La casa de la seda (11 page)

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Authors: Anthony Horowitz

BOOK: La casa de la seda
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Seguimos al hombrecillo por otro pasillo, atravesando una puerta que daba a otra habitación que era demasiado grande y gélida como para resultar cómoda, aunque se hubiera hecho un intento con estanterías, un sofá y varias sillas colocadas alrededor de la chimenea. Un escritorio grande, con bastantes papeles amontonados, estaba ubicado para que las vistas a través de las ventanas dieran al césped y al huerto. Hacía frío en el pasillo, pero hacía más frío ahí dentro, a pesar del fuego en el hogar. El brillo rojizo y el olor del carbón ardiendo daban sensación de calor, pero poco más. La lluvia martilleaba las ventanas y se escurría por los cristales. Había atenuado el color de los campos. Aunque estaba mediada la tarde, muy bien podría haber sido de noche.

—Querida —exclamó nuestro anfitrión—, estos son el señor Sherlock Holmes y el doctor Watson. Han venido a solicitar nuestra ayuda. Caballeros, les presento a mi esposa, Joanna.

No me había fijado en la mujer, que estaba sentada en un sillón en la esquina más oscura de la habitación leyendo un libro con cientos de páginas que sostenía en el regazo. Si esta era la señora Fitzsimmonds, entonces hacían una extraña pareja, pues ella era sorprendentemente alta y, yo diría, bastantes años mayor que él. Vestía de negro por completo, con un vestido de raso pasado de moda, con cuello alto y ceñido a los brazos, bordado con cuentas de pasamanería en los hombros. Llevaba el cabello recogido en un moño y sus dedos eran largos y delgados. Si yo hubiera sido un chiquillo, hubiera pensado que era una bruja. Ciertamente, al mirarles, tuve el pensamiento poco caritativo de que podía entender por qué Ross había preferido huir. Si hubiera estado en su lugar, probablemente habría hecho lo mismo.

—¿Tomarán el té? —preguntó la señora. Su voz era tan fina como el resto; su acento, cultivado adrede.

—No les molestaremos —respondió Holmes—. Como bien saben, estamos aquí por un asunto bastante urgente. Estamos buscando a un chico, un golfillo callejero al que conocemos solo por el nombre de Ross.

—¿Ross? ¿Ross? —El reverendo pensó detenidamente—. ¡Ah, sí! ¡El pobre y joven Ross! No le hemos visto hace tiempo, señor Holmes. Vino desde una situación muy difícil, como pasa con tantos de los que tenemos a nuestro cargo. No se quedó con nosotros mucho tiempo.

—Era un niño difícil y desagradable —interrumpió su esposa—. No obedecía las reglas. Incordiaba a otros muchachos. Se negaba a encajar.

—Eres dura, muy dura, querida. Pero es cierto, señor Holmes, que Ross nunca se mostró agradecido por la ayuda que le intentamos dar, y que nunca se ajustó a nuestras normas. Solo estuvo unos meses antes de escapar. Eso fue el verano pasado. Julio o agosto... Tendría que consultar mis notas para estar seguro. ¿Puedo preguntar por qué le están buscando? Espero que no haya hecho nada malo.

—En absoluto. Hace unas cuantas noches fue testigo de ciertos sucesos en Londres. Solo deseo saber qué es lo que vio.

—Suena de lo más misterioso, ¿verdad, querida? No le pediré que me lo aclare. No sabemos de dónde vino. No sabemos adónde ha ido.

—Entonces no les robaré más tiempo. —Holmes se volvió hacia la puerta, y después pareció cambiar de opinión—. Aunque quizás, antes de que nos vayamos, querría contarnos algo acerca de su trabajo aquí. ¿La granja Chorley es de su propiedad?

—No, señor. Mi esposa y yo somos empleados de la Sociedad para la Educación de Descarriados Adolescentes. —Señaló al retrato de un caballero de la nobleza, apoyado contra una columna —. Ese es el fundador, sir Crispin Ogilvy, ya difunto. Compró esta granja hace cincuenta años, y gracias a su legado podemos mantenerla. Tenemos treinta y cinco chicos aquí, todos sacados de las calles de Londres, y salvados de un futuro rastrillando cáñamo o perdiendo las horas en el molino. Les damos comida y cobijo y, lo que es más importante, una buena educación cristiana. Además de leer, escribir y matemáticas básicas, los chicos aprenden cómo hacer zapatos, coser y labores de carpintería. Se habrá fijado en los campos. Tenemos cien acres y producimos casi toda nuestra comida. Los muchachos también aprenden a criar cerdos y cuidar aves. Cuando terminan aquí, muchos de ellos se van a Canadá, América o Australia a empezar una nueva vida. Estamos en contacto con unos cuantos granjeros que estarán encantados de darles la bienvenida para que puedan empezar desde cero.

—¿Cuántos profesores hay?

—Solo somos cuatro, aparte de mi mujer, y nos dividimos las responsabilidades entre nosotros. Ya ha conocido al señor Vosper en la puerta. Creo que le dije que enseñaba matemáticas y lectura, aparte de ser el portero. Han llegado mientras se dan las clases de la tarde, y mis otros dos profesores están en ellas.

—¿Cómo llegó Ross aquí?

—Sin duda, le recogieron en uno de los refugios de indigentes o en algún albergue nocturno. La sociedad tiene voluntarios que trabajan en la ciudad y nos traen a los chicos. Puedo preguntar si así lo desea, pero ha pasado tanto tiempo desde que supimos de él que dudo que pueda ser de alguna ayuda.

—No podemos obligar a los chicos a quedarse —dijo la señora Fitzsimmonds—. La mayoría de ellos así lo escogen, y crecerán y serán un orgullo para la escuela y para ellos mismos. Pero de vez en cuando hay chicos problemáticos, que no muestran ni la menor gratitud.

—Tenemos que confiar en los niños, Joanna.

—Eres demasiado bondadoso, Charles. Se aprovechan de ti.

—A Ross no se le puede culpar por lo que era. Su padre era un matarife que se topó con una oveja enferma y, como resultado, murió lentamente. Su madre se refugió en el alcohol. También está muerta. A Ross le cuidó su hermana mayor durante un tiempo, pero no sabemos qué pasó con ella. ¡Ah, sí! Ya recuerdo. Usted preguntó cómo había ido a parar aquí. A Ross le arrestaron por hurto. Al juez le dio pena y nos lo envió.

—Una última oportunidad —la señora Fitzsimmonds sacudió la cabeza—. Tiemblo solo de pensar qué podría pasarle.

—¿Así que no tienen ni idea de dónde podríamos encontrarle?

—Siento haber malgastado su tiempo, señor Holmes. No tenemos recursos para buscar a los chicos que escogen dejarnos, y la verdad sea dicha, ¿para qué? «Pues me has abandonado y en consecuencia también te dejé». ¿Nos puede decir qué fue lo que presenció y por qué es tan importante para ustedes encontrarle?

—Creemos que está en peligro.

—Todos los chicos sin hogar están en peligro —Fitzsimmonds dio una palmada como si se le acabara de ocurrir algo—. Pero ¡a lo mejor le ayudaría hablar con algunos de sus antiguos compañeros! Siempre es posible que pueda haberle dicho a alguno de ellos algo que preferiría no contarnos a nosotros. Y si no les importa acompañarme, me dará la oportunidad de enseñarles la escuela y explicarles un poco más acerca de nuestro trabajo.

—Sería muy amable por su parte, señor Fitzsimmonds.

—El placer es solo mío.

Dejamos el estudio. La señora Fitzsimmonds no nos acompañó, sino que permaneció en su sitio en la esquina, con la mente sumida en su pesado libro.

—Deben perdonar a mi esposa —susurró el reverendo Fitzsimmonds—. Pueden pensar que es un poco severa, pero les puedo asegurar que vive por y para estos críos. Les enseña religión, ayuda con la colada y les cuida cuando están enfermos.

—¿No tienen hijos propios? —pregunté.

—A lo mejor no he sido suficientemente claro, doctor Watson. Tenemos treinta y cinco hijos, pues les tratamos exactamente igual que si fueran nuestra propia carne y nuestra propia sangre.

Nos volvió a llevar al pasillo que habíamos visto primero, y entramos en una de las habitaciones, que olía mucho a cuero y cáñamo verde. Aquí se encontraban ocho o nueve chicos, todos limpios y arreglados, con delantales, concentrados en silencio en los zapatos que tenían delante mientras el hombre que habíamos conocido en la puerta, el señor Vosper, les observaba. Todos se levantaron cuando entramos y permanecieron en un respetuoso silencio, pero el señor Fitzsimmonds les hizo una seña.

—¡Sentaos, sentaos, chicos! Este es el señor Sherlock Holmes, de Londres, que ha venido a visitarnos. Mostradle lo diligentes que podéis ser —los chicos siguieron con su trabajo—. ¿Todo va bien, señor Vosper?

—Desde luego, señor.

—¡Bien, bien! —Fitzsimmonds irradiaba satisfacción—. Tienen dos horas más de trabajo y después una hora de ocio antes del té. Nuestro día se termina a las ocho en punto con oraciones y, después, a la cama.

Marchó de nuevo, con sus cortas piernas esforzándose para propulsarle hacia delante, esta vez hacia arriba para enseñarnos un dormitorio, un poco espartano pero desde luego limpio y aireado, con las camas alineadas como soldados, separadas entre sí menos de un metro. Vimos las cocinas, el comedor, un taller y finalmente llegamos a donde estaban dando clase. Era una habitación cuadrada con una pequeña estufa en una esquina, una pizarra en una pared y un texto bordado con la primera línea de un salmo en la otra. Había algunos libros colocados en los estantes, un ábaco y unos cuantos objetos esparcidos (piñas piñoneras, piedras y huesos de animales) que debían de haber sido recolectados en los paseos por el campo. Un hombre joven estaba sentado corrigiendo un cuaderno mientras un chico de doce años, en el puesto del supervisor de la clase, estaba de pie leyendo a sus compañeros una Biblia muy usada. El chiquillo se paró cuando entramos. Quince estudiantes estaban sentados en tres filas, escuchando con atención, y una vez más se levantaron respetuosamente, mirándonos con caritas pálidas y serias.

—¡Sentaos, por favor! —exclamó el reverendo—. Perdone la interrupción, señor Weeks. Harry, ¿eso que he escuchado ahora mismo era el Libro de Job? «Pues desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré...».

—Sí, señor.

—Muy bien. Buena elección de texto —hizo un gesto al profesor, el único que había permanecido sentado. Bien entrado en la veintena, tenía una cara extraña y contrahecha, y una maraña de pelo castaño que le caía desigual por un lateral de la cabeza—. Este es Robert Weeks, graduado del Balliol College. El señor Weeks tenía una brillante carrera por delante en la ciudad, pero decidió venirse con nosotros durante un año para ayudar a los más desfavorecidos. Señor Weeks, ¿recuerda a un chico, Ross?

—¿Ross? Fue el que escapó.

—Este caballero de aquí es el mismísimo Sherlock Holmes en persona, el famoso detective —esto causó una sacudida de reconocimiento entre algunos de los chicos—. Teme que Ross se haya metido en líos.

—No me extrañaría —masculló el señor Weeks—. No era un niño fácil.

—¿Eras compañero suyo, Harry?

—No, señor —contestó el supervisor.

—Bueno, seguro que hay alguien en esta sala que fue su amigo y habló con él, y a lo mejor puede ayudarnos. Recordaréis, muchachos, que hablamos mucho después de que Ross se marchara. Os pregunté a todos adonde se podría haber ido y ninguno fue capaz de decirme nada. Os ruego a todos que toméis el asunto en consideración una vez más.

—Solo deseo ayudar a vuestro amigo —añadió Holmes.

Hubo un breve silencio. Después un muchacho en la fila de atrás levantó la mano. Era rubio, y bastante delicado; calculé que tendría once años.

—¿Es usted el hombre de los relatos? —preguntó.

—Así es. Y él es el hombre que los escribe —era poco común oír a Holmes presentarme de esa manera, y tengo que decir que me sentí tremendamente satisfecho de escucharlo—. ¿Los lees?

—No, señor. Hay muchas palabras largas. Pero algunas veces el señor Weeks nos los lee.

—Os dejaremos volver a vuestras clases —dijo Fitzsimmonds, y empezó a guiarnos hacia la puerta.

Pero el chico del fondo no había terminado todavía.

—Ross tiene una hermana, señor —dijo.

Holmes se dio la vuelta.

—¿En Londres?

—Creo que sí. Sí. Habló de ella una vez. Se llama Sally. Dijo que trabajaba en una taberna, La Bolsa de Clavos.

Por primera vez, el reverendo Fitzsimmonds se enfadó, y unas manchas rojas se extendieron por sus mejillas.

—Eso está muy mal por tu parte, Daniel —dijo—. ¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Se me olvidó, señor.

—Si lo hubieras recordado, podríamos haber sido capaces de encontrarle y protegerle de cualquier problema con el que se topara.

—Lo siento, señor.

—Ni una palabra más. Venga, señor Holmes.

Los tres caminamos hacia la puerta principal de la escuela. Holmes había pagado al conductor del coche para que nos esperara, y me alegré al ver que seguía allí, pues todavía llovía copiosamente.

—El colegio habla muy bien de usted —dijo Holmes—. Estoy impresionado por lo callados y disciplinados que parecen los chicos.

—Le estoy muy agradecido —contestó Fitzsimmonds, relajándose y volviendo a su natural afable—. Mis métodos son muy simples, señor Holmes. El palo y la zanahoria, bastante literal. Cuando los chicos se comportan mal, les azoto. Pero si trabajan duro y siguen nuestras reglas, entonces se encuentran con que están bien alimentados. En los seis años que mi esposa y yo llevamos aquí, dos chicos han muerto, uno por un defecto congénito del corazón y el otro de tuberculosis. Pero Ross es el único que se ha escapado. Cuando le encuentre, pues estoy seguro de que lo hará, espero que le convenza para que vuelva. La vida aquí no es tan austera como parece con este horroroso clima. Cuando el sol brilla y los chicos pueden correr al aire libre, la granja Chorley también puede ser un lugar alegre.

—Estoy seguro. Una última cuestión, señor Fitzsimmonds. ¿El edificio de enfrente es parte de la escuela?

—Desde luego, señor Holmes. Cuando llegamos aquí al principio era el taller del carrocero, pero lo adaptamos a nuestras necesidades y ahora lo usamos para representaciones. ¿Le he mencionado que cada chico de la escuela toca un instrumento?

—Hace poco dieron una.

—Hace dos noches. Sin duda se ha fijado en las numerosas marcas de ruedas. Me sentiría honrado si usted acudiera a nuestro próximo recital, señor Holmes..., y usted también, señor Watson. Es más, ¿considerarían convertirse en patronos de la escuela? Lo hacemos lo mejor que podemos, pero necesitamos toda la ayuda posible.

—Lo pensaré —respondió Holmes, y con un apretón de manos nos fuimos—. Debemos ir directamente a La Bolsa de Clavos, Watson —dijo Holmes en el momento en que nos subimos al coche—. No podemos perder ni un segundo.

—¿Realmente cree...?

—El chico, Daniel, nos ha contado lo que no había querido decir a sus maestros, pero solo porque sabía quiénes éramos y piensa que podemos salvar a su amigo. Por esta vez, Watson, me estoy dejando llevar por mi instinto y no por mi intelecto. Me pregunto qué es lo que me causa tanta alarma. ¡Arree a los caballos, conductor, y llévenos a la estación! Y roguemos para no llegar tarde.

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