Cabalgaron hasta el encinar. Las estrellas clavadas en las hojas tiesas; desmontaron besándose y, pisando las sombras de animales prehistóricos que dibujaban los árboles, llegaron hasta el río. Él se quitó la capa, que extendió sobre la tierra roja donde goteaba su herida, ella, el chal de lana y el amuleto que había vuelto a ponerse. El viento los ayudó a desnudarse de hechizos, de cananas enfiladas de cartuchos, de sayas y pantalones de caza. La piel se les hundió en un lecho de limo. Clara Laguna sintió los besos, las manos, el pecho de él bajo el susurro encarnado de las aguas, y el dolor de la primera vez le supo al musgo de la orilla.
E
l hacendado no se marchó a su cortijo hasta las primeras nieves de diciembre. Se reunía con Clara en el encinar, su sitio preferido para amarse; sólo cuando el viento les congeló los besos, buscaron refugio en casa de la muchacha. La madre partía al pueblo cargando con el esqueleto de gato, y ellos revolvían los pucheros de cocer los hechizos y los tarros de ingredientes mágicos, porque en la única habitación de aquella casa se cocinaba, se dormía y se amaba. Él regresaba a la posada con la piel resbaladiza de bálsamo contra el mal de ojo, y el pubis enredado con plumas de perdiz, pero no le importaba mientras que también se llevara el aroma a tierra húmeda escondido en el vientre de Clara. Alguna vez fueron a su habitación, pero ella no se sentía a gusto en aquel lecho de sábanas almidonadas que calentaba una chimenea inmensa, donde el crepitar de los troncos le recordaba a las bocas del pueblo.
De los amores de la Laguna de los ojos de trigo con aquel joven andaluz se hablaba en todas partes. Las viudas en la iglesia, entre cuenta y cuenta de rosario, o en las hileras de toquillas; las sirvientas en las cocinas de las casas blasonadas, y sus señoras merendando en los saloncitos de encaje y café con leche; las mujeres jóvenes en la fuente, con el cántaro indignado en la cintura, en el río mientras lavaban la ropa; los hombres en las cuadras, en los arados de los bueyes, y en la taberna apurando un anisete.
Una noche el hacendado fue a cenar a la taberna después de una jornada de caza en la que había matado un ciervo. La escopeta no le tembló, ni el lomo del animal le recordó la cabellera de ninguna muchacha, pues sabía que Clara Laguna lo estaba esperando y ella era un trofeo mucho más hermoso que el ciervo. Tras aguardar un rato en la barra, la Colora le acomodó en una mesa. Los cazadores madrileños habían regresado a su tierra.
—Puedo ofrecerle unas orejas de cerdo muy sabrosas —le dijo escudriñándolo con sus pupilas claras.
—Tráigame también una botella de buen tinto. Tengo que celebrar que cacé un ciervo.
—Espero que no sea usted el cazador cazado. No quiso tener en cuenta mi consejo.
—Usted es una mujer hermosa y debe saber que hay veces en que los hombres no queremos renunciar a ciertas cosas. Y ahora tráigame las orejas de cerdo, que los montes dan hambre de lobo.
Saboreó las orejas de cerdo, el vino de la tierra, las miradas de los hombres del pueblo y de los cazadores. Había en sus ojos un velo de envidia. Aquel joven andaluz había conseguido lo que muchos, aunque lo desearan, no se atrevían a intentar, y a los que se habían atrevido, ella los había despreciado.
La tarde anterior a su partida, el hacendado se dirigió a casa de Clara, que lo esperaba al pie de la torrentera. Desde que comenzaron sus amores, ella le había enseñado los parajes más bellos de las afueras: los campos de trigo y cebada, los cerros cobalto con buitres leonados sobrevolando las cimas, las cañadas que serpenteaban pastos de ovejas y refugios de pastores. Pero la última tarde quiso enseñarle un lugar que aparecía furtivamente en sus sueños, un lugar que le empapaba la melena de un sudor de flores y, al amanecer, hacía que le brotaran margaritas en las hebras castañas. A unos tres kilómetros del pueblo, siguiendo la carretera de tierra que atravesaba el pinar, había una granja deshabitada. La vivienda constaba de dos plantas y un desván y, a pesar del moho y la suciedad, en sus fachadas sobrevivía un color rojizo. La rodeaba un jardín descomunal custodiado por una tapia de piedras. En la parte delantera, la maleza trepaba por las paredes del establo y se enroscaba en el abrevadero y las cercas de los corrales. También invadía las matas de hortensias y dondiegos alineadas en jardineras de granito, los troncos de perales y melocotoneros, y el de un castaño que daba sombra a un banco de piedra. En la parte trasera del jardín había un huerto de tomates y calabazas que crecían solas por pura costumbre. A continuación de éste, la vegetación se adensaba primero en una vorágine de madreselvas con un claro en el centro, y después en un bosquecillo de lilos y una rosaleda silvestre.
El caballo se detuvo frente a las altas puertas de barrotes de hierro por las que se entraba a la propiedad. Montada sobre la grupa, Clara abrazó a su amante mientras contemplaba el camino que se extendía desde las puertas hasta el umbral de la casa; era de piedras grandes y lo serpenteaban unas vetas de tierra.
—Es una granja magnífica, aunque hay algo en ella que me resulta inquietante, quizá porque tiene un aspecto triste —dijo él.
—Será por el abandono.
—¿Te gustaría vivir aquí algún día?
—Creo que sí.—Clara apretó una mejilla contra la capa del joven—. Conozco un sitio por donde podemos pasar al jardín. Quiero mostrarle algo.
Penetraron en la rosaleda a través de una brecha abierta en la tapia. Estaba formada por numerosas sendas circulares, donde los tallos se enganchaban en unas guías creando una pérgola de esqueletos. Desordenadas en el cielo, las nubes de tormenta descendían hasta las sendas y se filtraban por el entramado de tallos convirtiéndose en una niebla opalina. El viento del pinar rastrillaba los últimos pétalos que se pudrían sobre las hojas secas y los restos de nieve. Clara condujo al hacendado hasta la senda en la que una rosa amarilla despuntaba entre la niebla.
—Si ella ha sobrevivido a las primeras nieves, yo también podré hacerlo hasta que vuelva —susurró.
Él la tomó en sus brazos y la besó.
—Regresaré el próximo otoño, y si mis tierras me lo permiten, antes, al final del verano. Espérame, no ames a otro, no mires siquiera a otro. Eres mía.
—¿Me promete que volverá?
—Volveré, muchacha, volveré.
Cuando el hacendado regresó a la posada se acomodó en el butacón frente a la chimenea, y se dispuso a templar los huesos vapuleados por el frío castellano. Apuró una copa de vino y cerró los ojos. Añoraba la calidez de su cortijo, la tierra rebosando naranjos y olivos, el sol chorreando aceite, el pelo negro de los toros de sus ganaderías, los caballos enjaezados de cascabeles, las coplas de los mozos gitanos que la brisa robaba en los establos y desperdigaba por sus tierras. Debía recorrer de nuevo la meseta, ahora tomada por la nieve, y arrastrar a la jauría de podencos canela en aquel carro que acecharían los castillos encaramados en las lomas.
Unos golpes resonaron en la puerta de la habitación, y apareció frente al joven el ojo tuerto de la madre de Clara, acompañado de la pupila negra y la cabellera ceniza despeinada por el viento. La mujer sostenía en una mano el saco rígido con el esqueleto de gato, y en la otra, una hermosa uña de buitre atada a un cordel.
—Vine a traerte este amuleto —le dijo ofreciéndole la uña—, para que te proteja en el viaje de vuelta.
—Creo que me hará buena falta. El que le compré para la caza fue muy efectivo: me llevo en el equipaje las cuernas de un gran ciervo.
—Y algo más, joven, algo más. —Chasqueó la lengua.
—Déjeme que le dé unas monedas.
—No esperaba menos. Unas monedas le hacen mucha falta a una mujer como yo, que debe cuidar, además, de su única hija.
—Cuídela mucho hasta que yo regrese.—Le entregó el dinero y ella le colgó el amuleto del cuello.
La mujer olía a ratas de despensa y a la melancolía de los presagios.
—Así que piensas regresar.
—En cuanto me lo permitan mis tierras, vendré a ver a Clara, y a cazar otro ciervo, si es posible.
Intentó sonreír, pero aquella mujer le producía una terrible inquietud en las entrañas.
—Piénsatelo bien. Mi hija ya está perdida, nada puede salvarla. Pero tú aún estás a tiempo. ¿Supongo que en el pueblo te habrán hablado de la maldición? —le preguntó mientras se le iluminaba la pupila tuerta.
—Ya me vinieron con el cuento en la taberna, sí: que si estaban malditas, que si sólo tenían hijas, que si estaban condenadas a la deshonra.—Carraspeó, arrepentido de haber pronunciado la última palabra.
—Han olvidado contarte cuál es nuestra verdadera condena. Es cierto que sólo parimos hembras solteras y que a eso lo llaman deshonra, pero aún estamos condenadas a algo mucho peor, mi querido amigo: estamos condenadas al mal de amores. Estamos condenadas a sufrir por amor, por un único amor que se lleva nuestra alma. Por eso no hay hechizo que pueda romper nuestro sufrimiento o hacérnoslo olvidar. Donde no hay alma, ya no funciona ningún hechizo para males del alma.
—Le prometí a Clara que volvería al pueblo y mantendré mi promesa.
El hacendado sentía en las mejillas el fuego de la chimenea.
—Mi hija es un ejemplar de pura raza, como lo fue su padre. —Miró al techo y la pupila tuerta se le quedó en blanco—. Es muy bonita, y muy orgullosa y valiente, ya sabe cuidarse sola. Lo tuyo tarde o temprano tenía que pasar. Ese amuleto que le hice no sirve para nada. Sólo la protegía de los hombres hasta que llegó el que tenía que llegar. Pero de ellos ya sabía protegerse. Clara teme a la maldición; creo que es lo único que teme. Dame un poco de vino —señaló la botella de tinto que reposaba en una mesa—, hablar de maldiciones seca la boca.
Él sirvió un vaso que la bruja apuró de un solo trago.
—Y ahora dime si quieres que te lea el futuro en mi esqueleto de gato. La posición en que queden los huesos de la cola después de que los arrojes nos indicará si vas a tener hijos varones.
—Tengo que levantarme temprano para tomar la diligencia de la mañana, quizá a mi vuelta haya tiempo.
—Ya veo, muchacho. —Asomó su lengua por entre los labios, y él pudo contemplar la punta ennegrecida de catar los pucheros de los embrujos—. Dame entonces otro par de monedas por algo que te será más útil. —De un zurrón que llevaba colgado en bandolera, sacó un frasquito verdoso y se lo entregó—. Si te bebes esta pócima una noche de cuarto menguante, y luego te lavas la parte del pecho donde reside tu corazón con agua de tomillo y romero, te ayudará a olvidar, y así no tendrías que volver.
—No quiero olvidar.
—Tú quédatelo y págame; no he de entretenerte más.
La bruja Laguna cogió el saco rígido y las monedas y abandonó la habitación de la posada, mientras el hacendado, inmóvil con el frasquito entre las manos, sentía un latido diminuto tras el vidrio, y lo dejaba caer al suelo, y estallaba en cientos de cristales entre los que se escurría un líquido amarillento que olía a higos podridos, y donde braceaba un rabo de lagartija.
Apenas pudo conciliar el sueño durante la noche, y cuando lo hizo se le secó la boca y soñó con el aroma de la pócima para olvidar y con reptiles descuartizados. Se montó en la diligencia de primera hora de la mañana, con los ojos inyectados de insomnio, y emprendió el camino de regreso a Andalucía; tras él, el carro de los podencos ladrándole en las sienes.
Clara Laguna se dispuso a esperarlo. Continuó yendo al amanecer a la plaza para llenar su cántaro, y todo aquel con el que se cruzaba, ya fuera hombre o mujer, joven o viejo, le examinaba el vientre para comprobar si había crecido, para comprobar si se escondía en él otra mujer Laguna. Pero transcurrían los meses, Clara atendía su huerta de tomates, limpiaba el corral, daba de comer a las gallinas y la cabra, ayudaba a su madre a coser virgos y a remover pucheros, iba al encinar para que aquellos árboles le hablaran de amor y el río le susurrara leyendas, y a la granja para contemplar cómo la rosa amarilla resistía el tedio de las estaciones; y aquel vientre que todos esperaban descubrir hinchado, permanecía liso, mudo.
Recibía cartas del hacendado andaluz cada dos o tres meses con papeles empapados en aceite de oliva y secados al sol, flores de azahar y jazmines envueltos en papel de seda, en vez de párrafos de amor, porque Clara era analfabeta. Ella le contestaba con hojas duras de encina, corteza de sus troncos, pétalos de rosa amarilla, agujas de pino, mechones de pelo con aroma de hechizo, en unos sobres de color azul que había comprado, temblorosa, en el almacén del pueblo, y que rellenaba copiando el remite de su amante con una caligrafía de terremoto.
A mediados de primavera, cuando las margaritas y las amapolas estallaban en los campos, Clara Laguna enfermó de impaciencia y rogó a su madre que consultara en el esqueleto de gato si el regreso del hacendado estaba próximo. Volcó los huesos sobre el catre y después fue cogiéndolos y arrojándolos pensando en él.
—Volverá con el celo de los ciervos, lo veo claramente en la posición de las tibias.
La bruja Laguna no se equivocó. Comenzó a amarillear septiembre, y él llegó al pueblo de nuevo en la diligencia de la tarde, acompañado por sus dos criados, pero sin el menor rastro de los podencos canela. Bramaban los ciervos en los montes, en los pinares, en las llanuras, cuando se instaló en las habitaciones de la misma posada, bramaban desesperados por aparearse con las hembras, cuando clavó los estribos en los flancos de un caballo y se dirigió a casa de Clara; el eco de los bramidos de amor, que llegaba ronco y siniestro hasta las afueras del pueblo, envolvió los besos del encuentro. Partieron al galope hacia el encinar, donde se amaron bajo el clamor redondo de la luna, los choques de las cuernas de los ciervos que luchaban entre machos por el sabor de las hembras, y los gemidos de los victoriosos.
Él traía la tez morena, agitanada aún por la alegría de las noches del verano, y escondido en la piel un perfume a mar que Clara desconocía. Pero no fue el único que se presentó en el pueblo con rastros del océano. En la diligencia de la mañana llegó el hombre que estaba dispuesto a guiar las almas de los fieles desde el pulpito de la iglesia.
El último párroco había muerto un par de meses atrás blasfemando contra la vejez y contra su hígado, así que los feligreses habían tenido que desplazarse hasta el pueblo vecino para asistir a misa. Cuando el cura nuevo se enteró, creyó que ese pedazo de tierra inhóspita y sus habitantes habían quedado expuestos durante ese tiempo a los caprichos del maligno. Desde el seminario arrastraba un apasionamiento por el diablo, y estaba convencido de que era una simple cuestión de oportunidad que éste se presentara en el mundo. Esa obsesión se había agravado después de que solicitara servir como sacerdote de las tropas españolas que partían a luchar contra los independentistas cubanos. Se había pasado dos años dando la extremaunción precipitadamente a muchachos despedazados por las bayonetas, la pólvora o las fiebres, y escondido entre mosquitos, cañas de azúcar y plantas tabaqueras. Aunque se había prometido no regresar a España mientras las tropas no alcanzaran la victoria, lo trajeron de vuelta, contra su voluntad, después de que el batallón cayera en una emboscada, y él estuviese vagando por el corazón de la selva durante más de un mes, sin más compañía que el hambre. Lo encontraron febril en la choza de una santera, que le leyó en las líneas de una mano que su destino se hallaba unido al del maligno, y que adonde fuera él, allí intentaría desembarcar el otro. Era un hombre muy joven —no alcanzaba los treinta años—, pero tenía el rostro cubierto con los surcos que le había dejado el sol del Caribe y la visión de la muerte.