—Para empezar, yo los aviaría bien —dijo el conductor con una sonrisa que indicaba que por «aviarlos» él entendía una bronca y un mes sin televisión—. Y luego me quedaría sin trabajo. Eso, seguro. O se me haría tan difícil seguir que tendría que dejarlo.
A Brunetti le pareció que el hombre exageraba, pero entonces recordó casos en los que el arresto del hijo de un policía había perjudicado gravemente la carrera del padre.
—¿Y qué se puede hacer?
—Pues, supongo que, si no los mandan a la escuela, los servicios sociales podrían quitárselos o, quizá, enviarlos a una casa de acogida, no sé…
—¿Y cree que eso sería justo? —preguntó Brunetti.
El conductor cambió de carril con suavidad y estuvo un rato sin hablar, atento al tráfico.
—Verá, por lo que a mí y a mi familia respecta, creo que eso sería demasiado. En serio. Buscaría la manera de impedirlo. —Se quedó pensativo y dijo—: Sí, bien mirado, quizá a esa gente tampoco le gustara que les quitaran a sus hijos. —Otro silencio y entonces—: Será que no todos debemos de querer a nuestros hijos del mismo modo, ¿eh?
—Supongo que no.
—¿Y los chicos? ¿Qué saben ellos de las cosas?
—¿A qué se refiere? —dijo Brunetti.
—Lo que tienen es lo normal, ¿no? Quiero decir, normal para ellos. Lo único que los chicos saben de la familia es lo que ven a su alrededor. Eso es lo normal. Normal para ellos. —Dio a Brunetti tiempo de pensar y añadió—: Cuando los acompaño, se nota que los chicos quieren a su familia.
—¿Y los padres?
—También quieren a sus hijos. Por lo menos, las madres. Eso se nota.
—¿A pesar de que se los lleva la policía? —preguntó Brunetti.
El conductor se rió, como si le sorprendiera la pregunta.
—Eso a ellos no les importa, señor. Están contentos y los chicos también. —Lanzó una mirada a Brunetti por el espejo—. La familia siempre es la familia, ¿verdad, señor?
—Supongo que sí —dijo Brunetti—. De todos modos, si la policía le llevara a casa a sus hijos…
—Para empezar, eso no podría ocurrir. Mis hijos están en el colegio y, si no estuvieran, nosotros lo sabríamos. —Cambiando de tema bruscamente, el conductor dijo—: Yo no tengo estudios, señor, y aquí me tiene, conduciendo un coche de la policía para ganarme la vida.
—¿No le gusta lo que hace? —preguntó Brunetti, sin saber bien cómo se había pasado de un tema a otro.
—No es que no me guste, comisario. En ocasiones como ésta, cuando puedo hablar con personas…, en fin, personas que me hablan como si yo fuera alguien, me gusta. Pero, ¿qué vida es ésta para un hombre? Llevar a la gente de un lado al otro, sabiendo que esa otra gente será siempre más importante que yo. Soy agente de policía, sí, llevo uniforme y pistola, pero lo único que voy a hacer es conducir este coche. Hasta que me jubile.
—¿Por eso cree que es importante que sus hijos vayan a la escuela? —preguntó Brunetti.
—Exactamente. Allí reciben una educación, ellos podrán hacer algo en la vida. —Puso el intermitente y viró por la rampa de salida de la
autostrada
. Miró un momento a Brunetti y dijo—: Eso es lo que importa, ¿no?, que nuestros hijos puedan tener una vida mejor que la nuestra.
—Confiemos en que así sea, ¿eh?
—Sí, señor.
El agente sacó el coche de la
autostrada
, paró en un stop, miró a uno y otro lado y giró a la izquierda. A causa del tráfico en sentido contrario, o quizá porque ya había dicho todo lo que tenía que decir, el hombre enmudeció y Brunetti dirigió la atención al paisaje. Le era difícil comprender cómo podían los automovilistas encontrar su punto de destino. Eran tantas las cosas que, podían cambiar: los árboles y las flores brotaban y morían, los campos se araban o se segaban, los coches aparcados cambiaban de sitio. Y, si uno se perdía, era difícil pararse y, más aún, tratar de volver por donde había venido. Y, encima, la constante tensión del tráfico, con coches por todas partes, zumbando como insectos.
Tomaron otra curva. Brunetti miraba a uno y otro lado sin reconocer el sitio. Las casas desaparecieron y el mundo se tornó verde.
Al fin, el coche se detuvo frente a la verja del campamento. El conductor se apeó, la abrió, volvió al coche, cruzaron, bajó de nuevo y cerró. Si se abría con tanta facilidad, ¿de qué servía?
Dos hombres estaban sentados en la escalera de una caravana y otros tres miraban bajo el capó de un coche. Ninguno se dio por enterado de la llegada del coche de la policía, pero Brunetti observó que se habían quedado quietos como por ensalmo.
Brunetti se apeó y con una seña indicó al conductor que se quedara dentro. Se acercó a los tres hombres.
—
Buon giorno, signori
—dijo. Uno tras otro, ellos lo miraron y volvieron a inclinarse sobre las vísceras del coche. Uno dijo algo señalando una botella de plástico que tenía un tubo insertado a través de un tapón rojo, extendió el brazo y la golpeó con el dedo, haciendo temblar el líquido que contenía. Los otros dos comentaron la acción de su compañero.
Los tres hombres irguieron el cuerpo y, como si hubieran ensayado la maniobra, se apartaron del coche simultáneamente y se dirigieron hacia las caravanas. Al cabo de un momento, Brunetti se acercó a los dos hombres que estaban sentados en la escalera. Ellos lo miraron y enseguida volvieron la cara.
—
Buon giorno, signori
—los saludó él.
—No italiano —dijo uno, sonriendo a su amigo.
Brunetti volvió al coche de la policía. El conductor bajó el cristal y miró a Brunetti.
—¿Sabe usted mucho de coches? —preguntó el comisario.
—Sí, señor.
—¿Alguna irregularidad en esos coches? Me refiero a infracciones —puntualizó Brunetti señalando con la barbilla el semicírculo de vehículos que tenían delante.
El conductor se apeó. Dio dos pasos hacia los coches y los miró despacio.
—Dos tienen rotas las luces de posición traseras —dijo volviéndose hacia Brunetti—. Y los neumáticos de otros tres están prácticamente lisos. —El hombre miró a Brunetti y preguntó—: ¿Quiere más?
—Sí.
El conductor fue hasta los coches e hizo un meticuloso examen de cada uno de ellos, comprobando si los asientos traseros tenían cinturón, si los faros estaban enteros y si llevaban en lugar visible la tarjeta verde del seguro. Después volvió a donde estaba Brunetti y dijo:
—Dos no pueden circular legalmente. Uno está casi sin neumáticos y dos llevan tarjetas del seguro de hace más de tres años.
—¿Es suficiente para que se los lleve la grúa?
—No estoy seguro, comisario. Nunca he estado en Tráfico. —Miró los coches y añadió—: Quizá sí.
—Veremos lo que se puede hacer. ¿Quién tiene jurisdicción aquí?
—La provincia de Treviso.
—Bien.
Brunetti había reflexionado con frecuencia en el significado de lo que se había dado en llamar el Activo de una persona, expresión que, generalmente, abarca los bienes inmuebles, valores, dinero y otras propiedades, es decir, cosas que uno puede ver, contar y tocar. Que él supiera, la expresión no se utilizaba para designar intangibles tales como la buena o la mala voluntad que acompañan a una persona a lo largo de la vida, el amor que da y que recibe, ni los favores que se le deben, que, en este caso concreto, eran lo que contaba.
El comisario, cuyo patrimonio económico podía cuantificarse fácilmente, disponía de vastos recursos de otro orden: ahora mismo, sin ir más lejos, podía contar con un antiguo compañero de universidad que en la actualidad era
vicequestore
de Treviso, por orden de quien, al cabo de treinta minutos, llegaban a la verja del campamento nómada tres grúas de la policía de Tráfico.
El conductor de Brunetti abrió la verja y las grúas entraron. De la primera saltó a tierra un agente uniformado que, sin mirar a Brunetti ni a su conductor, se acercó al primero de los tres coches denunciados. El agente introdujo el número de matrícula en un ordenador portátil, esperó que la respuesta apareciera en la pantalla y tecleó más información. Al cabo de un momento, el ordenador escupió una pequeña hoja blanca que el agente puso debajo del limpiaparabrisas del coche. Luego repitió el proceso con otros dos coches y, cuando hubo terminado, hizo una seña con la mano a los conductores de las grúas.
Con una precisión que Brunetti no pudo menos que admirar, los camiones se situaron delante de los coches, dieron media vuelta e hicieron marcha atrás. Con movimientos tan sincronizados como el de los tres nómadas al apartarse del capó, los conductores engancharon los coches y volvieron a los camiones. El agente saludó a Brunetti, volvió a subir a la cabina del primer camión y cerró la puerta con un golpe seco. Los motores de los camiones zumbaron en un tono más agudo. Lentamente, la parte delantera de los coches se elevó, las grúas se pusieron en fila y salieron por la verja remolcando cada una un coche. Una vez fuera, pararon y el agente se apeó y cerró la verja. Las grúas se alejaron. La operación no había durado ni cinco minutos.
El conductor de Brunetti volvió a sentarse al volante, pero Brunetti se quedó de pie delante del coche. Al cabo de unos minutos, el que parecía el jefe del campamento abrió la puerta de la caravana y bajó la escalera. Brunetti dio unos pasos a su encuentro. Tanovic se detuvo a un metro de él.
—¿Por qué hace eso? —preguntó agriamente señalando con un brusco movimiento de la cabeza el vacío que habían dejado los coches.
—No quiero que corran riesgos —dijo Brunetti. Y, antes de que el otro pudiera hablar, añadió—: Es peligroso desobedecer ciertas leyes.
—¿Qué leyes desobedecemos? —preguntó el hombre con voz cargada de indignación.
—Hay que tener seguro para llevar coche —explicó Brunetti—. Y faros y cinturón de seguridad. No hacen lo que manda la policía.
—No tenían que llevarse coches —dijo el hombre con otra sacudida de la cabeza.
—Usted está aquí ahora, ¿verdad? —preguntó Brunetti—. Hablando conmigo.
El hombre agrandó los ojos al oír esto, como si él prefiriese jugar a ver quién era el más fuerte, sin hablar de las jugadas.
—Yo vengo otro rato —dijo—. Tengo trabajo ahora.
—Yo no tengo tiempo que perder —dijo Brunetti con una voz muy desagradable—. Usted me hace perder tiempo. Yo le hago perder tiempo.
El hombre no quería entrar a discutir eso.
—¿Qué quiere?
—Hablar con
signor
y
signora
Rocich.
El hombre miraba a Brunetti como si aún esperan la respuesta a su pregunta.
Brunetti esperaba a que el otro hablara. Al entrar había visto el Mercedes azul con el guardabarros abollado. Esperó un poco más, suspiró y dio media vuelta. Se acercó al coche de la policía, se inclinó hacia la ventanilla y dijo al conductor en voz lo bastante alta como par a que el otro hombre lo oyera:
—Llame otra vez a Treviso, por favor.
—Espere, espere —oyó decir a Tanovic a su espalda—. Ya viene.
Brunetti enderezó el cuerpo. El otro se acercó a la caravana de la que había salido Rocich la última vez y golpeó con el pie el primer peldaño una, dos, tres veces. Luego retrocedió dos pasos. Brunetti se situó a su lado, el hombre sacó un
telefonino
del bolsillo de su chaqueta de cuero y marcó un número. Brunetti oyó sonar un teléfono dos veces y responder una voz con una palabra, en un grito. El hombre contestó con dos palabras y cortó. Se volvió hacia Brunetti con una sonrisa cargada de malicia, presentando esta acción como su jugada en la partida que pudieran tener entablada.
Se abrió la puerta de la caravana de Rocich y apareció el hombre fornido. Bajó la escalera y, al llegar abajo, se paró. Brunetti percibió la rabia que emanaba de él como el calor irradia de un horno. Pero no se le notaba en la cara, que estaba tan impenetrable como la otra vez.
Se acercó dos pasos y preguntó algo al otro hombre, que respondió con unas palabras rápidas. Rocich empezó a protestar, o eso creyó Brunetti, pero Tanovic le cortó. La discusión continuó, y Brunetti, que aparentaba no prestarle atención y en realidad sólo podía seguirla por los ademanes y los altibajos de los tonos de voz de los dos hombres, advertía el creciente furor de Rocich.
El comisario cruzó los brazos y extendió sobre sus facciones una expresión de aburrimiento infinito. Se apartó de los hombres y dejó vagar la mirada por la cima de la colina y, sin bajar la cabeza, lanzó una ojeada a la caravana en la que, de nuevo, detectó movimiento, esta vez, detrás de las dos ventanas, que tenía a pocos metros de distancia. Volvió la cabeza hacia el otro lado, mirando a la carretera que discurría frente al campamento, frunció los labios con impaciencia y volvió a mirar rápidamente a la caravana, en la que ahora distinguió lo que parecían dos cabezas en las ventanas.
Tanovic volvió a su caravana. Subió la escalera, entró y cerró la puerta con suavidad, dejando a Brunetti y a Rocich frente a frente.
—
Signor
Rocich, lamento la muerte de su hija. —El hombre escupió al suelo, pero antes volvió la cara hacia un lado—. Yo la encontré en el canal y la saqué del agua —dijo Brunetti, como si esperase que esto pudiera crear un vínculo con aquel hombre, aunque sabía que era imposible.
—¿Qué quiere, dinero? —preguntó Rocich.
—No; quiero saber qué estaba haciendo su hija en Venecia aquella noche.
El hombre se encogió de hombros.
—¿Usted sabía que ella estaba allí?
Rocich repitió el gesto.
—
Signor
Rocich, ¿su hija estaba sola?
La diferencia de estatura obligó al hombre a levantar la cabeza para mirar a los ojos al policía. Y, cuando sus miradas se cruzaron, Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para dominar el impulso de dar un paso atrás, a fin de zafarse del furor casi incandescente que despedía aquel hombre. Brunetti había visto reaccionar con rabia a la gente ante la muerte de un ser querido, pero esto era diferente, porque la rabia estaba dirigida al propio Brunetti y no al destino que había acabado con la vida de la niña.
Él había dicho al jefe que deseaba hablar con el
signor
y la
signora
Rocich, pero ahora comprendía que cualquier intento de hablar con la mujer, cualquier señal de interés por ella podía provocar una reacción que Brunetti prefería no imaginar.
El hombre volvió a escupir en el suelo y luego bajó la mirada, como para ver cuánto había conseguido acercarse al zapato de Brunetti. Mientras Rocich miraba al suelo, Brunetti volvió los ojos audazmente hacia la caravana en la que ahora, detrás de la puerta, se veía media cara de mujer.