La casa de la seda (14 page)

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Authors: Anthony Horowitz

BOOK: La casa de la seda
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—Me llamo Sherlock Holmes.

—¿El detective? Qué honor. ¿Y qué le trae por aquí, señor Holmes? ¿A lo mejor algo relacionado con un collar de oro con zafiros engastados, una pieza muy bonita? Pagué cinco libras por él y la policía se lo volvió a llevar, así que no gané nada. Cinco libras, y podría haber pedido el doble si no hubiera sido desempeñado. Pero así son las cosas. Todos vamos por el camino de la perdición, pero algunos están más adelantados que otros.

Supe que por lo menos en una cosa estaba mintiendo. Valiera lo que valiera el collar de la señora Carstairs, solo le habría dado a Ross unos cuantos peniques. A lo mejor de ahí provenían los cuartos de penique que habíamos encontrado.

—No nos interesa el collar —dijo Holmes—. Ni el hombre que lo trajo.

—Pues eso está muy bien, porque el hombre que lo trajo, un americano, está muerto, o eso dice la policía.

—Estamos interesados en otro de sus clientes. Un chiquillo que se llama Ross.

—He oído que Ross también ha dejado este valle de lágrimas. ¿Qué probabilidades dirían ustedes que hay de perder a dos pichones en tan breve plazo de tiempo?

—Le pagó con dinero a Ross recientemente.

—¿Quién le ha dicho eso?

—¿Lo niega?

—Ni lo niego ni lo afirmo. Solo digo que estoy muy ocupado y les agradecería que se marcharan.

—¿Cómo se llama?

—Russell Johnson.

—Muy bien, señor Johnson. Le haré una propuesta. Cualquier cosa que Ross le trajera, se la compraré, y le pagaré un buen precio, pero solo con la condición de que juegue limpio conmigo. Sé bastante acerca de usted, señor Johnson, y si me intenta mentir, lo sabré, y volveré con la policía y me llevaré lo que quiera, y usted se encontrará con que al final no ha sacado ningún beneficio.

Johnson sonrió pero me pareció que su cara se llenaba de melancolía.

—No sabe nada acerca de mí, señor Holmes.

—¿Ah, no? Diría que creció en una familia acomodada y tuvo una buena educación. Podría haber llegado a ser un pianista de éxito, pues tal era su ambición. Su perdición se debió a una adicción, probablemente las apuestas, posiblemente a los dados. Estuvo en prisión a principios de este año por aceptar mercancía robada y los guardias de la prisión le consideraron problemático. Cumplió una sentencia de unos tres meses, pero le soltaron en octubre y desde entonces ha seguido con sus negocios.

Por primera vez Johnson prestó atención a Holmes.

—¿Quién le ha contado todo eso?

—No necesito que me lo cuenten, señor Johnson. Es dolorosamente obvio. Y ahora, si me disculpa, le preguntaré otra vez qué fue lo que le trajo Ross.

Johnson se lo pensó y asintió lentamente.

—Conocí a ese chico, Ross, hace dos meses —dijo—. Acababa de llegar a Londres; vivía en King's Cross, y le trajeron aquí un par de chicos de la calle. No recuerdo mucho acerca de él, excepto que parecía bien alimentado y mejor vestido que los otros, y que llevaba consigo un reloj de bolsillo de caballero, robado, sin duda. Vino unas cuantas veces más después de eso, pero nunca trajo nada tan bueno. —Fue a una vitrina, hurgó entre las cosas y sacó un reloj con cadena, con un revestimiento de oro—. Este es el reloj, y solo le di al crío cinco chelines, aunque vale por lo menos diez libras. Pueden llevárselo por el precio que pagué por él.

—¿Y a cambio?

—Debe decirme cómo sabe tanto acerca de mí. Es usted detective, ya lo sé, pero no me creo que haya sacado toda esa información de la nada basándose en este breve encuentro.

—Es un asunto tan sencillo que, si se lo explico, verá usted que ha llegado a un mal acuerdo.

—Pero si no hago este trato, no seré capaz de dormir.

—Muy bien, señor Johnson. El hecho de que es usted un hombre educado se deduce de su manera de hablar. También me he fijado en el ejemplar de las cartas de Flaubert a George Sand, sin traducir, que estaba leyendo cuando hemos entrado. Es una familia rica la que da a su hijo algo más que unas nociones de francés. También ha practicado largas horas frente al piano. Los dedos de pianista se reconocen fácilmente. Que se encuentre trabajando en este lugar sugiere alguna catástrofe en su vida, y la pérdida súbita de su condición y riqueza. No hay tantas formas de las que podría haber pasado: alcohol, drogas, que le hubiera salido mal un negocio de especulación. Pero ha hablado de probabilidades y se ha referido a sus clientes como pichones, un nombre que se utiliza a menudo para los novatos que apuestan, así que ese es el mundo que le rodea. He advertido que tiene una manía nerviosa. La manera en la que curva su mano sugiere la mesa de dados.

—¿Y la condena a prisión?

—Le han esquilado como a una oveja, el típico corte de pelo que hacen en la cárcel, aunque le ha crecido una longitud que cálculo que será como de ocho semanas, lo que me sugiere que ha salido usted en septiembre. Esto se puede confirmar por el color de su piel. El último mes fue soleado e hizo mucho calor, y es evidente que ya estaba libre por aquellas fechas. Hay marcas en sus muñecas que me dicen que llevó grilletes mientras estuvo en prisión y que se los intentó quitar. Aceptar mercancía robada es el delito más obvio para un prestamista. En lo que se refiere a esta tienda, el hecho de que ha estado ausente un largo periodo de tiempo se descubre de inmediato por los libros en el escaparate, que se han decolorado por la luz del sol, y por el polvo de las estanterías. Al mismo tiempo, me he fijado en muchos objetos, entre ellos este reloj, que no tienen polvo y que, por tanto, han sido añadidos hace poco, lo que indica un negocio reciente.

Johnson le entregó el premio.

—Gracias, señor Holmes —dijo—. Estaba en lo cierto en todos los aspectos. Provengo de una buena familia de Sussex y en otro tiempo deseé ser pianista. Cuando eso no salió bien, me dediqué al derecho y podría haber prosperado si no fuera porque lo encontraba increíblemente aburrido. Una tarde, un amigo me llevó al Club Franco-germano de Charlotte Street. No creo que lo conozca. No hay nada francés ni alemán en ese sitio, de hecho es propiedad de un judío. Bien, desde el momento en el que lo vi, la puerta sin rótulo y con una rejilla, las ventanas pintadas de negro, la oscura escalera que llevaba a las habitaciones bien iluminadas en la planta de arriba, estuve condenado. Ahí estaba la emoción que le faltaba a mi vida. Pagué la cuota de dos chelines y seis peniques y fui presentado al bacará, a la ruleta y, sí, también a los dados. Me encontré arrastrándome durante el día solo para poder llegar a los incentivos de la noche. De repente estaba rodeado de nuevos y brillantes amigos, todos ellos encantados de verme, pero por supuesto, todos ellos eran ganchos, lo que quiere decir que el dueño les pagaba para que me animaran a jugar. Algunas veces ganaba. Más a menudo perdía. Cinco libras una noche. Diez libras la siguiente. ¿Necesito decirles más? Empecé a descuidar el trabajo. Me despidieron. Con mis últimos ahorros me establecí en este local, pensando que una nueva profesión, sin importar lo baja y despreciable que fuera, mantendría mi mente ocupada. ¡No fue así! Todavía vuelvo, noche tras noche. No lo puedo evitar y ¿quién sabe lo que me depara el futuro?

»Me avergüenza pensar lo que dirían mis padres si pudieran verme. Afortunadamente, están muertos. No tengo esposa ni hijos. Si tengo algún consuelo, es que nadie en este mundo se preocupa por mí. Así que no tengo razón para pasar vergüenza.

Holmes le pagó y regresamos juntos a Baker Street. Aunque si pensé que habíamos terminado de trabajar ese día, estaba equivocado. Holmes examinó el reloj en el coche de punto. Era un objeto precioso, un repetidor de minutos con el frente esmaltado y revestido de oro hecho a mano por Touchon & Co., de Ginebra. No había otro nombre ni una inscripción, pero al darle la vuelta encontró una imagen grabada: un pájaro reposando en un par de llaves en cruz.

—¿Un escudo de armas? —sugerí.

—Watson, ha estado brillante —respondió—. Es exactamente lo que creo que es. Y, con un poco de suerte, mi enciclopedia arrojará más luz sobre esto.

Y, ciertamente, esas páginas revelaron que un cuervo y dos llaves componían el emblema de los Ravenshaw, una de las familias más antiguas del reino, con una mansión a las afueras del pueblo de Coin Saint Aldwyn, en Gloucestershire. Lord Ravenshaw, que había sido un ilustre ministro de Asuntos Exteriores del gobierno de entonces, acababa de morir a la edad de ochenta y dos años. Su hijo, el honorable Alec Ravenshaw, era su único heredero y había heredado tanto el título como los bienes familiares. Para mi consternación, Holmes insistió en salir de Londres de inmediato, pero le conocía muy bien, y, sobre todo, la inquietud que formaba una parte vital de su personalidad. No intenté disuadirle. Ahora que lo pienso, yo era tan diligente en mis tareas de biógrafo como él resolviendo sus múltiples casos. Quizás esa sea la razón de que nos lleváramos tan bien.

Solo tuve tiempo de preparar unas cuantas cosas para pasar la noche y, para cuando se puso el sol, ya nos encontrábamos en una agradable posada, cenando pierna de cordero con salsa de menta y una pinta de un clarete bastante decente. No me acuerdo de qué hablamos en la comida. Holmes me preguntó por mi consultorio y creo que le describí algo del interesante trabajo del doctor Metchinkoff en el campo de las teorías celulares. Holmes sentía un interés profundo por todo lo relacionado con la ciencia o la medicina, aunque, como ya he contado, procuraba no llenar su mente con información que en su opinión careciera de valor material. Que el cielo protegiera al hombre que intentara entablar una conversación con él acerca de política o filosofía: un niño de diez años sabría más. Una cosa puedo decir acerca de aquella tarde: en ningún momento discutimos el asunto que nos traíamos entre manos, y aunque el tiempo transcurrió con la cómoda familiaridad de la que tantas veces habíamos disfrutado los dos, pude entrever que obedecía a un propósito. Por dentro, todavía se sentía inquieto. La muerte de Ross se cernía sobre él y no le dejaba descansar.

Incluso antes de haber desayunado, Holmes mandó su tarjeta de visita a Ravenshaw Hall pidiendo un encuentro, y la respuesta llegó rápidamente. El reciente lord Ravenshaw tenía algunos asuntos que atender, pero estaría encantado de vernos a las diez en punto. Cuando sonaron las campanas de la iglesia local marcando la hora, nosotros estábamos subiendo por el camino hacia una mansión de estilo isabelino, construida con piedra de Cotswold y rodeada de hierba, brillante por el rocío de la mañana. Nuestro conocido, el cuervo con las dos llaves, se encontraba en la mampostería encima de la reja principal, y también en el dintel de la puerta delantera. Habíamos llegado a pie, un paseo corto pero agradable desde la posada; a medida que nos acercábamos nos fijamos en un carruaje aparcado a la salida, y de repente un hombre salió corriendo de la casa, se subió y cerró la puerta tras él. El cochero azuzó a los caballos y un momento más tarde se fueron, pasando a nuestro lado a gran velocidad. Pero ya le había reconocido.

—Holmes —dije—, ¡conozco a ese hombre!

—Desde luego, Watson. Es el señor Tobías Finch. ¿Cierto? El socio de más edad de la galería de arte Carstairs y Finch de Albemarle Street. Una curiosa coincidencia, ¿no cree?

—Ciertamente parece muy extraño.

—A lo mejor deberíamos abordar el tema con cierto tacto. Si lord Ravenshaw está valorando si desprenderse de algunos de los recuerdos de familia...

—Podría estar comprando.

—Eso también es una posibilidad.

Llamamos a la puerta y fuimos recibidos por un criado que nos condujo a través del recibidor hasta un salón de proporciones señoriales. Las paredes estaban paneladas con madera hasta la mitad, los retratos de familia estaban situados encima, y el techo era tan alto que ninguna visita se atrevería a alzar la voz por miedo al eco. Las ventanas con parteluz daban a una rosaleda con una reserva de ciervos al fondo. Algunas sillas y sillones habían sido colocados alrededor de la enorme chimenea de piedra —ahí estaba el cuervo otra vez, grabado en el montante—, con la madera verde chisporroteando en el hogar. Lord Ravenshaw estaba allí de pie, calentándose las manos. La primera impresión que me llevé de él no fue del todo favorable. Con el pelo plateado y peinado hacia atrás, su cara era rubicunda y no especialmente atractiva. Los ojos le sobresalían notablemente, y se me ocurrió que podría ser debido a algún desajuste de la glándula tiroides. Vestía una chaqueta de montar a caballo y botas de cuero, y sostenía una fusta en su mano. Incluso antes de que nos hubiéramos presentado, parecía impaciente, queriendo irse.

—El señor Sherlock Holmes —dijo—. Sí, sí. Creo que he oído hablar de usted. ¿Un detective? No puedo imaginar las circunstancias que motivan que nuestros caminos se crucen.

—Tengo algo que creo que le pertenece, lord Ravenshaw.

No nos había pedido que nos sentáramos. Holmes sacó el reloj y se lo llevó al dueño de la mansión. Ravenshaw lo cogió. Durante un momento lo sopesó en las manos, como si no estuviera seguro de que fuera realmente suyo. Lentamente se dio cuenta de que le resultaba conocido. Se preguntó cómo lo había encontrado Holmes. En cualquier caso, estaba satisfecho de tenerlo de nuevo. No dijo ni una palabra, pero todas esas emociones pasaron a través de su rostro y las pude leer incluso yo.

—Bien, estoy muy en deuda con usted —dijo al final—. Le tengo mucho cariño a este reloj. Me lo dio mi hermana. Nunca pensé que lo volvería a ver.

—Me interesaría saber cómo lo perdió, lord Ravenshaw.

—Se lo puedo decir con exactitud, señor Holmes. Ocurrió este verano en Londres; estaba allí para ver la ópera.

—¿Se acuerda del mes?

—Junio. Mientras bajaba del carruaje, un pilluelo se chocó conmigo. No podía tener más de doce años o quizás trece. No me di cuenta en ese momento, pero durante el entreacto de la ópera fui a mirar la hora y, por supuesto, descubrí que me lo habían sustraído.

—Este reloj tiene valor material, y es evidente que también sentimental. ¿Comunicó usted su pérdida a la policía?

—No entiendo el sentido de estas preguntas, señor Holmes. Es más, reconozco que me sorprende que un hombre de su fama se haya molestado en recorrer todo el camino desde Londres para venir aquí y devolvérmelo. ¿Acaso espera una recompensa?

—En absoluto. El reloj es parte de otra investigación más importante y esperaba que me pudiera ayudar con ella.

—Bien, siento decepcionarle. No sé nada más. Y no denuncié el robo porque sé que hay ladrones y carteristas en cada esquina, y no creía que la policía pudiera hacer nada, así que ¿para qué malgastar su tiempo? Le estoy muy agradecido por devolverme el reloj, señor Holmes, y si quiere, le pagaré los gastos del viaje y el tiempo que haya invertido. Pero aparte de eso, creo que solo me queda desearle un buen día.

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