentía enfermar ante tamaña carnicería. En mi fuero interno sentía suspirar una voz, pensé que la de mi madre, confusa por las lágrimas.

Al concluir la jornada rendí homenaje a Néstor y asistí a los últimos ritos en honor de Antíloco. Tendimos al muchacho junto a sus cuatro hermanos en la cámara rocosa reservada para la casa de Neleo y arrojamos a Memnón a sus pies como un perro. Pero me resultaba insoportable pensar en los juegos fúnebres y en el festín, por lo que me escabullí.

Briseida, como de costumbre, me aguardaba.

—Siempre disipas mis pesares —le dije tomando su rostro entre mis manos.

—Siéntate y acompáñame —me dijo.

Me senté pero me sentía incapaz de hablarle, una horrible frialdad se infiltraba en mi corazón. Ella siguió charlando con alegría hasta que me miró y su animación se extinguió.

—¿Qué sucede, Aquiles? —me dijo.

Moví la cabeza en silencio y me levanté para salir al exterior, donde permanecí con la cabeza erguida ante los infinitos límites del cielo.

—¿Qué sucede, Aquiles? —repitió.

—¡Oh Briseida! ¡Me siento destrozado hasta las mismas raíces! ¡Nunca hasta este momento había sentido el viento con tanta viveza, percibido con tal intensidad el olor de la vida, visto las estrellas tan claras, tan tranquilas!

—Vamos adentro —me apremió tirándome de la manga.

Me dejé conducir hasta una silla y me senté mientras ella se instalaba a mis pies y se abrazaba a mis rodillas mirándome al rostro.

—¿Se trata de tu madre, Aquiles?

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