Casi a la misma hora otro matrimonio se efectuaba en otra parte, aunque con menos pompa. Esta vez no fue a caballo, ni a pie, ni en globo como Mr. Seth Stanfort y Mrs. Arcadia Walker se dirigieron a casa del juez John Proth.
No; fue sentados uno cerca del otro en un confortable carruaje; cogidos del brazo penetraron por primera vez en su casa, a fin de presentarle en condiciones menos fantásticas sus papeles en toda regla.
El magistrado cumplió su misión, volviendo a casar a los dos antiguos esposos, separados por un divorcio de algunas semanas, inclinándose después cortésmente ante ellos.
—Gracias, Mr. Proth —dijo Mr. Stanfort.
—Y adiós —agregó Mr. Stanfort.
—Mr. y Mrs. Stanfort, adiós —respondió Mr. John Proth, que se volvió
in continenti
a cuidar las flores de su jardín.
Pero un escrúpulo turbaba al digno filósofo.
—¿Adiós? —murmuró, deteniéndose pensativo—. Habría obrado mejor, tal vez diciéndoles: Hasta la vista.