Pero el silencio se restableció de pronto, como por encanto.
A cien metros de la cerca una pequeña cabaña, oculta hasta entonces por un accidente del terreno, habíase revelado bruscamente; y la puerta de aquella miserable choza acababa de abrirse, dejando ver un personaje del más extraño aspecto. Ese personaje interpelaba a los invasores:
—¡Eh, los de allá abajo! —gritaba en francés con áspera voz—. ¡No se apuren ustedes! ¡Obren tal como si estuviesen en su casa!
Mr. Schnack comprendía el francés; por eso se detuvo en el acto, y tras él se detuvieron igualmente los turistas, que, con un mismo movimiento, volvieron a la vez hacia el insólito interpelador sus tres mil semblantes perplejos.
Donde Zephyrin Xirdal experimenta una aversión creciente hacia el bólido, y lo que de ello se sigue
Habría llegado sin percance ni tropiezos a su destino, Zephyrin Xirdal, de estar completamente solo? Posible es, porque todo es posible en este mundo.
Habríase, no obstante, dado pruebas de gran prudencia, apostando por la negativa.
Sea de ello lo que quiera, había faltado la ocasión de hacer apuestas a este respecto, toda vez que su buena estrella le había puesto bajo la salvaguardia de un mentor, cuyo espíritu práctico neutralizaba la desmesurada fantasía de este original.
No conoció, por consiguiente, Zephyrin Xirdal las dificultades de un viaje, bastante complicado en verdad, pero que Monsieur Robert Lecoeur había logrado nacer más sencillo que un paseo por los alrededores.
En El Havre, donde les había conducido el expreso en pocas horas, los dos viajeros fueron acogidos con apresuramiento a bordo de un magnífico
steamer
, que soltó en seguida sus amarras y ganó la alta mar sin esperar a otros pasajeros.
El Atlantic, en efecto, no era un
paquebot
, sino más bien un yate de quinientas a seiscientas toneladas, fletado por Monsieur Robert Lecoeur y a su exclusiva disposición.
En razón de la importancia de los intereses comprometidos, el banquero había juzgado conveniente poseer un medio de comunicarse a su gusto con el Universo civilizado.
Permitiéndole, por otra parte, los beneficios recogidos ya por él con sus especulaciones sobre las minas de oro las mayores audacias, habíase asegurado el disfrute de aquel buque, escogido en Inglaterra entre muchos otros.
El Atlantic, fantasía de un multimillonario, había sido construido con objeto de que alcanzase las más altas velocidades. De formas finas y alargadas, podía, bajo el impulso de los cuatro mil caballos de sus máquinas, alcanzar y hasta pasar de los veinte nudos.
La elección de Monsieur Lecoeur había obedecido a esta particularidad que, llegado el caso, tendría grandes ventajas.
Zephyrin Xirdal no manifestó ninguna sorpresa por tener de ese modo un buque a sus órdenes. Acaso, verdad es, no se dio siquiera cuenta de eso. Lo cierto es que penetró en el buque y se instaló en su camarote sin formular la más pequeña observación.
La distancia entre El Havre y Upernivik es de unas ochocientas leguas marinas, distancia que el Atlantic, marchando a toda velocidad, hubiera podido franquear en seis días. Pero no teniendo ninguna prisa, Monsieur Lecoeur consagró doce días a esta travesía y en la tarde del 18 de julio llegó ante Upernivik.
En esos doce días, apenas si Zephyrin Xirdal despegó los labios. Durante las comidas, que les reunían necesariamente, Monsieur Lecoeur se esforzó en muchas ocasiones en llevar la conversación al objeto del viaje; jamás pudo obtener respuesta. En vano se ponía a hablar del meteoro; su ahijado no parecía acordarse de él y ningún destello de inteligencia iluminaba sus miradas frías y mortecinas.
Xirdal, por el momento, miraba hacia dentro y perseguía la solución de otros problemas. ¿Cuáles...? No hizo ninguna confidencia sobre el particular. Pero, en alguna manera, debían de tener el mar por objeto, porque Xirdal se pasaba los días mirando constantemente las olas.
Al día siguiente de la llegada a Upernivik, Monsieur Lecoeur, que comenzaba a desesperarse, quiso hacer un ensayo para despertar la atención de su ahijado, poniéndole ante los ojos su máquina despojada de su envoltura protectora.
Había calculado bien y el medio fue radical. Al ver su máquina, Zephyrin Xirdal se sacudió como al salir de un ensueño y paseó en torno de sí una mirada en que se leía la firmeza y la lucidez de los grandes días.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En Upernivik.
—¿Y mi terreno?
—Hacia él nos dirigimos —volvió a contestar Monsieur Robert Lecoeur.
No era esto del todo exacto. Preciso era antes pasar por casa de Monsieur Biarn Haldorsen, jefe de la Inspección del Norte.
Cambiadas las fórmulas de cortesía, entabláronse los negocios serios, por conducto de un intérprete, cuyo concurso había tenido el banquero el cuidado de procurarse.
Presentóse una primera dificultad.
No era que Monsieur Biarn Haldorsen tuviese el capricho de rechazar los títulos de propiedad que le habían sido sometidos; pero su interpretación no era evidente.
Según los términos de aquellos títulos, bien regularizados y cubiertos de todas las firmas y de todos los sellos oficiales que pudieran desearse, el Gobierno groenlandés, representado por su agente diplomático en Copenhague, cedía a Zephyrin Xirdal una superficie de nueve kilómetros cuadrados, con un punto central, situado en el 72° 53' 30" de latitud Norte y 55° 35' 18" de longitud Oeste, al precio de quinientos
kroners
el kilómetro cuadrado, o sea un total de poco más de seis mil francos.
Monsieur Biarn Haldorsen no dejaba de haber oído hablar de latitud y de longitud, y no ignoraba que semejantes cosas existían; pero a esto se limitaba todo su saber; que la latitud fuese un animal o un vegetal y la longitud un mineral o un mueble, parecíale igualmente plausible y se guardaba de manifestar ni admitir toda preferencia.
Zephyrin Xirdal completó en algunas palabras los conocimientos cosmográficos del jefe de la Inspección del Norte y rectificó lo que tenían de equivocado y erróneo.
En seguida ofreció proceder él mismo, con ayuda de los instrumentos del Atlantic, a realizar las observaciones y los cálculos que eran necesarios.
El capitán de un buque danés que entonces se hallaba en la rada, podría, por lo demás, inspeccionar los resultados, a fin de tranquilizar completamente a su excelencia Monsieur Biarn Haldorsen.
Así se decidió.
En dos días terminó Zephyrin Xirdal su trabajo, cuya meticulosa exactitud no pido menos de confirmar el capitán danés.
Entonces surgió la segunda dificultad.
El punto que había de constituir el centro de la propiedad estaba situado en plena mar, a doscientos cincuenta metros próximamente al norte de la isla Upernivik.
Monsieur Lecoeur, aterrado por este descubrimiento, hizo vehementes recriminaciones.
¿Qué se iba a hacer ahora...? ¡Haber llegado hasta aquellas comarcas para ver cómo el bólido se hundía en el mar...! ¿Cómo era posible que un sabio como Zephyrin Xirdal hubiese cometido tan terrible error?
La explicación del error era de las más sencillas: Zephyrin Xirdal se había servido para sus cálculos de un mapa sacado de un pequeño Atlas escolar que estaba equivocado.
—¿Qué vas a hacer tú ahora? —preguntó el banquero a su ahijado.
Hizo éste una elocuente señal de ignorancia.
—Pues es preciso hacer algo... Es menester que nos saques de este callejón sin salida.
Zephyrin Xirdal reflexionó un momento.
—Lo primero que hay que hacer —dijo por fin— es cercar el terreno que nos corresponde fuera de la parte de mar y constituir en él una barraca suficiente para alojarnos.
Monsieur Lecoeur púsose a la obra.
En ocho días los marineros del Atlantic, ayudados por algunos naturales, a quienes había atraído lo elevado de la paga, alzaron una cerca de madera y alambre, cuyas dos extremidades terminaban en el mar, y construyeron una cabaña, que fue amueblada con los objetos más indispensables.
El 26 de julio, tres semanas antes del día en que debía tener efecto la caída del bólido, Zephyrin Xirdal se puso a la tarea.
Luego de haber tomado algunas observaciones del meteoro en las altas zonas de la atmósfera, se sumió en las zonas de las matemáticas. Sus nuevos cálculos vinieron a demostrar la perfección de sus cálculos anteriores; ningún error se había cometido, ni se había producido ninguna desviación. El bólido iría a caer en el sitio previsto.
—En el mar, por lo tanto —dijo Monsieur Lecoeur, disimulando apenas su furor.
—En el mar evidentemente —contestó con gran serenidad Xirdal, que, como verdadero matemático, no experimentaba otro sentimiento que una gran satisfacción al comprobar lo exacto de sus cálculos.
Pero casi en el acto se le representó el otro aspecto que ofrecía el problema.
—¡Diablo! —bufó, cambiando de tono y mirando a su padrino con aire indeciso.
Éste trató de recobrar la calma.
—Veamos, Zephyrin —repuso, adoptando el tono bondadoso que conviene emplear con los niños—; no vamos a estarnos con los brazos cruzados, se me figura a mí. Se ha cometido un error; menester es repararlo. Ya que tú has sido capaz de ir a buscar al bólido en pleno cielo, debe ser un juego para ti el hacerle sufrir una desviación de unos cuantos centenares de metros.
—¿Lo cree usted así? —respondió Zephyrin Xirdal, moviendo la cabeza—. Cuando yo obraba sobre el meteoro, éste se hallaba a cuatrocientos kilómetros. A esta distancia la atracción terrestre se ejercía de tal manera, que la cantidad de energía que yo proyectaba sobre una de sus caras era capaz de provocar una ruptura de equilibrio apreciable. Pero ahora no ocurre así; el bólido está más cerca y la atracción terrestre lo solicita con tanta fuerza, que un poco de más o de menos no cambiaría gran cosa.
—¿Nada puedes hacer entonces? —insistió Monsieur Lecoeur, mordiéndose los labios para no estallar.
—Yo no he dicho semejante cosa —rectificó Zephyrin Xirdal—; pero el asunto es difícil; por supuesto, puede intentarse hacer algo, a pesar de ello.
Lo intentó, efectivamente, y con tanta obstinación, que el 17 de agosto conceptuó como seguro el éxito de su tentativa.
El bólido, definitivamente desviado, caería de lleno sobre la tierra firme, a unos cincuenta metros de la orilla del mar, distancia suficiente para alejar todo riesgo.
Por desgracia, durante los días que siguieron se desencadenó aquella violenta tempestad de que hemos hablado, y Xirdal temió que la trayectoria del bólido se hubiese modificado por un tan furioso y arrebatado desplazamiento del aire.
Esta tempestad se calmó, como se sabe, en la noche del 18 al 19; pero los habitantes de la cabaña no se aprovecharon de ese respiro que les dejaban los elementos desencadenados. La espera del acontecimiento no les permitió tomar un minuto de reposo.
La caída se produjo a la hora precisa anunciada por Zephyrin Xirdal.
A las siete y cincuenta y siete minutos y treinta y cinco segundos, una luz fulgurante desgarró el espacio en la región del Norte, dejando medio ciegos a Monsieur Lecoeur y a su ahijado, que desde hacía una hora estaban espiando el horizonte desde el umbral de su puerta; casi al mismo tiempo oyóse un ruido sordo y la tierra tembló bajo un choque formidable.
El meteoro había caído.
Cuando Zephyrin Xirdal y su padrino hubieron recobrado el uso de la vista, lo primero que descubrieron fue el bloque de oro, a quinientos metros de distancia.
—Está ardiendo —balbució Monsieur Lecoeur, presa de viva emoción.
—Sí —respondió Zephyrin Xirdal, incapaz de articular otra cosa que este breve monosílabo.
El bólido, en efecto, se hallaba en estado de incandescencia. Su temperatura debía pasar de mil grados y estar próxima del grado de fusión.
Revelábase claramente su composición de naturaleza porosa, y el observatorio de Greenwich lo había comparado, con gran acierto, a una esponja.
Aun cuando el bólido se hubiese aplastado fuertemente en su caída vertiginosa, discerníase aún su forma esférica. La parte superior estaba bastante regularmente redondeada, mientras que la base aplastada presentaba las irregularidades del suelo ocupado.
—¡Pero... va a deslizarse y resbalar hasta el mar! —exclamó Monsieur Lecoeur al cabo de algunos instantes.
Su ahijado guardó silencio.
—Tú habías anunciado que caería a cincuenta metros de la orilla.
—Ha caído a diez metros..., porque es preciso tener en cuenta su semidiámetro.
—Diez no son cincuenta.
—Le habrá desviado la tempestad.
Sin cambiar otras frases, ambos interlocutores se pusieron a contemplar en silencio la esfera de oro.
No dejaba, en verdad, de tener algún fundamento la inquietud que experimentaba Monsieur Lecoeur.
El bólido había caído a diez metros de la arista extrema del promontorio. Siendo su radio de cincuenta y cinco metros, como con razón había afirmado el observatorio de Greenwich, la mayor parte de la esfera estaba suspendida en el vacío, a poca distancia de la superficie del mar. Pero la otra parte, impresa materialmente en la roca, retenía al conjunto encima del océano.
Era seguro que, puesto que no caía era porque se hallaba en equilibrio; era, sin embargo, bien inestable este equilibrio, y se comprendía que el menor impulso habría bastado para precipitar en el abismo el fabuloso tesoro. Una vez lanzado sobre la pendiente, nada en el mundo sería capaz de detenerle, y resbalaría invenciblemente hasta el mar, que se cerraría sobre él.
«Razón de más para apresurarse», pensó de pronto el banquero, recobrando la conciencia.
Era una completa locura perder de aquella manera el tiempo en una necia contemplación, con grave riesgo de sus intereses. Pasando sin perder un minuto más detrás de la cabaña, izó la bandera francesa a la extremidad de un mástil bastante elevado para que pudiera ser visto de los buques anclados ante Upernivik.
Sabemos ya que aquella señal debía ser vista y comprendida.
El Atlantic había marchado en seguida hacia alta mar, en ruta para la oficina de Telégrafos más próxima, desde la cual se dirigía a la casa de Banca de Robert Lecoeur, calle Druot, en París, un despacho redactado en lenguaje claro: «Bólido caído; vendan en seguida.»
En París se apresurarían a ejecutar esta orden, lo que valdría un enorme beneficio al banquero, que jugaba sobre seguro.