La casa de la seda (18 page)

Read La casa de la seda Online

Authors: Anthony Horowitz

BOOK: La casa de la seda
12.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Dónde está? —pregunté.

—¿Quién?

—¡Ya sabe quién!

Mis ojos pasaron de él a una entrada en el otro extremo de la habitación, donde un pasillo se extendía más allá, iluminado con una lámpara de gas. Ignorando a Creer, y ansioso por salir de ese espantoso lugar antes de que las emanaciones pudieran conmigo, me dirigí hacia allí. Uno de los desgraciados tendidos en los colchones me llamó y me tendió una mano suplicante, pero le ignoré. Había una puerta al final del pasillo, y como Holmes no podría haber salido por la otra, debía de haber salido por ahí. La forcé para abrirla y sentí una bocanada de aire frío. Estaba en la parte trasera del edificio. Oí más gritos, el estrépito de un caballo y su carruaje, el pitido del silbato de la policía. Ya sabía que nos habían engañado, que todo había ido mal. Pero todavía no sabía qué esperar. ¿Dónde estaba Holmes? ¿Estaba herido?

Corrí por el callejón, a través de un pasadizo, y doblé una esquina hasta llegar a un patio. Una pequeña multitud se había apiñado ahí. ¿De dónde podrían haber salido todos a esas horas de la noche? Vi a un hombre en camisón, un oficial de policía, dos más. Estaban mirando el cuadro que se les presentaba enfrente, ninguno de ellos se atrevía a dar un paso y hacerse cargo. Empujé hasta atravesar el gentío. Y nunca olvidaré lo que vi.

Había dos figuras. Una era la de una chica joven que reconocí de inmediato, por una buena razón, pues había intentado matarme solo unos días antes. Era Sally Dixon, la hermana mayor de Ross, que había estado trabajando en La Bolsa de Clavos. Le habían disparado dos veces, en el pecho y en la cabeza. Estaba tendida sobre los adoquines, yacía sobre un charco de líquido que parecía negro en la oscuridad, pero que yo sabía que era sangre. También conocía al hombre que estaba tumbado inconsciente enfrente de ella, con una mano estirada, todavía sujetando el arma que le había disparado.

Era Sherlock Holmes.

ONCE

BAJO ARRESTO

Nunca he olvidado aquella noche ni sus consecuencias.

Aquí sentado, veinticinco años después, todavía tengo cada detalle grabado en la memoria y, aunque a veces tengo que esforzarme a través de la distorsionada lente del tiempo para recordar los rasgos tanto de amigos como de enemigos, solo tengo que parpadear y ahí están: Harriman, Creer, Ackland e incluso el guardia... ¿Cómo se llamaba? ¡Perkins! El caso es que tras haber pasado tantas aventuras con Sherlock Holmes, ya le había visto en graves aprietos en otras ocasiones. Hubo veces en que le creí muerto. Solo hacía una semana, le había visto desvalido y delirante, supuestamente víctima de una enfermedad de un culi de Sumatra. Otra vez en Poldhu Bay, en Cornualles, donde, si no le hubiera arrastrado fuera de la habitación, habría sucumbido a la locura y a la autodestrucción. Recuerdo mi espera junto a él en Surrey cuando una mortífera serpiente de los pantanos salió deslizándose de la oscuridad. ¿Y cómo podría completar esta breve lista sin recordar la completa desesperación, lo vacío que me sentía por dentro cuando regresé, solo, de las cataratas de Reichenbach? Y, sin embargo, todo esto palidece en comparación con esa noche en Bluegate Fields. Pobre Holmes. Le veo ahora, recobrando la consciencia para encontrarse rodeado, bajo arresto y sin ser capaz de explicarse a sí mismo ni a los demás qué era lo que acababa de pasar. Era él quien había escogido caminar por su propio pie hacia esa trampa. Este era el infeliz resultado.

Había llegado un guardia. No sé de dónde. Era joven y estaba nervioso, pero de todas maneras actuó con loable eficacia. Primero, se aseguró de que la chica estaba muerta, después su atención se desvió a mi amigo. Holmes tenía una pinta espantosa. Su piel estaba tan blanca como el papel y, aunque tenía los ojos abiertos, no parecía ser capaz de ver con claridad..., desde luego, no me llegó a reconocer. El gentío no ayudaba, y una vez más me pregunté quiénes eran y cómo podrían haber escogido una noche como esa para congregarse allí. Había dos mujeres semejantes a la vieja bruja con la que nos habíamos cruzado en el canal, y con ellas dos marineros, que se apoyaban el uno en el otro y apestaban a cerveza. Un negro contemplaba todo con los ojos muy abiertos. Un par de malteses, antiguos compañeros de bebida en La Rosa y la Corona, estaban al lado suyo. Incluso habían aparecido unos cuantos niños, descalzos y harapientos, que observaban el espectáculo como si lo dieran en su honor. Mientras intentaba asimilar todo esto, un hombre alto, con la cara roja y elegantemente vestido, llamó a la policía e hizo señas con su bastón.

—¡Arréstelo, oficial! Le he visto disparar a la chica. Lo vi con mis propios ojos. —Tenía un fuerte acento escocés que sonaba casi impropio, como si aquello fuera una obra de teatro y él formara parte del público y se hubiera colado espontáneamente en el escenario —. Dios la ayude, pobre criatura. La ha matado a sangre fría.

—¿Quién es usted? —preguntó el guardia.

—Me llamo Thomas Ackland. Iba de camino a casa. He visto con todo detalle lo que ha pasado.

No me pude contener más y, empujando, logré llegar y arrodillarme al lado de mi herido amigo.

—¡Holmes! —grité —. Holmes, ¿puede oírme? Por el amor de Dios, dígame lo que ha pasado.

Pero Holmes todavía no me podía contestar y me encontré con que el guardia me examinaba.

—¿Conoce a este hombre? —preguntó.

—Por supuesto. Es Sherlock Holmes.

—¿Y usted?

—Me llamo John Watson y soy médico. Oficial, debe permitirme atender a mi amigo. A pesar de que los hechos parezcan estar muy claros, le aseguro que él es inocente de cualquier crimen.

—Eso no es cierto. Yo le vi disparar a la chica. Vi cómo su propia mano apretaba el gatillo. —Ackland dio un paso al frente —. Yo también soy médico —continuó —, y le puedo decir ahora mismo que este hombre está bajo los influjos del opio. Es evidente por sus ojos y su aliento, y no necesita buscar ningún motivo más para este crimen vil y sin sentido.

¿Tenía razón? Holmes yacía allí, sin poder hablar. Ciertamente estaba en las garras de algún potente narcótico y, dado que había estado en Creer's Place la pasada hora, era absurdo sugerir que cualquier otra cosa era la responsable, aparte de la droga que el médico había mencionado. Y, sin embargo, había algo en su diagnóstico que me confundía. Miré de cerca a los ojos de Holmes y, aunque es cierto que sus pupilas estaban dilatadas, carecían de los feos alfilerazos de luz que hubiera esperado encontrar. Le tomé el pulso y lo encontré demasiado lento, lo que sugería que se acababa de despertar de un sueño profundo, en vez de estar implicado en la extenuante tarea de primero perseguir y después disparar a matar a su víctima. ¿Y desde cuándo el opio causaba consecuencias como estas? Sus efectos podían incluir euforia, relajación total, nula sensibilidad al dolor. Pero yo nunca había oído hablar de un consumidor de opio que se viera impelido a cometer actos violentos, e incluso aunque Holmes hubiera estado en medio de un ataque de la más profunda paranoia, ¿qué posible motivo podría haber inventado su confusa conciencia para matar en concreto a la chica que había estado ansioso por encontrar y proteger? Si seguíamos por ese camino, ¿cómo es que ella estaba aquí? Finalmente, dudaba de que Holmes hubiera sido capaz de disparar con precisión estando bajo la influencia del opio. Habría tenido problemas incluso para sostener el arma en alto. Expongo todo esto aquí como si hubiera sido capaz de deliberar y ponderar las evidencias que tenía delante, pero en la realidad, llegué a la conclusión en un segundo, fruto de mis muchos años en el ejercicio de la medicina y de mi conocimiento intrínseco del hombre al que acusaban.

—¿Estaba usted con esta persona esta noche? —me preguntó el guardia.

—Sí. Pero hemos estado separados. Yo estuve en La Rosa y la Corona.

—¿Y él?

—Él... —Me detuve. Lo único que no podía hacer era revelar dónde había estado Holmes —. Mi amigo es un célebre detective y estaba investigando un caso. Descubrirá que es muy conocido en Scotland Yard. Llame al inspector Lestrade, que dará fe. Aunque esto parezca tener mala pinta, debe haber otra explicación.

—No hay otra explicación —intervino el doctor Ackland —. Vino tambaleándose desde esa esquina. La chica estaba en la calle, mendigando. Sacó el arma y le disparó.

—Hay sangre en su ropa. —El guardia se mostró de acuerdo, aunque parecía hablar con cierta renuencia—. Estaba evidentemente cerca de ella cuando la mataron. Y cuando llegué a este patio, no se veía a nadie más.

—¿Vio cómo disparaba? —pregunté.

—No. Pero he llegado unos segundos después. Y nadie ha salido corriendo.

—¡Él lo hizo! —gritó alguien en el gentío, y fue seguido por un murmullo de asentimientos, alentados por los niños, que estaban encantados de encontrarse en las filas delanteras para presenciar el espectáculo.

—¡Holmes! —exclamé, arrodillándome a su lado e intentando sostener su cabeza con las manos —. ¿Me puede decir lo que ha sucedido aquí?

Holmes no respondió y, un momento después, me percaté de otro hombre que se había aproximado silenciosamente y que ahora estaba de pie junto a mí, al lado del médico escocés.

—Por favor, levántese —exigió, con una voz tan fría como la noche.

—Este hombre es mi amigo... —empecé.

—Y esta es la escena de un crimen, y no es de su incumbencia interferir. Levántese y váyase hacia atrás. Gracias. Ahora, si alguno de ustedes vio algo, que dé su nombre y su dirección al guardia. Si no es así, vuelvan a sus casas. Niños, fuera de aquí o hago que os arresten a todos. Oficial, ¿cómo se llama? ¡Perkins! ¿Está al mando aquí?

—Sí, señor.

—¿Es esta su ronda?

—Lo es, señor.

—Bien, parece que ha hecho un trabajo aceptable hasta ahora. ¿Me puede decir lo que ha visto y lo que sabe? Sea escueto. Es una noche condenadamente fría y cuanto antes concluyamos, antes estaremos en la cama. —Permaneció en silencio mientras el guardia le daba su versión de los hechos, que añadía poco a lo que yo ya sabía. Asintió.

—Muy bien, oficial Perkins. Ocúpese de esta gente. Escriba los detalles en su cuaderno. Yo me encargo de esto ahora.

Todavía no he descrito a este nuevo visitante y tengo dificultad en hacerlo incluso ahora, pues era uno de los hombres más parecidos a un reptil que me haya encontrado jamás, con los ojos demasiado pequeños para su cara, labios finos y piel tan lisa que casi parecía no tener rasgos. Su característica más destacada era una gruesa mata de pelo de un blanco que no parecía natural, de manera que carecía de color, como si nunca lo hubiera tenido. No es que fuera viejo, no podía tener más de treinta años, o a lo mejor treinta y cinco. El pelo contrastaba por completo con su vestimenta, que consistía en un abrigo negro, una bufanda negra y unos guantes negros. Aunque no era especialmente alto, tenía una cierta presencia, incluso arrogancia, que yo ya había percibido por la manera en la que se había hecho cargo de la situación. Hablaba con suavidad, pero su voz tenía un filo que te permitía adivinar que estaba acostumbrado a ser obedecido. Pero fue su volubilidad la que me puso nervioso, su rechazo a conectar emocionalmente con nadie. Fue eso lo que me recordó a una serpiente. Desde el primer momento en que hablé con él, le había sentido deslizándose detrás de mí. Era el tipo de persona que miraba a través de ti o detrás de ti, pero que nunca te miraba a ti. Nunca había conocido a alguien con tanto dominio de sí mismo, dueño de un mundo en el que todos los demás éramos intrusos que teníamos prohibido el acercarnos.

—Así que usted es el doctor Watson —dijo.

—Sí.

—¡Y este es Sherlock Holmes! Bien, dudo mucho que leamos esto en una de sus famosas crónicas, ¿no es así? A menos que se titule La aventura del psicótico adicto al opio. ¿Estuvo su compañero en Creer's Place esta noche?

—Estaba investigando.

—Investigando con una pipa y una aguja, por lo que parece. No es un método muy ortodoxo, diría yo. Bien, se puede ir, doctor Watson. No hay nada más que pueda hacer esta noche. ¡Anda que..., bonito asunto! Esta chica no puede tener más de dieciséis años, a lo sumo diecisiete.

—Su nombre es Sally Dixon. Trabajaba en una taberna llamada La Bolsa de Clavos, en Shoreditch.

—¿Así que conocía a su agresor?

—¡El señor Holmes no es su agresor!

—Eso es lo que le gustaría que creyéramos. Desafortunadamente, hay testigos con otra versión de los hechos. —Miró al escocés —. ¿Es usted médico?

—Sí, señor.

—¿Y ha visto usted lo que ha sucedido aquí esta noche?

—Ya se lo he dicho al guardia, señor. La chica estaba mendigando en la calle. El hombre salió de ese edificio. Creo que estaba borracho o loco. Siguió a la chica hasta este patio y la mató con un revólver. Tan claro como eso.

—En su opinión, ¿está el señor Holmes lo suficientemente bien como para acompañarme a la comisaría de Holborn?

—No puede caminar. Pero no veo por qué no pueden llevarle en un coche de alquiler.

—Ya hay uno en camino. —El hombre del pelo blanco, que todavía no me había proporcionado su nombre, caminó lentamente hacia Holmes, que todavía yacía en el suelo, un poco más recuperado, luchando por recobrar la compostura—. ¿Puede oírme, señor Holmes?

—Sí.

Era la primera palabra que pronunciaba.

—Soy el inspector Harriman. Le arresto por el asesinato de esta chica, Sally Dixon. No está obligado a decir nada, a no ser que desee hacerlo, pero anotaré cualquier cosa que diga y puede ser usada como prueba contra usted más adelante. ¿Ha entendido?

—¡Pero esto es inhumano! —protesté —. Le estoy diciendo que Sherlock Holmes no ha tenido nada que ver con este crimen. Su testigo miente. Esto es una conspiración...

—Si no desea verse arrestado por obstrucción a la justicia, y quizás también con cargos por difamación, le sugiero que intente encontrar la prudencia suficiente para permanecer en silencio. Tendrá la oportunidad de hablar cuando este caso llegue al tribunal. Mientras tanto, le pediré de nuevo que se aparte y me deje seguir con mis asuntos.

—¿Tiene alguna idea de quién es este hombre, y de qué manera el cuerpo de policía de esta ciudad y de este país están en deuda con él?

—Sé perfectamente quién es y no puedo decir que suponga ninguna diferencia en esta situación. Tenemos a una chica muerta. El arma que se ha usado para asesinarla está en su mano. Tenemos un testigo. Creo que eso es suficiente para empezar. Son casi las doce y no me puedo estar peleando con usted toda la noche. Si tiene algún motivo de queja acerca de mi comportamiento, lo puede denunciar por la mañana. Oigo que el coche de alquiler se acerca. Déjenos llevar a este hombre a una celda y a esta pobrecilla a la morgue.

Other books

Carbs & Cadavers by J. B. Stanley
Silverbow by Simmons, Shannon
The Kuthun by S.A. Carter
The Zombie Chronicles by Peebles, Chrissy
Having My Baby by Theresa Ragan
Archangel by Gerald Seymour