La casa de los amores imposibles (10 page)

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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

BOOK: La casa de los amores imposibles
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Cuando la prostituta gallega vio por primera vez a la niña intentando sacar con un palo las cucarachas que se escondían bajo las alacenas, creyó que su madre era la mujer de nariz deforme que se reía a su lado mostrando las encías ennegrecidas de un burro. Manuela llevaba un vestidito de lana comido por las polillas y unos patucos que la cocinera le había tejido para las noches frías.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

Ella se la quedó mirando con unos ojos inmensos y la amenazó con el palo.

—Menudo mal genio. —La prostituta sonrió—. ¿Quieres un regalo?

En una de sus manos ocultaba un puñado de las últimas moras que quedaban en las zarzas. La niña soltó el palo, le arrebató las moras y se las metió todas en la boca.

—Si ahora me dices tu nombre, te cuento un cuento.

Con el jugo de la fruta goteándole por la barbilla, Manuela gruñó y escapó a la habitación donde dormía junto a Bernarda.

Conforme se iban desnudando las hayas, la prostituta gallega comprendió que Manuela, a quien siempre encontraba chupando frutas y huesos de gallina bajo la falda de Bernarda o cazando cucarachas y bichos del jardín, no sabía hablar ni una palabra. A la hora del desayuno, la primavera de la casona roja se escurría por la ventana de la cocina. El viento del pinar la azotaba y la cubría de hojas secas que no eran suyas. La prostituta gallega, sentada frente a un tazón de leche y una rebanada de pan untada de mantequilla, barría con la punta de una trenza las migas que habían quedado sobre la mesa al partir la hogaza. Manuela reía, se acercaba hasta ella, le trepaba por las piernas para apoderarse de la trenza y se ponía a barrer.

—Te llamas Ma-nu-e-la. —La prostituta aprovechaba para enseñarle apretándola contra su regazo—. Manueliña.

Al principio, ella aprendió su nombre, el de Bernarda, y el de las frutas y hortalizas. Después el de los utensilios de cocina y los animales muertos. Día a día, bajo el aroma del tazón de leche y la mantequilla, bajo la luz dorada de un otoño que se extendía más allá de la casona roja, Manuela aprendió a imitar los sonidos que salían de la boca de la prostituta, y si lo hacía bien, recibía un chasquido de labios contra los mofletes que nadie le había dado antes, pues Bernarda la chupaba como la vaca a los terneros. Pronto supo que lo llamaban «beso».

La cocinera observaba recelosa los avances de la niña con el lenguaje y con su cariño por la prostituta gallega, y le advertía:

—Ama a mí sólo pedir comida y no frío, no dijo palabras. —Acercaba su nariz deforme al rostro de la muchacha, la amenazaba con los ojos quietos, con la piel de yegua, con el pellejo de una gallina, pero permitía que la niña continuara aprendiendo.

—¿Es que el ama también te ordena lo que tienes que hacer con tu hija?

—Hija no mía, hija de ama.

Fue así como la prostituta gallega se enteró de que la madre de Manuela era esa mujer que parecía estar esperando siempre la llegada de alguien. Se pasaba el día y la noche vestida con vaporosos
negligés
, batas o pantalones morunos, poniéndose encarnados los labios y azules los párpados, peinándose la larga cabellera mientras los ojos se le hundían en el camino de piedras; además, cuando organizaba el burdel solía terminar sus órdenes con la misma frase: «Obedeced, porque en cualquier momento sus botas aplastan las margaritas». La prostituta no sabía de qué botas hablaba su madame, ni de qué margaritas, aunque imaginaba que se refería a las que serpenteaban el camino de entrada. A ella sólo le importaba cumplir con las jornadas de trabajo para ganarse el pan, y enseñar a aquella niña el mundo que existía más allá de la cocina y la despensa donde la había criado Bernarda.

Cuando la nieve cubrió la primavera de la casona roja, y las margaritas la rompieron como la cascara de un huevo, la prostituta gallega aprovechó una epidemia de gripe que postró en la cama a los militantes del amor, incluida su madame, para llevar a la niña frente a la chimenea del salón, al calor del fuego, y contarle los cuentos de marineros y sirenas con los que había crecido. Así, Manuela Laguna supo de la existencia de una masa de agua distinta a la del caldero de sopa que preparaba la cocinera los domingos, donde flotaban unos migajones de pan y los huevos sobrantes de la semana. Aquélla era un revoltijo azul y verde que devoraba vidas a su antojo, y cuyo nombre, mar, repetiría por siempre Manuela durante sus largas noches, primero con olor a caballo y después con olor a sombra. También conoció las abruptas costas gallegas y las playas de arena blanca en las que la masa de agua se apareaba o dormía, y los rostros y el aroma de los hombres que pescaban en ella después de arrancarse sus lágrimas, pues éstas pertenecían al mar y siempre le informaban de la posición de los marineros para que él fuese a matarlos, si le apetecía, con un vómito de olas.

Ese mar no creció. Tampoco crecieron los marineros, pero sí lo hizo Manuela al calor de los cuentos, con la imaginación llena de espuma y de olas, de gaviotas y acantilados que los montes y encinares castellanos nunca supieron comprender. Crecieron sus ojos abismales y el pelo negro se le rizó como las algas. A sus catorce años ya dominaba la lengua de la prostituta gallega, y retorcía el gaznate de los gallos, los desplumaba y los guisaba en salsa con la maestría de Bernarda. No podía sospechar que a esa edad aprendería también las enseñanzas de su madre.

Una mañana de octubre de 1913 Clara Laguna entró en la cocina con el propósito de incorporar a Manuela a la vida del burdel. Su corazón ya no era capaz de oír los disparos de los cazadores que arrojaban los montes, ni los bramidos de los ciervos, ni el entrechocar de sus astas, ni el viento arrancando las hojas de las hayas, ni las luchas en la niebla de los caballeros. Como el jardín de la casona roja se había estancado en la primavera, el corazón de Clara se había estancado en el camino de piedras y tan sólo podía oír el crujir del nacimiento y la muerte de las margaritas. Su cabellera mostraba algunas canas y en los ojos amarillos se dibujaban, como rayos de sol, las primeras arrugas. Se presentó en la cocina ataviada con un
negligé
morado y una bata de seda; sus carnes habían dejado de estar firmes, pero no su venganza. Empuñaba la curiosidad como un cuchillo, buscando el rostro de la hija. Lo encontró distraído en la sangre del gallo que Manuela acababa de destripar junto a Bernarda.

—¿Afeitar? —le preguntó la cocinera mientras se pasaba una mano por el rostro rasurado recientemente.

—No, no vengo a buscarte a ti, sino a ella.

Clara miró a su hija y le dijo:

—Ya sabrás que yo soy tu madre. Acércate para que pueda verte mejor.

Manuela tembló bajo su harapo y se quedó quieta. Había visto muchas veces a esa mujer volando por el salón o por la escalera que ascendía al primer piso, donde ella tenía prohibido subir; el cuerpo envuelto en una algarabía de telas transparentes, el cabello castaño precipitándose hacia su cintura y el rostro más bello que la estampa de la Virgen de los Remedios, que la prostituta gallega se enganchaba en la liga antes y después de cada asalto amoroso. La cocinera le dio un empujón y emitió un gruñido. Evitaba mirar directamente a su ama, pero buscaba con ansiedad un retazo de la carne blanca que luego rememoraría en soledad.

—Me da miedo —susurró Manuela al pecho de la cocinera—. Parece una meiga.

Ella, sin comprender lo que le decía, la empujó con más fuerza hacia su ama.

—Obedece —le ordenó Clara dejando escapar un muslo a través de la bata.

Manuela caminó hacia los ojos de oro que el odio, con el tiempo, había convertido en piedras.

—Tu mirada tiene la oscuridad de tu abuela, y tu cabello tiene los rizos de tu padre, que aprenderás a untarte de aceite. —Le sujetó la barbilla.

Su tacto helado hizo pensar a la muchacha que, en vez de una meiga, era una sirena.

—Por lo demás no te pareces a nadie, eres una Laguna de piel demasiado áspera y velluda. —Le pellizcó los brazos—. Me costará trabajo convertirte en la mejor de todas nosotras.

Clara se abrió la bata, extrajo un manojo de billetes de una bolsita de encaje sujeta al liguero y se lo entregó a la cocinera.

—Has hecho un buen trabajo. Ahora mi hija no es cosa tuya.

Ella agarró el dinero; ya tenía postre para la cena. Cocinaría los billetes con una salsa de chocolate y se los comería recordando aquel muslo sabroso que había logrado vislumbrar un momento antes.

—Vamos, apura el paso.—Clara condujo a su hija hacia el salón—. Hoy me han enviado unas ligas de la ciudad que hacen juego con tu color de pelo. Tu padre puede llegar en cualquier momento y quiero que te vea preparada.

La primera vez que Manuela Laguna probó un hombre, un mantequero de Burgos, se despellejó el cuerpo con el cepillo de los parásitos del caballo. Encerrada en la cuadra, frotó y frotó su piel hasta que dejó de oler a otro ser humano. Después se dirigió a la rosaleda y se perdió entre las sendas durante un día entero. Clara la buscó por todas las habitaciones, incluido el desván donde yacían polvorientos los recuerdos de su madre. Como no la encontró, las prostitutas del burdel la buscaron en el jardín, pero también resultó inútil. Manuela había cavado un agujero en una senda remota, y cuando escuchó sus pasos aplastando las hierbas crujientes por las heladas, se metió en él y echó encima ramas y hojas secas. Al caer la noche, la prostituta gallega fingió la indisposición mensual y se puso a rezar a la estampilla de la Virgen de los Remedios para que el frío del otoño no matara de un revés a la muchacha. Mientras tanto, Clara deseaba, por primera vez desde hacía quince años, que el hacendado andaluz no recorriera el camino de piedras y margaritas. Bien entrada la mañana del día siguiente, se sacudió el insomnio y se fue al pinar. La buscó detrás de cada una de las rocas de granito que, como lomos de dinosaurios, surgían entre las hayas y los helechos amarillentos; se desgañitó llamándola, pero la muchacha continuaba sin aparecer. Decidió probar suerte entre las encinas. Había hablado a su hija de ese paraje, de su padre tallando amor en los troncos cenicientos, de su padre cantando coplas a la orilla del río. De pronto, una mula gorda de alforjas a rayas descendió la colina y, montada en ella, Clara vislumbró aquel dibujo de sotana negra. Era el padre Imperio que iba a dar la extremaunción a algún feligrés del monte. No había vuelto a hablar con él desde el entierro de su madre. Lo había visto muchas veces a lo largo de aquellos años y lo había esquivado siempre. Pero la mañana de otoño era inmensa y el monte estaba desierto.

—Buenos días, padre.

Los surcos que el sol del Caribe le había dejado en el rostro el siglo anterior vivían ahora junto a las arrugas de su madurez castellana.

—Buenos días —repitió ella.

Una alforja de la mula rozó el vestido de Clara.

—Buenos días —respondió el padre Imperio.

En su cabello oscuro se habían enredado las canas.

—¿Hay alguien enfermo?

—Un pastor.

La mula no se había detenido, de las alforjas se escapaban los choques de vidrio de los santos óleos.

—Padre.

—¿Sí?

Planeaba un águila por el cielo azul. La lluvia estaba escondida en la tierra.

—¿Va a darle la extremaunción?

Se detuvo la mula. El padre Imperio se giró para mirar a Clara.

—Voy a ayudarlo a morir en paz.

Ella recordó la estampa de santa Pantolomina de las Flores abandonada, hacía demasiados años, detrás de unos tarros de melocotones.

—Espero que llegue a tiempo —le dijo contemplando sus ojos negros—.Adiós, padre.

Comenzó a andar la mula. Chasquearon en las alforjas los óleos de vidrio, la sotana balanceándose, el cabello disperso en la brisa de oro.

—Adiós, Clara.

Al padre Imperio se le encogió el estómago y sintió cómo le ahorcaba la cicatriz rojiza.

Cuando Clara regresó a la casona roja, se puso a afeitar a Bernarda en la cocina. Le rasuraba el vello del mentón y le hablaba atropelladamente palabras que la cocinera no entendía. En un puchero humeaba un guiso de lengua estofada.

—No triste ama, yo sé cómo vuelve hija.

—¿Sabes dónde está Manuela?

—Yo traigo.

Agarró el puchero de la lengua estofada con dos trapos para no chamuscarse las manos y se paseó con él en vilo por la casa y por el jardín. En la rosaleda, con el estómago dolorido de masticar pétalos, Manuela olió el aroma y pensó que Bernarda había ido a salvarle el hambre y a nada más. Sin embargo, cuando se dejó ver, descubrió también a su madre, que la agarró de una oreja y se la llevó hasta la casa a tirones y regañinas. Manuela Laguna juró no volver a confiar en Bernarda.

Fue la prostituta gallega quien le curó las heridas. Le aplicó paños fríos y antiséptico mientras le contaba la historia de unos marineros perdidos en la niebla.

Cuando Manuela estuvo recuperada, se incorporó a la vida del burdel. No volvió a despellejarse, pero después de yacer con los clientes se frotaba el cuerpo con lo primero que encontraba, un cepillo del pelo, una ristra de ajos o un
negligé
. Tampoco volvió a escaparse, pero ya todas sabían que cuando Manuela no estaba en la casa, ni en el pueblo haciendo los recados del almacén, estaba en la rosaleda enroscando su melancolía entre las sendas, hablando a las rosas como su madre había hablado a los muertos antes de encontrar la barbita de Bernarda. Acicalaba escolopendras en los charcos, las peinaba con los pétalos secos y las tumbaba en lechos de terciopelo. Soñaba cada día con marcharse al mar, con sentir el frío de las olas en vez de las manos templadas de los hombres.

Gracias a la falta de encantos, su carrera en el burdel no tuvo éxito. «La única gracia que tiene la última Laguna es la de su propia adolescencia», se comentaba en el pueblo. Cuando se acercaba al almacén montada, junto a Bernarda, en el pescante de la carreta, iba mirándose los zapatos o el chal, y en el almacén sólo hablaba con el tendero para recitarle los víveres que deseaba adquirir. Se murmuraba que su voz era ronca y su cutis tosco, y sus ojos de bruja, así que pronto comenzaron a llamarla «la Laguna fea».

El único atributo hermoso que lucía era el pelo andaluz de su padre, al que Clara le untaba aceite de oliva. Sin embargo, no era bastante para que los clientes la eligieran entre las otras dos chicas jóvenes y agraciadas que se habían incorporado al burdel, después de que Ludovica, Tomasa y la muchacha que escondía los pelos de vellón detrás de las orejas se marcharan a sus pueblos con las carnes fláccidas. Manuela Laguna se mostraba arisca con los clientes, y en cuanto alguno se le quedaba dormido tras la faena, le llenaba los bolsillos del abrigo o de los pantalones de cucarachas y arañas. Por eso los clientes preferían a la prostituta gallega, aunque fuera más mayor y de cadera ancha, pues ella los escuchaba y se entregaba a sus caprichos con ternura.

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