—Espero que ayude también a la familia de la niña interrumpió la
dottoressa
Pitteri con mal reprimida acritud—. Que me parece lo más importante.
—Eso, por supuesto,
dottoressa
—respondió Steiner plácidamente. Hablaba sin desviar la mirada de la calzada, como si se creyera responsable de advertir al conductor de cualquier peligro que pudiera surgir.
Enfilaron el puente, y Brunetti volvió la mirada hacia la izquierda, donde se levantaban las chimeneas y los depósitos de Marghera. Aquella mañana, los periódicos decían que hoy sólo podían circular los coches con matrícula par; los impares circularían mañana. Llevaban un mes sin apenas lluvias, sólo lloviznas, y sabía Dios lo que estaría flotando en el aire que respiraban. «Micropolvo» lo llamaban, y Brunetti no podía leer este nombre sin imaginar cómo las partículas de sustancias tóxicas que Marghera había estado lanzando a la atmósfera durante tres generaciones, iban penetrando en los tejidos de su cuerpo y le impregnaban los pulmones.
Vianello, cuya preocupación por la ecología había sido tema de chanza en la
questura
—ya no lo era—, miraba en la misma dirección.
—Trata de cerrar eso —dijo sin preámbulos señalando con la barbilla las chimeneas de la zona industrial—, y al día siguiente están todos en la calle gritando: «Salvemos nuestros puestos de trabajo.» —El inspector levantó una mano hacia las emblemáticas chimeneas y la dejó caer golpeándose el muslo con lo que a Brunetti le pareció un melodramático gesto de frustración y abatimiento.
Nadie habló durante un rato, hasta que la
dottoressa
Pitteri preguntó:
—¿Cree preferible que los trabajadores se mueran de hambre,
ispettore
? ¿Y también sus hijos? —Había en su voz una combinación de ironía y condescendencia, y hablaba articulando las palabras con claridad, como si temiera que un hombre tan zafio como un inspector de policía no pudiera entender una pregunta más compleja.
—No,
dottoressa
—dijo Vianello—. Sólo deseo que dejen de emitir cloruro vinílico monómero al aire que respiran nuestros hijos.
—Hace años que dejaron de emitirlo —dijo ella.
—Eso dicen —respondió Vianello, y agregó—: Si usted prefiere creerlo así…
En el silencio que siguió a estas palabras, sonó con extraña fuerza el ruido de un camión que pasó junto a ellos.
Brunetti observaba por el retrovisor la expresión de la
dottoressa
, y la vio fruncir los labios y apartar la vista de las ofensivas chimeneas.
Aunque el comisario tenía interés en saber todo lo que aquella mujer pudiera decirle acerca de los gitanos, la evidente antipatía que existía entre ella y Steiner le dificultaba abordar el tema en presencia de éste.
—¿Ha estado ya en el campamento,
maresciallo
? —preguntó Brunetti en tono formal.
—Dos veces.
—¿En relación con los Rocich?
—Una vez. La otra fue para acompañar a una mujer que había tratado de robarle la cartera a un turista en el
vaporetto
. —La voz de Steiner era un dechado de neutralidad.
—¿Qué hizo con ella?
—Meterla en el coche y traerla. —Brunetti pensó que Steiner había terminado, pero entonces continuó—: La historia de siempre: ella dijo que estaba embarazada. Aquel día estábamos escasos de efectivos y no podía perder tiempo en llevarla al hospital para comprobar si era cierto lo del embarazo, tomar declaración al turista y a los testigos, llamar a los servicios sociales… —Aquí dejó que su voz se apagara un momento—. De manera que decidí llevarla al lugar en el que dijo que vivía, y asunto concluido.
—¿Y no se preocupó de recoger testimonios de lo que había sucedido realmente? —preguntó de pronto la
dottoressa
—. ¿Dio por descontado que era culpable?
—No eran necesarios.
—Me gustaría que me dijera por qué, maresciallo. ¿Porque supuso que, siendo gitana, tenía que ser culpable de lo que se la acusara? ¿Especialmente si la acusaba un turista? —Puso énfasis en la última palabra, recalcando cada sílaba.
—No; no fue por eso —dijo Steiner, sin dejar de mirar hacia adelante.
—¿Por qué entonces? —insistió la mujer—. ¿Por qué resultó tan claro que era culpable?
—Porque una de las testigos le sujetó el brazo cuando estaba sacando la cartera del bolsillo del hombre y porque las dos testigos eran monjas. —Steiner hizo una pausa, para dejar que la información calara y agregó—: Me pareció que ellas no mentirían.
La mujer calló, pero sólo un momento.
—¿A usted le parece que la mujer se habría arriesgado a hacer eso delante de unas monjas?
—No llevaban hábito —dijo Steiner.
Brunetti se había abstenido de mirarla durante esta conversación, pero ahora no pudo resistir la tentación. Ella miraba a la cabeza de Steiner con tanta rabia que a Brunetti no le hubiera sorprendido ver que la gorra del
carabiniere
empezaba a echar humo y se incendiaba.
Viajaban en silencio. De vez en cuando se oía por la radio la voz del operador, pero el tono era bajo y no se entendían las palabras desde el asiento de atrás, y ni Steiner ni el conductor parecían prestar atención. El conductor entró en la rampa de la carretera del aeropuerto. Hacía tiempo que Brunetti no iba al aeropuerto más que en barco y lo sorprendió la súbita aparición de rotondas en los cruces. Él conducía poco y mal, de manera que no podía adivinar si las rotondas suponían o no una mejora, y ahora no quería romper el silencio con semejante pregunta.
Dejaron el aeropuerto a la derecha y, al poco rato, pararon en un semáforo. De pronto, apareció en la ventanilla del conductor una mujer con falda larga que sostenía en brazos algo que tanto podía ser una criatura como un balón de fútbol envuelto en una toquilla. Con una mano, se tapaba la nariz y la boca con el pañuelo de la cabeza, como para protegerse de los gases de los tubos de escape y extendía la otra con la palma hacia arriba, en ademán suplicante.
Los cinco ocupantes del coche miraban fijamente hacia adelante. Al ver los uniformes de los hombres que ocupaban el asiento delantero, la mujer se apartó y se dirigió al vehículo que estaba detrás. El semáforo cambió y reanudaron la marcha.
El silencio se iba haciendo más denso a medida que pasaba el tiempo. Desde la
autostrada
se veían campos y bosques, casas aisladas y complejos de granjas. Árboles en flor. Brunetti mirando a uno y otro lado, descubrió que, a pesar de la tensión que se respiraba en el coche, aún podía disfrutar del panorama de una naturaleza pujante. Este verano tenían que ir a algún sitio verde, pasar las vacaciones entre campos y bosques, nada de playa, ni arena, ni rocas, por más que protestaran los chicos. Largos paseos, aire puro, riachuelos, risueñas nubes sobre glaciares rutilantes. El Alto Adigio, quizá. ¿No tenía Pucetti un tío que regentaba una casa de
agroturismo
cerca de Bolzano?
Brunetti notó que el coche aminoraba la marcha. Cuando alzó la cabeza, estaban saliendo de la
autostrada
. Al final de la rampa, giraron a la izquierda y se encontraron en una autovía que discurría entre edificaciones bajas: naves industriales, cercados de venta de coches usados, gasolineras, un bar, un aparcamiento, otro aparcamiento. Al segundo semáforo, torcieron a la derecha, por entre casas unifamiliares, cada una en su parcela. Cuando se acabaron las casas, empezaron los campos.
Más semáforos, más casas, pero éstas estaban rodeadas de cercas de tela metálica. En muchos jardines se veían perros, perros grandes. Recorrieron otro kilómetro, el conductor señaló con la mano, aminoró la marcha y torció a la derecha.
Brunetti vio que paraban frente a una verja. El conductor hizo sonar el claxon una vez y otra, y, en vista de que no había respuesta, se apeó dejando abierta la puerta del coche y abrió la verja. Una vez hubo entrado el coche, a una palabra de Steiner, paró, se bajó y cerró la verja.
Brunetti vio frente a ellos un desigual semicírculo de coches y, detrás, una fila de remolques aparcados desordenadamente. Los había de madera y de metal, y algunos eran modernos y aerodinámicos. Uno de ellos tenía techo a dos aguas y una pequeña chimenea en el centro, que recordó a Brunetti los dibujos de los libros infantiles. En los costados de los remolques y en el espacio entre uno y otro se amontonaban y desperdigaban cajas de plástico y de cartón, mesas plegables, barbacoas e infinidad de bolsas de plástico reventadas y arrugadas. Más allá se veían senderos abiertos en la maleza, que enseguida se borraban. Entre los matorrales asomaba chatarra oxidada: un frigorífico, una anticuada lavadora con escurridor de manubrio, un par de somieres y un coche abandonado.
Mucho mejor aspecto tenían los coches que estaban delante de los remolques, la mayoría eran nuevos o, por lo menos, se lo parecían a Brunetti, que no era experto en la materia.
El conductor detuvo el coche en lo que podía considerarse el centro del anárquico aparcamiento y quitó el contacto. Brunetti oyó los leves crujidos del motor al enfriarse, el chirrido de los muelles de la puerta de Steiner al abrirse y, luego, trinos de pájaros que llegaban, quizá, de los árboles del otro lado de la tela metálica que rodeaba el campamento.
Entonces vio abrirse la puerta de una caravana, luego la de otra, luego las de otras dos, y a hombres que bajaban las escaleras. Los hombres no hablaban ni parecían comunicarse entre sí, pero se acercaron y se pararon delante del coche de los policías formando una fila irregular, como si actuaran de común acuerdo.
Vianello y después el conductor abrieron sus puertas y se apearon. Cuando Brunetti volvió a mirar a los hombres que se habían parado delante del coche, vio que otros tres se habían unido a ellos. Y notó que los pájaros dejaron de cantar.
Los hombres no se movían, y los pájaros, poco a poco, reanudaron sus cantos. El aire era tibio al sol de la tarde que los envolvía. Brunetti veía los campos del otro lado de la cerca ondularse suavemente hacia un grupo de castaños: seguramente, de allí venían los trinos. Qué dulce es la vida, pensaba Brunetti.
Desvió la mirada de los árboles y observó a los hombres. Ahora eran nueve los que estaban frente a ellos. Le chocó que todos llevaran sombrero, unos sombreros sucios que quizá en otro tiempo habían sido de colores distintos, pero ahora todos tenían el mismo tono marrón apagado y polvoriento. Ninguno de los hombres iba bien rasurado. Muchos italianos de distintas edades cultivan ahora el
look
de la barba de varios días porque consideran que define un estilo. Brunetti nunca había tenido muy claro qué estilo se pretendía definir, sólo sabía que éste era el propósito. Estos hombres, empero, daban la impresión de que no se afeitaban por desidia o porque lo consideraban una muestra de amaneramiento. Las barbas eran más o menos pobladas y más o menos largas, pero ninguna parecía muy limpia.
Todos tenían la tez y los ojos oscuros y todos vestían pantalón de pana, jersey y chaqueta oscura. Algunos llevaban camisa. Los zapatos tenían la suela gruesa y el cuero rozado.
Steiner y el conductor vestían uniforme de
carabinieri
y en ellos se concentraba la atención de los hombres del campamento, que sólo concedían a Brunetti y Vianello breves miradas de curiosidad. Un golpe seco que sonó a su derecha sobresaltó a Brunetti. Miró a Steiner y vio al
maresciallo
volverse hacia el ruido con la mano en la culata del revólver.
Siguiendo la dirección de la mirada de Steiner, Brunetti vio a la
dottoressa
Pitteri asiendo todavía la empuñadura de la puerta que acababa de cerrar violentamente, y una leve sonrisa en los labios.
—No quería asustarlo,
maresciallo
—dijo mientras se le agriaba la sonrisa—. Le ruego que me perdone.
Steiner se volvió de nuevo hacia los hombres que tenían delante. Dejó caer la mano, pero su instintiva reacción no había pasado inadvertida. Dos de los hombres no pudieron reprimir la sonrisa, pero no sonreían a Steiner.
La
dottoressa
Pitteri se acercó a los hombres, que no dieron señales de reconocerla y, mucho menos, de alegrarse de verla. Ella se paró y dijo algo que Brunetti no pudo oír. Ninguno de los hombres respondió y ella volvió a hablar, ahora alzando el tono. Aunque esta vez Brunetti oyó sus palabras, no consiguió entender lo que decía. La mujer se mantenía erguida, con los pies separados, y Brunetti observó que tenía unas pantorrillas robustas y que sus pies parecían anclados en el suelo.
Entonces habló a la mujer uno de los hombres, que estaba en el lado derecho de la fila. Ella lo miró y dijo unas palabras, a las que el hombre respondió en voz lo bastante alta como para que le oyeran los policías:
—Hable italiano. Se le entiende mejor. —Tenía un acento muy marcado, pero se notaba que dominaba el italiano y hablaba con aire de autoridad, aunque no era el más viejo.
Brunetti tenía la impresión de que la mujer había afianzado más aún los pies en la tierra apisonada de delante de las caravanas. Ella mantenía los brazos colgando —había dejado el bolso en el coche—, y Brunetti vio que apretaba los puños.
—Quiero hablar con Bogdan Rocich —la oyó decir.
La cara del hombre permaneció impasible, pero Brunetti vio que dos de los otros intercambiaban una mirada y un tercero miraba de soslayo al que había hablado.
—No está —respondió el hombre.
—Está su coche —dijo ella, y el hombre volvió los ojos hacia un Mercedes de un azul descolorido que tenía una profunda abolladura en el guardabarros derecho.
—No está —repitió el hombre.
—Está su coche —dijo ella como si no le hubiera oído.
—Se ha ido con un amigo —explicó otro de los hombres, e iba a decir más, pero el jefe le lanzó una mirada que le hizo cerrar la boca. El portavoz dio un paso hacia la mujer y luego otro, y Brunetti quedó impresionado al ver que ella no sólo no retrocedía ni se inmutaba sino que clavaba los pies en el suelo más firmemente todavía.
Ahora el hombre estaba a menos de un paso y, sin ser alto, parecía dominarla con su estatura.
—¿Qué quiere de él? —inquirió.
—Quiero hablar —respondió la mujer tranquilamente, y Brunetti observó que abría los puños y apuntaba al suelo con los dedos.
—Puede hablar conmigo —dijo el hombre—. Soy su hermano.
—
Signor
Tanovic, usted no es su hermano, ni es su primo. —La voz de la mujer era serena, relajada, como si los dos se hubieran citado en un parque para charlar—. He venido a hablar con el
signor
Rocich.