Lo amaba mucho más que a mí mismo, más que a Patroclo, a Briseida o a mi padre, porque era yo mismo en otro cuerpo; él era el precursor de la muerte, tanto si me asestaba el impacto mortal como si yo duraba unos días más hasta que algún otro troyano acabase conmigo. Uno de los dos debía perecer en el duelo; el otro, poco después, porque así se había decidido cuando se entretejieron los hilos de nuestros destinos.
—Han sido muchos años, Aquiles —comenzó.
De pronto se interrumpió, como si no pudiera expresar sus sentimientos con palabras.
—Héctor, hijo de Príamo, ojalá hubiéramos podido ser amigos. Pero no puede olvidarse la sangre que ha corrido entre nosotros.
—Mejor morir a manos de un enemigo que de un amigo —respondió—. ¿Cuántos hombres han perecido en el Escamandro?
—Quince mil. Será la caída de Troya.
—Sólo cuando yo haya muerto. No lo verán mis ojos.
—Ni los míos.
—Ambos hemos nacido sólo para la guerra. Lo que de ella resulte no nos importa, y me place que así sea.
—¿Está tu hijo en edad de vengarte, Héctor?
—No.
—Entonces te llevo ventaja. Mi hijo vendrá a Troya a vengarme, y Ulises procurará que el tuyo no viva lo suficiente para lamentar su escasa edad.
Se le mudó el rostro.
—Helena me advirtió de que desconfiase de Ulises. ¿Es hijo de un dios?
—No, su padre es un villano. Yo lo consideraría el espíritu de Grecia.
—Ojalá pudiera prevenir a mi padre sobre él.
—No vivirás para ello.
—Acaso acabe yo contigo, Aquiles.
—Si lo haces, Agamenón ordenará que te reduzcan.
Permaneció unos instantes pensativo.
—¿Dejas mujeres que lloren por ti? ¿Un padre?
—No moriré olvidado.
Y en aquel momento nuestro amor ardió con más fuerza que nuestro odio. Tendí bruscamente la mano antes de que aquellos fervientes impulsos pudieran morir en mí. Héctor me cogió por la muñeca.
—¿Por qué te has quedado para enfrentarte conmigo?
Apretó los dedos y el dolor ensombreció su rostro.
—¿Cómo podía regresar? ¿Cómo mirar a mi padre sabiendo que por mi irreflexión y necedad hemos perdido tantos miles de hombres? Debía haberme retirado a Troya el día que maté a tu amigo, el que vestía tu armadura. Polidamante me advirtió de ello, pero yo no le hice caso. Deseaba enfrentarme contigo. Ésa es la verdadera razón por la que mantuve nuestro ejército en la llanura.
Retrocedió unos pasos, me soltó el brazo y de nuevo me miró como a un enemigo.
—Te he estado observando con esa hermosa armadura de oro, Aquiles, y he decidido que debe de ser de oro macizo y que su peso ha de abrumarte. Mi armadura es mucho más ligera. Por ello, antes de que crucemos nuestras espadas, te desafío a una carrera.
Y, tras pronunciar aquellas palabras, puso pies en polvorosa. Permanecí unos instantes inmóvil y eché a correr tras él. Una idea inteligente la tuya, Héctor, pero has cometido un error. ¿Por qué intentar alcanzarlo? En breve él tendría que volverse y enfrentarse conmigo. A un cuarto de legua de la puerta Escea, en dirección a nuestro campamento —su dirección—, las murallas de Troya proyectaban un enorme contrafuerte hacia el sur y allí le interceptó el paso el ejército griego.
Advertí que respiraba con facilidad, tal vez mi lucha con el viejo Escamandro me había inspirado alientos renovados. Regresó y yo me detuve.
—¡Aquiles! — gritó—. ¡Si te doy muerte, te juro que devolveré intacto tu cadáver a tus hombres! ¡Prométeme que harás lo mismo en mi caso!
—¡No! ¡He jurado entregarle tu cuerpo a Patroclo!
Sentí una ráfaga de viento en la cabeza y se me llenaron los ojos de polvo. Héctor alzaba ya su brazo, Viejo Pelión ya había salido despedido de mi mano. Su lanzamiento había sido atinado, pues el eje rebotó en el centro de mi escudo mientras que Viejo Pelión caía lánguidamente ante mis propios pies. Héctor lanzó su segundo proyectil sin darme tiempo a recoger mi lanza, pero el caprichoso viento viró de nuevo y no logré recuperarla. Héctor desenvainó su espada del tahalí púrpura de Áyax y arremetió contra mí. Se me presentaba un dilema: conservar el escudo y protegerme de un brillante adversario o arrojarlo a un lado y luchar libre de obstáculos. Podía resistir la armadura pero el escudo era demasiado pesado. De modo que me desprendí de él y me enfrenté a Héctor con la espada. Aunque ya se hallaba dispuesto para el ataque, le fue posible detenerse y se liberó también de su escudo.
Cuando nos encontramos descubrí el inmenso placer que da luchar con un rival perfecto. Detuve el descendente tajo de su espada con la mía y nuestros brazos permanecieron rígidos mientras ninguno de los dos cedía; saltamos hacia atrás al tiempo y nos rodeamos uno a otro, buscando cada uno su oportunidad. Las armas silbaron una canción mortal mientras cortaban el aire. Le produje un arañazo en el brazo izquierdo cuando él arremetía contra mí, pero en el mismo cruce de armas él acertó en el cuero que me protegía el muslo y rasgó la carne por debajo. Ambos sangrábamos, pero ninguno se detuvo a examinar sus heridas; estábamos ansiosos por acabar. Estocada tras estocada, las hojas destellaban, descendían, eran desviadas y arremetían de nuevo.
Cambié de lugar prudentemente tratando de conseguir una oportunidad. Héctor era algo más pequeño que yo, por consiguiente mi armadura debía presentar alguna imperfección, algún lugar donde no se hallara adecuadamente protegido. ¿Pero dónde? Estuve a punto de acertarle en el pecho pero se ladeó con rapidez y, cuando levantó el brazo, advertí que la coraza se abría por la parte del cuello donde el casco no cubría por completo. Retrocedí obligándole a seguirme, maniobrando para adoptar una postura mejor. Y entonces sucedió; la enojosa debilidad de los tendones de mi talón derecho, que me retorcieron el pie y me hicieron tropezar. Pero, mientras sofocaba un grito de horror, mi cuerpo compensaba el desequilibrio y me mantenía erguido aunque dejándome totalmente desprotegido ante la espada de Héctor.
Mi adversario advirtió al punto la ocasión y arremetió contra mí con la velocidad de una serpiente, levantando el arma para asestarme el golpe mortal y con la boca abierta para proferir un salvaje grito de alegría. Su coraza —mi coraza— se desvió de la parte izquierda de su cuello y yo me lancé contra él en aquel mismo momento. En cierto modo, mi brazo resistió la poderosa fuerza de su brazo y su espada descendió y chocó con la mía con estrépito; su espada cayó a un lado mientras yo, sin desviarme, hundía mi hoja en la parte izquierda de su cuello, entre la coraza y el casco.
Mi adversario se desplomó en el suelo llevándose consigo mi espada, con tal rapidez que no tuve la oportunidad de ayudarlo a descansar en el suelo. Solté la empuñadura como si fuera un hierro al rojo vivo y lo contemplé a mis pies. Aún no había muerto pese a haber recibido una herida mortal. Me miró con fijeza con sus grandes ojos negros que revelaban su certeza, su aceptación. La hoja debía de haber cercenado todas las venas en su camino y haberse clavado en un hueso, pero como aún seguía hundida no podía morir. Movió lenta y temblorosamente las manos hasta aferrar con firmeza la maligna y afilada hoja. Me aterró que se propusiera arrancarla antes de que yo estuviera preparado —¿llegaría a estarlo?—, y caí de rodillas a su lado. Pero en aquellos momentos yacía inmóvil y respirando con dificultades, y crispaba los dedos en torno a la hoja mientras goteaba la sangre de sus laceradas manos.
—Has luchado bien —dijo.
Movió los labios, ladeó un poco la cabeza por su esfuerzo al intentar hablar y la sangre manó a chorros, brutalmente. Le cogí el rostro con las manos empapadas en ella. El casco rodó en el suelo y su moño de negro pelo trenzado cayó entre el polvo mientras comenzaba a deshacerse.
—Mayor placer hubiera sido luchar contigo, no contra ti —dije, deseoso de decirle lo que él deseaba oírme decir.
Todo o casi todo.
Tenía una expresión viva y llena de complicidad. Un tenue reguero de sangre fluía por la comisura de su boca, en esta ocasión con rapidez; sin embargo, yo no podía resistir la idea de que muriese.
—¡Aquiles!
Apenas le oí pronunciar mi nombre. Me incliné hasta acercar mi oído a sus labios.
—¿Qué deseas?
—Entrega mi cuerpo… Dáselo a mi padre…
Casi todo, pero no eso.
—No puedo, Héctor. Prometí entregarte a Patroclo.
—Devuélveme… Si voy con Patroclo… Tu propio cuerpo… alimentará a los perros de Troya.
—Lo que deba ser, será. Lo he jurado.
—Entonces ya se ha… acabado.
Se retorció con las fuerzas que el dios le inspiró, asió con vigor la empuñadura y con sus últimos alientos arrancó la hoja. Sus ojos se nublaron al instante, profirió un estertor al tiempo que surgía de su nariz una espuma rosácea, y murió.
Seguí arrodillado e inmóvil con su cabeza entre las manos. Todo el mundo se había quedado en silencio. Las almenas que se levantaban inmensas junto a mí eran tan pétreas como el cadáver de Héctor; y tampoco llegaba murmullo alguno desde el ejército de Agamenón, que se encontraba a mis espaldas. ¡Qué hermoso era aquel troyano gemelo mío, mi mejor mitad! ¡Y cuánto lloraba su marcha!… ¡Qué dolor! ¡Qué pena!
«¿Por qué lo amas, Aquiles, si él me ha matado?»
Me levanté bruscamente entre los apresurados latidos de mi corazón. ¡Había sonado en mi interior la voz de Patroclo!
Héctor estaba muerto. Yo había prometido matarlo y ahora, en lugar de regocijarme, lloraba. ¡Lloraba mientras Patroclo yacía inerte sin el precio de su transporte por el río!
Mi movimiento disipó el silencio. Un espantoso grito de desesperación llegó resonando desde la torre de vigilancia. Príamo lamentaba la muerte de su hijo más querido. Otras voces lo secundaron y el aire se llenó de lamentos femeninos, de hombres que clamaban a sus dioses y del sordo tamborileo de los puños en los pechos como tambores fúnebres. Y detrás de mí el ejército de Agamenón me vitoreaba sin descanso.
Le arranqué ferozmente la armadura, liberándome del molesto pesar que aquejaba mi corazón, extirpando de mis tuétanos el instinto de lamentarme mientras mascullaba una maldición por cada fragmento que desprendía. Cuando hube concluido, los reyes formaron un círculo en torno a su cuerpo desnudo. Agamenón contempló aquel rostro inexpresivo con despectiva sonrisa y hundió en el costado de Héctor la lanza que empuñaba. Su ejemplo fue secundado por todos los demás, que infligieron al pobre e indefenso guerrero los golpes que no habían podido darle en vida.
Me volví asqueado, aprovechando la oportunidad para avivar mi ardiente ira y enjugar así mis lágrimas. Cuando de nuevo me volví descubrí que sólo Áyax se había abstenido de insultar el cadáver de Héctor. ¿Cómo podían tacharlo de rústico cuando era el único que comprendía? Aparté bruscamente a Agamenón y a los demás.
—¡Héctor me pertenece! ¡Tomad vuestras armas e idos!
Retrocedieron repentinamente avergonzados, de modo que casi parecían una manada de perros sarnosos apartados de la carne robada.
Extraje el tahalí púrpura de la hebilla de la coraza y desenfundé mi daga, con la que corté las partes más delgadas de sus talones; pasé por ellas el cuero teñido e incrustado mientras Áyax, con rostro impasible, observaba el destino final de su regalo. Automedonte acercó mi carro y yo aseguré el tahalí en su respaldo.
—Apéate —le dije a mi auriga—. Conduciré yo mismo.
Mis tres corceles blancos corcoveaban al olfatear la muerte, pero cuando enrollé las riendas en mi puño se tranquilizaron. Conduje el carro de un lado a otro bajo la torre de vigilancia, entre las expresiones de dolor procedentes de lo alto de las murallas de Troya y las exclamaciones de júbilo del ejército de Agamenón.
Los cabellos de Héctor se habían destrenzado y se arrastraban por la tierra pisoteada, enredados y agrisados mientras sus brazos yacían inertes a ambos lados de su cabeza. En doce ocasiones fustigué a mis caballos entre la torre de vigilancia y la puerta Escea, exhibiendo las perdidas esperanzas de Troya bajo sus propias murallas y proclamando nuestra inevitable victoria. Luego regresé a la playa.
Patroclo yacía estático y amortajado en sus andas. En tres ocasiones rodeé la
plaza,
luego desmonté y solté el tahalí. Me fue fácil coger en brazos el cuerpo inerte de Héctor; sin embargo, en cierto modo, arrojarlo al suelo, dejarlo tendido de forma desmañada a los pies de Patroclo me resultó muy difícil. Pero así lo hice. Briseida se apartó a un lado, asustada. Me desplomé en su silla con la cabeza sobre las rodillas y de nuevo me eché a llorar.
—¡Ven a casa, Aquiles! —me dijo.
Alcé la mirada con la intención de negarme. Ella también había sufrido, no podía permitir que padeciera por más tiempo. Así pues, me levanté aún llorando y marché con ella a mi casa. Ella me hizo sentarme y me dio un paño para enjugarme el rostro, un cuenco con agua para lavarme las ensangrentadas manos y vino para confortarme. Como fuese, consiguió quitarme aquella férrea armadura y luego me curó la herida del muslo.
Cuando comenzaba a tirar de mi equipo acolchado la detuve.
—Déjame —le dije.
—Debo bañarte.
—No puedo hasta que Patroclo sea enterrado.
—Patroclo se ha convertido en tu espíritu maligno —dijo quedamente—. Y eso es una burla de lo que fue en vida.
Salí de la casa con ardiente mirada de reproche y anduve, no hasta la plaza donde yacía Patroclo, sino hasta los guijarros, y allí me desplomé como una piedra más.
Me dormí sumido en una especie de trance de paz profunda hasta que en el abismo anodino donde me hallaba inmerso apareció una blancura fibrosa, resplandeciendo con luz sobrenatural y entre cuyas tenues espirales se cernía el negro abismo. Desde la distancia se introdujo aún más próximo al centro de mi mente cobrando forma y opacidad a medida que se acercaba hasta que se detuvo frente al núcleo de mi espíritu en su configuración final. Patroclo contemplaba mi desnudez con sus tranquilos ojos azules, su delicada boca tenía una dura expresión, tal como yo la recordaba en sus últimos momentos, y sus rubios cabellos estaban manchados de rojo.
—¡Aquiles, Aquiles! —susurró con voz que a un tiempo era y no era la suya, lúgubre y estridente—. ¿Cómo puedes dormir cuando yo aún no he recibido sepultura ni he podido cruzar el Río? ¡Libérame! ¡Líbrame de este barro! ¿Cómo puedes dormir si aún no he sido enterrado?
Tendí los brazos para suplicar su comprensión y traté de explicarle por qué lo había dejado luchar en mi lugar balbuceando una explicación tras otra. Intenté abrazarle pero me encontré con el vacío, la sombra se encogió y se diluyó en la oscuridad hasta que se desvaneció el último murmullo de su voz de murciélago, hasta que la última fibra de su luminiscencia se disipó en la nada. ¡En la más absoluta nada!